Por: Luis Armando González. 23/06/2020
Dedico estas líneas a mis
colegas profesores –hombres y
mujeres—, por seguir el camino de
la inteligente penetración.
Lo siglos VI y V a. de C. vieron nacer, en la Grecia antigua, una tradición de pensamiento destinada a influir de manera decisiva en los marcos de reflexión y de acercamiento a la realidad natural y humana que se fraguarían en lo sucesivo y que terminarían siendo los vigentes en el mundo actual, específicamente en quienes profesan una visión secular, laica, humanista, crítica y científica de la realidad. Los creadores de esa tradición reciben el nombre colectivo de “presocráticos”, no tanto por ser anteriores cronológicamente a Sócrates –aunque algunos lo fueron— sino por las preocupaciones filosóficas que orientaron sus esfuerzos intelectuales.
Su mirada estaba dirigida principalmente a la naturaleza, razón por la cual fueron llamados “naturalistas” y, asimismo, los escritos suyos –fragmentarios— que se conservan fueron adscritos, por autores inmediatamente posteriores, a libros que llevaban por título el siguiente “Acerca de la naturaleza”. He aquí los nombres de los naturalistas griegos de los cuales no sólo se conservan fragmentos, poco o bastante extensos, sino cuyas intuiciones, enfoques, impulso intelectual y preocupaciones llegaron para quedarse con nosotros: Tales, Anaximandro y Anaxímenes (los tres de Mileto), Pitágoras y Meliso (ambos de Samos), Alcmeón de Crotona, Jenófanes de Colofón, Heráclito de Éfeso, Parménides y Zenón (ambos de Elea), Empédocles de Acragante, Anaxágoras de Clazómenas, Diógenes de Apolonia, Leucipo (de Mileto o de Elea) y Demócrito de Abdera.
Se trata, con estos pensadores, de verdaderos pioneros. Con pocos recursos técnicos, pero con mucha inteligencia, imaginación y creatividad, hicieron suya la tradición vigente –la de Homero y la de Hesíodo— y la sometieron a una crítica en aspectos esenciales, y que revelaron posteriormente no sólo una extraordinaria potencialidad analítica e investigativa, sino una nueva forma de entender la realidad y las capacidades intelectivas del ser humano. Nos pusieron en el camino para hurgar en los secretos de la naturaleza sin apelar a fuerzas o intervenciones divinas; nos revelaron la necesidad y capacidades de la razón –una razón lógica— para emprender esa tarea de exploración de lo real; y nos hicieron ver que esa exploración nunca termina, que siempre es aproximada, que está caracterizada por las conjeturas más que por la posesión de la verdad definitiva, a la cual ningún ser humano puede acceder. Tal fue, para el caso, la enseñanza imperecedera de Parménides.
Por eso y por otras contribuciones a la cultura crítica, humanista y secular, los presocráticos son los contemporáneos de quienes –hombres y mujeres— estamos comprometidos con el conocimiento científico, el laicismo, la secularización, el humanismo y la democracia republicana. Somos, lo sepamos o no, continuadores de esos pioneros, verdaderos héroes intelectuales de la humanidad. Y si Heráclito –que tenía fama de oscuro y de melancólico— se topara con alguien que, en la actualidad, dedica un buen tiempo de su vida a pensar sobre la realidad, seguramente le diría: “mucha necesidad tienen los filósofos de indagar muchas cosas”, [pero yo] “las cosas cuyo aprendizaje es vista y oído, estas son las que prefiero”(1).
