Por: Luis Armando González[i]. 21/05/2022
A mis colegas del Comité de Ética en Investigación de la Universidad Gerardo Barrios
I
La relación existente entre el conocimiento y lo ético-moral ha sido objeto de reflexión cuando menos desde los siglos VI y V a.C. Anunciando un campo temático que llegaría para quedarse en la cultura universal, la filosofía presocrática se hizo cargo por primera vez de esa problemática; después, Sócrates, Platón y Aristóteles –este último con particular fineza— dieron las pautas para desarrollos filosóficos posteriores, hasta llegar al pensamiento filosófico moderno y contemporáneo (para decirlo de manera resumida y con autores emblemáticos: de Descartes, Kant, Hegel y Marx hasta Gadamer, Habermas y Popper), en el cual las relaciones entre lo ético-moral y el conocimiento constituye un asunto de primera importancia[i].
Asimismo, la preocupación sobre el tema salió de los linderos de la filosofía y trascendió hacia el ámbito científico, especialmente en lo referido a las implicaciones prácticas de la ciencia; unas implicaciones que se han visto amplificadas de manera extraordinaria por la articulación estrecha –propia del mundo actual—entre ciencia y tecnología. En el ámbito científico, pues, también hay una preocupación por las relaciones existentes entre el conocimiento científico y lo ético-moral que, como se verá más adelante, involucra dos aspectos básicos: a) lo ético-moral en el desarrollo de la práctica científica en cuanto tal; y b) lo ético-moral en las consecuencias (sociales, ambientales, sanitarias, entre otras) de la práctica científica.
Esta última preocupación conecta, en primer lugar, con los usos tecnológicos del conocimiento científico; y, en segundo lugar, con lo ético-moral en el campo de los saberes prácticos o aplicados (como la medicina) o normativos (como el derecho) que –aunque en sus orígenes fueron independientes del conocimiento científico— hoy por hoy, sobre todo y en especial la medicina, descansan en los avances y conquistas de la ciencia. No es casual que, en el ámbito médico, lo ético-moral resuene con particular fuerza y que, como resultado de ello, las reflexiones en este campo se puedan tomar como un foco importante del debate ético-moral en la ciencia.
Pero, en realidad, el debate ético-moral en medicina (o en el ámbito de las instituciones involucradas en áreas de la salud) es algo bien específico –que se refiere al campo de la ciencia aplicada en el ámbito de la salud— y no a todos los aspectos involucrados en el quehacer científico (que abarca las ciencias naturales y sociales) ni a todos los saberes prácticos o de ciencias aplicadas (como las ingenierías, las tecnologías informáticas y de comunicación, y las tecnologías nucleares, entre otras.
II
O sea, cuando se habla del conocimiento y de su relación con lo ético-moral se habla de algo variado y complejo. Más adelante se ofrecen unas ideas adicionales sobre este punto. Ahora, antes de seguir, es oportuno anotar un par de nociones sobre lo que se entiende aquí, por una parte, por “conocimiento” y, por otra, por “ético-moral”. Con ello, serán más claros los indicios del porqué de lo complejo de las relaciones entre el conocimiento y lo ético-moral.
Cuando se habla de “conocimiento” se hace referencia de una elaboración subjetiva e intersubjetiva –tejida de palabras, ideas y conceptos— de procesos, hechos y fenómenos en principio distintos de la propia subjetividad (o sea, referidos a la realidad exterior a la subjetividad), pero que también pueden referirse a lo subjetivo e intersubjetivo. Es decir, el conocimiento es una actividad subjetiva e intersubjetiva, mediada por el lenguaje, en la cual se crean y recrean (con palabras, ideas, conceptos) las dinámicas de la realidad exterior a la subjetividad y también las referidas a las propias dinámicas subjetivas e intersubjetivas. Cuando esto último sucede, la subjetividad humana se ocupa de sí misma: esta es la raíz de las teorías (o filosofías) del conocimiento.
Ahora bien, el conocimiento humano, entendido como una “creación-recreación subjetiva”, está referido inevitablemente a algo distinto de sí mismo: la realidad y sus dinámicas propias, independientes y previas a la subjetividad e intersubjetividad humanas. Y esto por una razón de peso: si se acepta que el conocimiento, tal y como se ha conquistado y concretado en la historia de la humanidad, es obra de la especie Homo sapiens –una especie que tienen unos 250 mil años de existencia en la tierra— es claro que la realidad del planeta tierra, surgido hace aproximadamente unos 4, 500 millones de años, es anterior al surgimiento del conocimiento humano.
