Por: Daniel Seijo. Nueva Revolución. 24/10/2018
“En nuestra cultura se enseña a los hombres que la masculinidad exige una falta de sentimiento. Ellos están condicionados a funcionar de una manera militarizada, a desconectarse de sus emociones e ignorar los mensajes de sus cuerpos, a negar las molestias físicas, el dolor y el miedo para poder luchar y conquistar con mayor eficacia. Esto se aplica tanto si la conquista es en el campo de batalla, en el dormitorio o en la oficina”.
Starhawk
“Nadie lo reconoce, pero la práctica militante del feminismo de estos últimos cuarenta años, en sus múltiples manifestaciones, lo ha cambiado todo. Incluso a aquellas mujeres que dicen que el feminismo no les interesa.”
Virginie Despentes
#Metoo, #8M, las kellys…, sin duda alguna, durante este último año, han sido muchos y muy diversos los movimientos que en una comunidad global -profundamente patriarcal– han revolucionado nuestra forma de pensar de cara a poner sobre la mesa del debate social los derechos de las mujeres. Un conjunto interconectado de naciones que en el mejor de los casos –aquel que se dibuja principalmente en los estados occidentales– ha venido mantenido durante siglos a la mujer en una situación de “relajada” sumisión frente al hombre, mientras que en en el peor de los mismos –situación esta ampliamente difuminada por el globo– ha observado con dilatada pasividad, como más de la mitad de la población mundial vivía sometida y abrumada por normas y tradiciones pertenecientes a otro siglo, a una época pasada y a una arcaica concepción de la mujer como un mero apéndice del hombre. Afortunadamente, pocos serán los que a estas alturas del conflicto se atrevan abiertamente a negar la vital importancia del feminismo como contrastado motor de cambio social, un movimiento ampliamente adoptado por diversas comunidades a lo largo y ancho de nuestro planeta, que ha logrado abrir vías de empoderación en puntos en donde muchos gobiernos ni tan siquiera identificaban claramente una disfunción social grave. Hablamos aquí de las mujeres brasileñas plantando cara a un candidato misógino, las compañeras argentinas exigiendo un aborto libre y gratuito, el grito de millones de mujeres indias pidiendo respeto por sus vidas, las miles de mujeres españolas enfrentando abiertamente la impunidad de una justicia machista o el resurgir político del feminismo como sujeto vital en los acontecimientos sociales de Estados Unidos. Cuando hablamos de feminismo, hablamos de compromiso, lucha y emancipación.
Ya nadie, excepto los más descerebrados –por supuesto entre ellos el presidente de los Estados Unidos, partidos como VOX o sociedades como la saudita– se atrevería a menospreciar o ridiculizar abiertamente a una mujer que hoy enarbole su condición de feminista en su puesto de trabajo, en su casa o entre sus amistades. La lucha por los derechos de las mujeres ha dejado de estar acompañada por cómicos retratos de pelos en las axilas y señas de debilidad familiar o trastorno mental, para diluirse lenta e inexorablemente en la sangre del conjunto de mujeres y hombres de nuestro planeta. Hoy el feminismo ocupa un lugar preferente en la lucha social gracias al arrojo y valor de miles de pequeñas luchas en barrios, empresas y hogares. El terrorismo machista, las violaciones grupales, los asesinatos o la precarización laboral de la mujer han sido auténticas lacras que han favorecido la organización de un frente común hasta ahora desconocido a nivel global. A la espera de un frente amplio de la causa feminista –excepto la cuestión de clase no se me ocurriría un escenario más favorable para una causa internacionalista– y con el objetivo en el horizonte de mayores conquistas reales, no podemos dudar de la capacidad de la lucha feminista para hacerse finalmente con el manejo del discurso. Hoy, al igual que sucedió con el racismo, el machismo comienza a ser visto en nuestras sociedades como una disfunción social a la que combatir abiertamente. El sujeto machista, pero también la superestructura del patriarcado que todavía lo protege, comienza a sufrir en sus propias carnes la condena social, un paso que sin duda resulta vital para su erradicación.
Y mientras la revolución feminista tenía lugar en nuestras sociedades, el conjunto masculino, que sin duda debería suponer un actor clave en todo este proceso, en su mayor parte ha permanecido paralizado ante la descomposición vital de sus cimientos que suponía este movimiento organizado. Llegados a este punto, no debemos confundir ciertos conceptos básicos –pero habitualmente utilizados para engatusar y embaucar por quienes en este mundo siempre parecen defender la prevalencia del statu quo de las cosas– el feminismo no busca la erradicación del hombre, ni su sumisión a la mujer, ni tan siquiera busca venganza ante las cientos de miles de asesinadas o maltratadas por sus parejas. El feminismo únicamente busca la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. No obstante, como en cualquier movimiento revolucionario y emancipatorio, existirán actores perjudicados, habitualmente quienes hasta ese momento han ejercido un abuso de poder o han concentrado excesivos privilegios por su condición. En este caso, nosotros, los hombres.