Cada uno de estos autores contribuyó con una pieza básica –un ladrillo o varios— en la creación de los fundamentos de un ejercicio intelectual que ha tenido y tiene como propósito el examen de los factores que, intrínsecamente, hacen que la naturaleza sea como es, con sus cambios incesantes y sus procesos de estructuración y desintegración. Abrieron la senda que permitió a los seres humanos decir adiós a la magia y a las intervenciones divinas en el devenir de la realidad natural y social, para poder iniciar así la búsqueda de explicaciones causales, funcionales y relacionales que cristalizaron en uno de los mayores logros de la humanidad, cuando no el mayor: el conocimiento científico. Al decir esto, de entre todos los presocráticos, inmediatamente viene a la mente Demócrito de Abdera (nacido hacia el 460 a. de C.) en quien prácticamente todos los químicos y los físicos modernos y contemporáneos reconocen a un antecesor indiscutido, debido a su concepción de las átomos como algo indivisible e indestructible y de la estructura atómica de la realidad.
Lo que poco se menciona, cuando se trata de Demócrito, son sus planteamientos ético-morales(2) los cuales incluso son más actuales que su formulación sobre los átomos, su forma, movimiento y ensamblaje. Y es que el filósofo de Abdera formula ideas, valores e imperativos que revelan un conocimiento certero de la naturaleza humana, con sus defectos y virtudes. En la que puede ser considerada la base de su ética, establece las consecuencias que se siguen de tener buen juicio: “Tritogenia [un epíteto de Atenea]: sabiduría; y es que son tres las consecuencias que se derivan de tener buen juicio: calcular bien, hablar bien y actuar como es debido”. Lo cual quiere decir que no tener buen juicio trae aparejado no calcular bien, hablar mal y actuar indebidamente. Esta fórmula se desgrana en enunciados que apuntan unos al buen juicio, otros al mal juicio, lo mismo que a acciones debidas e indebidas y a los criterios de un “bien hablar” basado en la razón y el conocimiento.
Así, dice que “es hermoso evitar que se cometa injusticia, pero si no, también lo es no ser cómplice de la injusticia”; que “es preciso, o bien ser bueno, o bien imitar al que lo es”; que “ni en el cuerpo ni en las riquezas hallan los hombres su felicidad, sino en la integridad y la cordura”; que “no por miedo, sino porque es debido, hay que apartarse de los yerros; que “el cambio de opinión en las acciones vergonzosas es la salvación de la vida”; que “se debe ser veraz, no charlatán”; y que “el que agravia es más infeliz que el agraviado”.
Griego al fin al cabo, opina que “lo adecuado es ceder ante la ley, ante el gobernante y ante el más sabio”, pero también tiene claro que “es duro verse gobernado por un inferior” ya que “más les vale a los insensatos ser mandados que mandar”. Los insensatos, junto con los charlatanes, los arrogantes, los malvados, los envidiosos y los aduladores de los necios son un peligro para la vida justa: “el que discute y charlatanea mucho es naturalmente incapaz para el aprendizaje de los que debido”; “es arrogancia hablar de todo y no querer oir nada”; “debemos vigilar al malvado, no sea que aproveche la ocasión”; “el envidioso se aflije a sí mismo como a un enemigo”; y “gran daño hacen a los necios quienes los elogian”. No
se tiene que perder de vista, sin embargo, que “malo no es el que comete injusticia, sino el que quiere hacerlo”.
Tampoco se debe perder de vista que lo yerros humanos tienen una causa: “la causa de un yerro es el desconocimiento de lo mejor”. Y también que la corrección moral está en manos de quien se equivoca: “el que comete acciones vergonzosas debe avergonzarse primero de sí mismo”, como primer paso. Siguen otros, por ejemplo: darse cuenta que “fama y riqueza no son bienes sólidos”, que “conseguir bienes no es inútil, pero hacerlo a costa de injusticia es peor que cualquier otra cosa”, que “es penoso imitar a los malos y no querer hacerlo con los buenos”, que “es indecente que por meterse en asuntos ajenos se ignoren los propios” y que “la continua vacilación deja las empresas sin terminar”.