Incluso si se acepta, lo cual es totalmente razonable, que otras especies humanas ya desaparecidas (como Homo habilis, Homo erectus u Homo neanderthalensis) o sus probables ancestros inmediatos (como Ardipithecus ramidus y Australopithecus afarensis hubieran desarrollado algunas formas de conocimiento, estas no excederían los 4.5 millones de años, lo cual siempre es posterior al origen de la tierra y, antes que ésta, al origen del universo (unos 13, 800 millones de años)[ii].
III
Ante la realidad –sin olvidar que la subjetividad misma se puede tratar como una realidad aparte— el conocimiento humano se despliega de distintas maneras en su recreación de las dinámicas de aquélla. Una manera puede ser la creación y recreación sumamente libres de lo que sucede (sucedió o podría suceder en la realidad). Este proceder, anclado en el “funcionamiento de la imaginación –examinado por el Paul Harris en un libro titulado precisamente así[iii]—, no es ajeno a la realidad, pero abre la pauta para prescindir de ella y elaborar narraciones imaginativas –por ejemplo, de tipo mágico-religioso o artísticas, como en el cuento o la novela[iv]— que, dado que la especie humana es una especie social, pueden ser de gran relevancia para la cohesión grupal.
Otra forma puede consistir en la elaboración de marcos conceptuales con los cuales se pretende “capturar” mentalmente (subjetiva e intersubjetivamente) los ejes (elementos, aspectos, rasgos) más relevantes de la realidad, es decir, aquellos que la definen en su carácter global y fundamental: es el caso del conocimiento filosófico. Un tercer proceder estriba en elaborar explicaciones de cómo determinados hechos o fenómenos de la realidad (que son un problema, que son un enigma) son causados o provocados por otros que son intrínsecos a la realidad, no ajenos o externos a ella (como lo pudieran ser dioses o demonios). Se trata, en este caso, del conocimiento científico que, para elaborar explicaciones de cómo funciona la realidad –de cómo los hechos de la realidad se relacionan e influyen entre sí, y de cómo se transforman en el espacio y en el tiempo—, requiere de la “exploración” de la realidad, de lo que sucede en ella, de las evidencias que la misma ofrece a las conjeturas que subjetiva e intersubjetivamente elaboramos los seres humanos. Exploración significa investigación: este el rasgo característico del conocimiento científico.
Los tres tipos de conocimiento que se han delineado poseen su propia complejidad; tienen, además, su propia relevancia para la supervivencia humana. Pero no son los únicos tipos de conocimiento: los seres humanos, con nuestra subjetividad y nuestras relaciones intersubjetivas –que no son ajenas a la realidad—, podemos elaborar conocimientos que nos indiquen qué hacer (los pasos a seguir) en una situación determinada que nos desafía como amenaza o como un obstáculo para alcanzar una meta o propósito importante para nuestra vida. Se trata de un conocimiento práctico o procedimental; es el conocimiento (no científico ni filosófico) que está en el origen de las invenciones tecnológicas.
En este tipo de conocimiento (y de los saberes prácticos-procedimentales) lo importante es la solución de un problema –cazar más eficazmente una presa, eliminar una molestia corporal, usar una plataforma educativa virtual— no su explicación (ciencia) ni la definición de sus componentes esenciales (filosofía). En este tipo de conocimiento lo que importan son los resultados, los cuales se suelen asegurar siguiendo una receta (una técnica), es decir, un procedimiento que dicta los pasos a seguir para usar correctamente un instrumento o un aparato tecnológico.
Y, por último, se tiene el conocimiento que elabora normas para el comportamiento y las prácticas humanas “deseables”, esto es, orientadas por un “deber ser”. El conocimiento procedimental gobierna en el plano de lo fáctico; el conocimiento normativo gobierna en el plano de lo ideal. Así, desde tiempos inmemoriales los humanos hemos inventado normas que sirvan de parámetro para evaluar (juzgar y valorar) las conductas y comportamientos fácticos. Se trata de las normas morales-jurídicas, plasmadas en textos como el Código de Hammurabi (1795-1750 a.C.), que “ejemplifica la ley de justicia retributiva conocida como Lex Talionis, definida por el concepto ‘ojo por ojo y diente por diente’”[v].