Resulta curioso encontrarse con voces masculinas fuertemente reaccionarias frente al avance del feminismo, mientras en otros campos políticos y sociales defienden abiertamente posiciones progresistas o incluso radicalmente revolucionarias. Resulta sorprendente la facilidad con la que el papel de opresor nos hace ciegos ante las injusticias que cometemos. Como el privilegio adscrito resulta infinitamente más complejo de erradicar que el adquirido. Por ello, querido lector, hoy vengo a reflexionar sobre la vital necesidad de un resurgir de la masculinidad, un proceso radical e irreversible de educación colectiva que elimine de nuestras instituciones y círculos sociales todo aquello que hemos interiorizado como propio de la masculinidad.
Los hombres lloran –todos lo hacemos-, nos miramos al espejo antes de salir de casa para sentirnos bien, cotilleamos, nos parten el corazón, nos ilusionamos con una mirada, no siempre nos apetece tener sexo, nos gusta sentirnos apoyados cuando todo se va a la mierda, no estamos seguros de nuestras decisiones, los tíos que están todo el puto día alardeando de sus ligues nos parecen unos gilipollas, a veces nos gusta tirarnos en el sofá a ver pelis malas en lugar de emborracharnos con nuestros amigos, nos jo** tener que cambiar la rueda del coche, odiamos los deportes de motor y exactamente todo lo contrario… No existe un modelo de masculinidad que debamos seguir, un hombre no tiene que perseguir cualquier falda que se cruce en la calle, sobra decir que un bofetón nunca es una señal de hombría y tratar como una mierda a las mujeres desde todos los puntos de vista te hace ser un mierda, nunca una especie de gigoló moderno por mucho que te lo hayan dicho tus colegas del gimnasio.
Resulta vital que, como sociedad, reflexionemos seriamente acerca de cuales son los modelos masculinos con los que nuestros jóvenes crecen: series de televisión, videojuegos, modelos de ocio, anuncios…, miles de estímulos destinados a marcar una clara línea divisoria entre los atributos psíquicos y sociales del hombre y la mujer. Un modelo de socialización cerrado que sin duda resulta necesario superar de cara a derribar una estructura social reaccionaria como el patriarcado. La deconstrucción de la masculinidad como modelo antagónico de lo femenino supone un primer paso –pese a las obvias reticencias del los sectores más retrógrados y reaccionarios– de cara a lograr alcanzar la libertad individual a la hora de formar nuestra propia conciencia como individuos. Únicamente más allá de las constricciones sociales del género y las superestructuras surgidas de ese modelo, podremos encontrar un futuro en donde hombres y mujeres alcancen una igualdad real. Solo de ese modo podremos alcanzar un cambio social irreversible en este sentido.
El feminismo, como movimiento político y social, ha supuesto claramente la toma de conciencia del colectivo de mujeres acerca de la opresión y explotación de que son objeto por parte de los varones en el seno del patriarcado. Por tanto, de cara a disfrutar de una sociedad justa y paritaria, resulta vital e ineludible la pronta toma de conciencia del colectivo de hombres acerca de sus privilegios sociales y la clara opresión que el disfrute de estos arroja sobre el conjunto de mujeres. Conllevando a su vez esta clara situación de privilegio masculino –dentro del sistema patriarcal– una restricción de cara al libre desarrollo como individuos de los hombres. Hoy, ningún hombre debe considerarse digno defensor de una causa social justa, mientras no reflexione profundamente acerca de la lucha del feminismo y el duro golpe que esta supone a la tradicional construcción de su propia masculinidad. No se trata por tanto de poner de modo alguno al hombre de nuevo en el centro del debate, sino más bien de aprovechar el firme desarrollo de la justicia en la concepción del movimiento feminista, para lograr con su impulso la emancipación de una superestructura como el patriarcado, a todas luces incompatible con la construcción de una sociedad mejor. No debemos por tanto como hombres sentirnos amenazados por el feminismo, no al menos de manera distinta a la amenaza que supuso para nosotros el racionalismo o el comunismo: la amenaza directa de un conocimiento que nos hará libres, que derribara nuestros falsos ídolos dotándonos de la oportunidad, pero también de la responsabilidad de crecer como individuos y como colectivo. En la digna lucha de nuestras compañeras, se encuentra la oportunidad de liberarnos definitivamente de las cadenas del privilegio envenenado del patriarcado.
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Fotografía: Nueva Revolución