El desconocimiento de lo mejor –como se dijo— está en la raíz de los yerros morales humanos. Ese desconocimiento puede ser atemperado por el esfuerzo, pero nunca eliminado del todo, ya que “en realidad nada sabemos, pues la verdad se halla en lo profundo”. Con todo, esa limitación no es óbice para que el ejercicio de la “inteligente penetración” guíe a los seres humanos en su búsqueda del bien, sin nacesidad de apelar exclusivamente a la suerte.
“Los hombres –dice el filósofo de Abdera— han modelado la imagen de la suerte como excusa para su propia reflexión. Rara vez, en efecto, la suerte está reñida con la inteligencia. Por el contrario, la mayor parte de las cosas de la vida las lleva por buen camino una inteligente penetración”.
Es la inteligencia la que permite a los seres humanos llevar su vida por el camino del bien, a sabiendas de que ese camino es incierto, por la misma naturaleza incierta del ser humano. El ejercicio activo de la “inteligente penetración” permite a hombres y mujeres conocerse a sí mismos en sus limitaciones y potencialidades cognostivas y morales. “No anheles conocerlo todo –dice el filósofo—, no sea que te vuelvas ignorante de todo”. Quienes saben que no lo conocen todo –ni pueden— entienden que “lo que hace falta es decir la verdad, no hablar de más”. En cuanto a la política –que busca el bien de la ciudad— “es preciso aprender el arte de la política, que es la más importante, y arrostrar los esfuerzos de los que resultan las grandezas y prestigios para los hombres”. Esas grandezas y prestigios se consiguen cuando el gobernante establece la “concordia” en las ciudades; cuando se erradican las “luchas intestinas” que “son un mal para uno y otro bando”; y cuando se hace justicia, es decir, cuando se hace “lo que es debido”. En síntesis:
“Para los asuntos de la ciudad es preciso tomarse en interés mayor que por todo lo demás para que esté bien encaminada, sin que uno porfíe más de lo conveniente ni se arrogue un poder para sí mayor del que es útil a la comunidad. Y es que una ciudad bien encaminada comporta el máximo bienestar y en ella se encuentra todo: y si ella subsiste, todo subsiste; pero si se arruina, todo se se arruina”.
De ese tenor son las ideas ético-morales de Demócrito. Las seleccionadas en este este texto ilustran claramente lo inseparables que son para este autor la dimesión personal y la dimensión política. Las personas de buen juicio son las tienen derecho de ciudadanía plena, y son las que pueden generar concordia no discordia, paz y no guerra. Ese buen juicio debe ser un atributo moral de gobernantes y gobernados, protegidos ambos, por la inteligencia, de la injusticia y la ensensatez. Vacunados también de la proclividad a la alabanza y condena de lo que no se debe, lo cual es propio de los seres bajos, por aquello de que “es fácil alabar y censurar lo que uno no debe, pero ambas cosas son propias de un modo de ser rastrero”. Sin duda alguna, las formulaciones de Demócrito resuenan tan frescas como en aquellos lejanos siglos V y IV (a. de C.) en que resonaron por primera vez. Las sociedades actuales siguen necesitadas de personas de buen juicio, o sea, con capacidad de discernimiento, razonables, conscientes de sus imperfecciones, limitaciones y falibilidad, pero dispuestas a ejercitar una “inteligente penetración” en todo aquello que afecta la vida de sus semejantes.
Notas
(1) Heráclito de Éfeso, En A. Bernabé (Ed.), Fragmentos presocráticos. Madrid, Abada Editores, 2019. Todas las citas de autores presocráticos están tomadas de esta edición.
(2) En una formulación clásica y académica, la ética es la disciplina filosófica que se ocupa del estudio de la moral. En el lenguaje común, lo palabra “ética” se usa para referirse a fenómenos morales, tal como aquí la usamos, pero junto a la palabra “moral” para mantener vivo este término. El título de este texto también junta ambas palabras, aunque lo correcto era ponerle “Lo moral en Demócrito”.
Fotografía: Epítome clásico.