IV
Decimos normas “morales-jurídicas” porque en la época del Código Hammubi las exigencias morales –obrar con justicia y rectamente— eran de obligatorio cumplimiento, el cual estaba asegurado por una autoridad externa a los individuos. Fue hasta tiempos recientes –con la “invención de la autonomía[vi]”—que el ámbito de la moral se separó (aunque no de manera absoluta) del ámbito de lo jurídico. Cuando esto sucedió –después del Renacimiento—, lo moral pasó a ser una atribución de los individuos (el terreno de los comportamientos y opciones libres reguladas y orientadas por un “deber ser”) y lo jurídico, una atribución del Estado. Las normas morales y las normas jurídicas, sin dejar de relacionarse, siguieron sus propios caminos. En la época moderna (que se inagura con el Renacimiento y se consolida con la Ilustración) se entendió que hacerse cargo de unas determinadas normas morales era un asunto de libre elección individual; con ellas, los individuos orientarían su propia conducta moral. Y, desde ellas, los demás los juzgarían moralmente.
Por otro lado, también se entendió que las normas jurídicas (y los comportamientos exigidos por ellas) no era una elección libre, sino obligatoria. Es decir, el legado de la Ilustración –de la cual fue un vocero el filósofo Immanuel Kant[vii]— es que la moral (es decir, el comportamiento orientado por normas morales) descansa en una obligatoriedad asumida libremente (nadie puede ser obligado a ser bueno o recto si no lo elige), mientras que lo jurídico (los comportamientos regulados por normas jurídicas) descansa en una obligatoriedad impuesta desde fuera, por una instancia que está por encima de los individuos: el Estado (todos los miembros de una sociedad regida jurídicamente están obligados, les guste o no, a someterse a sus normas jurídicas).
V
Centremos la atención en lo moral: es el ámbito de los comportamientos orientados, valorados y juzgados por normas que apuntan a un “deber ser” según criterios de justicia, verdad y bondad. ¿Y la ética qué papel juega en todo estos? Pues bien, desde la filosofía clásica griega, en especial en la formulación de Aristóteles, se entendió que la ética era un tipo especial de conocimiento filosófico que se ocupaba, precisamente, del estudio de la moral: la naturaleza de los comportamientos morales, los valores morales, la justicia, la verdad y el bien, entre otros temas y asuntos morales. Quizá hasta la década de 1980 no era difícil entender esa diferencia, de tal suerte que los contenidos de un curso de ética (o de filosofía moral) no tenían como finalidad moralizar a los estudiantes (o enseñarles normas morales), sino conocer lo moral y sus características. No había confusión (y si se daba, era fácil aclarar las cosas) entre ética y moral.
Décadas después, la palabra “moral” se identificó con la palabra “ética” y ello fue en detrimento del conocimiento (filosófico) de la moral: los cursos de ética se vieron (y son vistos en distintos lugares) como formación moral, es decir, como una oportunidad de dotar a los estudiantes de determinados valores y normas morales. Aunque pocas personas se preocupan por la distinción entre ética y moral, es necesario apuntar, cada vez que se puede, la diferencia entre una y otra. Y también no perder de vista que cuando muchas personas hablan de “ética” en alguna actividad humana (por ejemplo, cuando dicen “ética de la profesión médica” o “ética en los negocios”) de lo que hablan es de moral, esto, es de los comportamientos morales que “deberían” ser los propios de quienes realizan la actividad en cuestión.
Por conveniencia, dado lo generalizado que está el uso de la palabra ética para referirse a la moral, aquí se prefiere la expresión “ético-moral”, en referencia al ámbito moral (al ámbito de los comportamientos humanos orientados por normas morales y que pueden ser juzgados moralmente), en lugar de sólo la palabra “ética”, que se reserva (así sola) para el conocimiento filosófico de la moral. Así pues, ese es el sentido de la expresión tal como aparece en el título de estas notas: “El conocimiento y lo ético-moral: una relación compleja”.
