Por: Franz Mauro Huanca Bustamante. Iberoamérica Social. 12/11/2017
Se dice de la justicia que ciega esta, pero la justicia también puede ser maldad, porque la manejan hombres que de perfectos nada tienen y que como excusa nada pueden alegar.
Estaba el hombre encerrado entre cuatro paredes. Casi en todo el día el sol ni se asomaba por allí. Tenía que habitar en aquella celda, junto a unas ocho o nueve personas más… y cada uno de ellos tenía su propia historia y sus propios motivos por los que estaban encerrados en aquel lugar.
El hombre había llegado allí hacía más de dos años, y en ese tiempo ya se había adaptado al cotidiano vivir de aquella que más que prisión parecía un lugar de tormentos.
Estaba acusado de haber violado a su hijastra en circunstancias que nunca se pudieron esclarecer, o lo que es peor, circunstancias que nunca fueron desentrañadas y mucho menos tomadas en cuenta como prueba de descargo en un juicio que nunca hubo.
El caso es que por la denuncia y por el manejo de las leyes lo habían detenido y encerrado directamente sin mayores contemplaciones. La ley es la ley y el hombre tuvo que someterse a ella.
La persona que hiciera la denuncia era la madre de la muchacha y en su alegato estaba el defender la dignidad de su hija que había sido mancillada por el padrastro.
Mientras el hombre estaba prisionero en calidad de sospechoso había pasado poco más de seis meses y en ese lapso los abogados se encargaron de ir dilatando la sentencia y las pericias en el caso. En dos audiencias se había presentado la parte acusadora, o sea, la madre de la ofendida, y en ambos encuentros los jueces no llegaron a nada y solo se habían dedicado a perder el tiempo.
Mientras tanto el hombre seguía prisionero y de la madre o la parte acusadora nunca más se había escuchado. Contaban las malas lenguas que de la noche a la mañana había vendido todas sus pertenencias y juntando unos buenos miles de dólares se había lanzado a la clandestinidad.
El tiempo seguía pasando y los abogados de oficio poco hacían en llevar adelante el proceso, mientras el hombre seguía pasando sus días con la esperanza de que la justicia cumpla con su cometido.
Había pasado un año y sin más se venía marcando el segundo. El hombre que al principio tenía las esperanzas llenas, de a poco se había ido soltando de aquellas y ya para ese tiempo no tenía ni la más mínima esperanza de que la justicia se viera venir.
Le había crecido la barba y por la pobreza en la que se cernía casi estaba vestido con andrajos que apenas podía comprar, porque la vida en las cárceles de por aquí es bastante despiadada y dura con los pobres –supongo que como en todo lugar–, las canas le habían bañado la cabeza y aquel hombre fuerte que había entrado ahora estaba convertido en un simple guiñapo invadido por la soledad.
Al principio los parientes como siempre le habían apoyado, pero poco a poco las fuerzas de los apoyos se fueron debilitando y así mismo de a poco estos y sus visitas fueron desapareciendo. Al final ya ninguno de ellos venía, como diciendo que ya no querían saber más de aquel hombre…
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Fotografía: Iberoamérica Social