Y, entre otras interrogantes, una que es inevitable es la siguiente: ¿pueden ser objeto de valoración ético-moral las actividades, las prácticas y los comportamientos involucrados en el conocimiento humano? La respuesta es afirmativa; de hecho, el hacer y el quehacer en distintas esferas del conocimiento ha generado marcos normativos y exigencias morales desde épocas antiguas. En la época moderna y contemporánea esta presencia de lo ético-moral en distintos campos de conocimiento tiene una fuerza particular, tal como lo atestiguan disciplinas filosóficas como la bioética[viii] y la neuroética[ix]. Por supuesto que esa presencia de lo ético-moral es distinta según los diferentes tipos de conocimiento y según los diferentes aspectos involucrados en los mismos.
VI
De modo general, se pueden distinguir dos grandes focos de atención y preocupación ético moral en el mundo del conocimiento. El primero tiene que ver con actividades (comportamientos y prácticas) que son intrínsecas a la elaboración-creación de conocimiento. En filosofía –comenzando con los griegos en el siglo IV y V a.C.— se ha cultivado una reflexión permanente sobre las obligaciones-responsabilidades ético-morales que competen a quienes crean conocimiento y que deben ser cumplidas en el proceso de creación: la búsqueda de la Verdad, la honestidad intelectual (en el uso de información, datos y fuentes), la actitud crítica ante las propias ideas y las ideas heredadas, el rechazo a la autosuficiencia, el rigor argumentativo y el respeto a las reglas de la lógica, entre otros componentes valorativos. Sócrates –con su postulado de que el verdadero sabio es aquel que sabe lo ignorante que es— marcó fuertemente esta visión ético-moral.
Desde la filosofía, estas exigencias ético-morales trascendieron hacia las ciencias naturales y sociales; y en el campo científico se añadieron, poco a poco, otros componentes que se han convertido en criterios de valoración (ético-moral) en el quehacer científico, como, por el ejemplo, el rechazo del plagio, el apego a los datos tomados de la realidad y su interpretación correcta, la parsimonia explicativa, la repetición de pruebas, la revisión crítica de los propios resultados y los de los colegas, lo que se puede y no se puede hacer con objetos de estudio (experimental o no) cuando se trata de seres vivos no humanos y humanos, entre otros. Se trata de criterios intrínsecos a la creación del conocimiento científico; y muchos de estos aspectos atañen a los procesos de investigación propiamente dichos.
Pero, y este es el segundo foco de atención de las preocupaciones ético-morales, el conocimiento científico también tiene consecuencias sociales, culturales, medioambientales, económicas y políticas. Muchas de esas consecuencias tienen que ver con la aplicación directa (mediada por la tecnología) de esos conocimientos. Otras consecuencias son más indirectas, y tienen que ver en muchos casos con las repercusiones sociales o políticas de lo que hacen o dicen los científicos. Y esas consecuencias, directas o indirectas, han sido y son objeto de valoración ético-moral.
Por cierto, las consecuencias sociales del conocimiento no científico fueron meditadas en la Grecia clásica por Hipócrates (460-375 a.C.), quien entendió que el saber médico (un saber práctico) afecta la vida de las personas y, por ello, debe estar guiado por principios que aseguren su felicidad y bienestar. “Hipócrates coincide con los principios éticos de Sócrates. Considera dos principios éticos que se aplican a la Medina: 1) hacer el Bien o Bonuus Facere y 2) no hacer daño o Primum non nocere. La ética médica clásica establece criterios para la relación entre paciente y médico, ‘lo que es mejor’ para el paciente (principio de beneficencia) y el conjunto de virtudes que debe reunir el buen médico, la téchneo ars medica, habilidades para evitar hacer daño (principio de no maleficencia)”[x].
Por su parte, los filósofos griegos clásicos fueron los primeros en darse cuenta de que el conocimiento teórico (que el caso de la filosofía) tiene implicaciones que van más allá del propio ejercicio filosófico: impacta en la polis, influye en la juventud, desafía (o legitima) a quienes tienen el poder. Esas implicaciones (esas consecuencias) deben ser valoradas y juzgadas ética-moralmente. Deberían estar orientadas por la búsqueda de la justicia y el bien común; deberían estar encaminadas a que la juventud adquiera una visión crítica de su realidad; deberían contribuir a que la sociedad salga de la modorra acomodaticia y conformista en que se instala cuando sus integrantes (o una mayoría) confunde la realidad con unas ficciones de ella. Esos “debería” (y otros) son los que marcaron las pautas ético-morales del pensamiento griego; fueron heredados por la filosofía posterior, siendo muy evidente esta herencia en la tradición marxista y en la tradición de la Escuela de Frankfurt.
Los científicos sociales –primero en la economía, luego en la sociología y posteriormente en la historia, en la antropología, en la psicología y en la ciencia política— se hicieron cargo de las obligaciones y responsabilidades ético-morales que se desprendían de su propio quehacer científico. El compromiso ético-moral de cara las consecuencias de los logros científicos –en especial en áreas como la sociología, la política o la psicología— se vinculó de manera estrecha con el quehacer propiamente teórico e investigativo (sometido a sus particulares exigencias ético-morales) a tal grado que, en algunos autores (cabe pensar en Marx), llegó a ser dominante en sus análisis y explicaciones sociológicas o económicas[xi].
VII
Por último, en las ciencias naturales, a partir de la primera mitad del siglo XX, se hizo presente con singular fuerza el debate ético moral acerca de las consecuencias derivadas de la aplicación militar de conocimientos desde la física nuclear. Los ensayos nucleares, primero y después el uso de bombas nucleares sobre Japón hicieron sonar las alarmas ético-morales sobre las consecuencias (y la responsabilidad de los científicos) en la utilización de las ciencias físicas con fines destructivos. Una de las voces morales fuertes, al respecto, fue la de Albert Einstein (1879-1955). Desde el siglo anterior –con la Revolución Industrial—, la tecnología había comenzado a encauzar determinados conocimientos científicos (desde la química y la física) hacia la esfera económica; en el siglo siguiente, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se puso en marcha un proceso de integración entre ciencia y tecnología que se volvió indetenible.
Esa imbricación no sólo se traduce en una aplicación inmediata de distintos logros científicos –en la salud, la alimentación, la economía, el transporte, las comunicaciones, la seguridad pública y privada, y la industria militar, entre otros—, sino en la transferencia hacia esos ámbitos de tecnologías (técnicas y procedimientos) usadas en laboratorios científicos. En disciplinas como la biología molecular y la genética estas aplicaciones constituyen un tema central en el debate ético-moral actual. De hecho, en el caso de la edición génica, el libro de Jennifer Doudna y Samuel H. Sternberg Una grieta en la creación. CRISPR, la edición génica y el increíble poder de controlar la evolución (Madrid, Alianza, 2020)abunda en los asuntos ético-morales implicados en intervenciones orientadas a alterar el genoma humano. Preocupaciones semejantes son las de Francisco J. Ayala en su libro ¿Clonar humanos? Ingeniería genética y futuro de la humanidad (Madrid, Alianza, 2017).
En los casos que se mencionan, el debate ético-moral tiene que ver con las aplicaciones prácticas en el ámbito de la medicina (e incluso de la estética corporal) de conocimientos (y procedimientos) emanados de campos científicos específicos. En otros campos –por ejemplo, en la física, la química, la astronomía o la astrobiología— las aplicaciones prácticas de sus conocimientos tienen otras implicaciones ético-morales. Es decir, las exigencias y responsabilidades ético-morales involucradas en la aplicación práctica de conocimientos y procedimientos científicos fuera de los laboratorios (en cuerpos humanos y no humanos; en la economía, las comunicaciones y el transporte; en océanos, en la superficie de la tierra o en planetas exteriores) son distintas en cada área de la ciencia. No se pueden extrapolar las exigencias, responsabilidades y normativas ético-morales de un ámbito a otro, puesto que con ello se pierde lo específico de cada uno de ellos.
También es necesario distinguir entre los aspectos ético-morales involucrados en las aplicaciones prácticas (fuera de los laboratorios o de los institutos de investigación) de conocimientos y procedimientos científicos y los aspectos ético-morales involucrados en el quehacer investigativo como tal, es decir, dentro de los laboratorios o de los institutos de investigación. En sentido estricto, cuando se habla de “ética en la investigación científica” lo que se destaca son las exigencias y responsabilidades ético-morales que deben ser atendidas por un investigador o un equipo de investigadores en su quehacer investigativo (búsqueda de la verdad, honestidad intelectual, corroboración y uso adecuado de los datos empíricos, no plagio, respeto a la autoría de otros, etc.).
Estas exigencias y responsabilidades ético-morales son distintas –como ya se dijo— de las que emanan de las aplicaciones prácticas de conocimientos científicos (en la medicina, el deporte, la economía, el medio ambiente o las comunicaciones), las cuales no siempre cuentan con la participación de científicos; y, si lo hacen, es con la compañía de técnicos, ingenieros, contratistas, asesores empresariales y financistas. Por ser esto así, los científicos involucrados en estas actividades pueden ser juzgados moralmente (es decir, tienen una responsabilidad ético-moral), pero también deben serlo todos los que participan de ellas, según el grado o nivel en el que lo hacen.
En fin, la relación entre el conocimiento científico y sus aplicaciones, y lo ético-moral es algo complejo. Los distintos campos de la ciencia (campos que se diversifican con la aparición de nuevas disciplinas) dan lugar aplicaciones, mediadas por tecnologías cada vez más sofisticadas, que tienen consecuencias queridas y no queridas en la sociedad, el medio ambiente, la política y la economía. Esas consecuencias deben ser juzgadas moralmente. Sus responsables deben estar sometidos al tribunal de lo ético-moral, comenzando con la conciencia de su propia responsabilidad. Y esto, sin perder de vista que el quehacer investigativo (la creación de conocimientos científicos) posee sus propias exigencias ético-morales.
San Salvador, 20 de mayo de 2022
Referencias bibliográficas
[i] Sobre algunos de esos autores he escrito de manera sistemática. He aquí los ensayos y artículos en los que tratado sus planteamientos: “Lo ético-moral en Demócrito” (Insurgencia Magisterial, https://insurgenciamagisterial.com/lo-etico-moral-en-democrito/); “Aproximación a la filosofía de Hegel” (Revista Realidad, https://www.lamjol.info/index.php/REALIDAD/article/view/4059); “Acerca del problema de Dios en Hegel” (Revista Realidad, https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/2022); “Los fundamentos de la filosofía idealista alemana: Kant, Fichte, Schelling” (Revista Realidad, https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/2044); “El concepto de praxis en Marx: la unidad de ética y ciencia” (Revista Realidad, https://www.camjol.info/index.php/REALIDAD/article/view/5344); “Aproximación a las ideas políticas y éticas de Karl Popper” (Revista Teoría y Praxis, https://www.lamjol.info/index.php/TyP/article/view/6351).
[ii] Cfr., Bermúdez de Castro, José María, Dioses y mendigos. La gran odisea de la evolución humana. Barcelona, Crítica, 2021.
[iii] Cfr. Harris, Paul L. El funcionamiento de la imaginación. México, FCE, 2005.
[iv] En la línea que, por ejemplo, sugiere Mario Vargas Llosa, quien ve la creación literaria como una invención de mentiras que se creen o se presentan como “verdades”. Cfr. González, Luis Armando, “Onetti visto por Vargas Llosa”, en Las ideas y el poder en América Latina. San Salvador, UFG, 2013, pp. 99-103.
[v] Mark, Joshua J., “El Código de Hammurabi”. https://www.worldhistory.org/trans/es/1-19882/el-codigo-de-hammurabi/
[vi] Schneewind, Jerome B., La invención de la autonomía. Una historia de la filosofía moral moderna. México, FCE, 2009.
[vii] Kant, I. “¿Qué es la Ilustración?”. http://users.df.uba.ar/solari/Docencia/Complejos/kant1.pdf
[viii] Cfr. Blázquez, Niceto. Bioética fundamental. Madrid, BAC, 1996.
[ix] Para una aproximación a los planteamientos de la neuroética, Cfr, Vidal, Fernando y Ortega, Francisco, ¿Somos nuestro cerebro? La construcción del sujeto cerebral. Madrid, Alianza, 2021, pp. 98-103.
[x] Félix, Omar; et al., “Hipócrates de Cos, Padre de la Medicina y de la Ética Médica”. http://www.scielo.org.bo/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1652-67762014000100008&lng=es&nrm=iso#:~:text=Hip%C3%B3crates%20coincide%20con%20los%20principios,da%C3%B1o%20o%20Primum%20non%20nocere.
[xi] Cfr. González, Luis Armando, “El concepto de praxis en Marx: la unidad de ética y ciencia” (Revista Realidad, https://www.camjol.info/index.php/REALIDAD/article/view/5344).
[i] La imagen ha sido tomada de: https://kapy83.wordpress.com/2014/06/12/etica-cientifica-2/