Por: Héctor Lira. 14/04/2025
Un cuerpo sin deseo es un cuerpo dócil, fácil de gobernar. He ahí el encaje perfecto entre el sistema económico actual y los discursos fascistas
Es inaceptable ver cómo los intelectuales se han vuelto seres pesimistas y aburridos: repetidores del desencanto, copias recicladas del cinismo. Entiendo la decepción; sin embargo, frases hechas como “no es depresión, es capitalismo” –popularizada en la estela de Mark Fisher– hoy en día ya solo aceleran el daño. Siguiendo esa retórica, a estas alturas del juego –o del no juego–, poco importa si el capitalismo produce la depresión o si la depresión reproduce al capitalismo. El problema es mucho más simple: un cuerpo sin deseo es un cuerpo dócil, fácil de gobernar. He ahí el encaje perfecto entre el sistema económico actual y los discursos fascistas.
No es casual que Deleuze y Guattari plantearan la pregunta de por qué las masas pueden llegar a desear aquello que las oprime. Después de todo, el fascismo no avanza por proponer algo nuevo, sino por capitalizar antes que nadie el hartazgo simbólico. Percibe la fatiga físico-cognitiva, el exceso de lenguaje, el deseo agotado, y lo rellena con íconos e ideas funcionales, contadas de forma simplista. No ofrece modelos a seguir, sino formas huecas de poder que producen fascinación más que identificación. Ofrece personajes cerrados, sin grietas; no por ser impenetrables, sino por no tener nada dentro que se pueda vaciar. Es la estetización del malestar en su formato más pobre: el pan y circo del siglo XXI.
Algo se ha erosionado entre cuerpo, lenguaje y poder. En las narrativas contemporáneas, la transformación del deseo en espectáculo –tal como advirtió Guy Debord– deja al sujeto sin anclajes vitales. Desde Aquiles hasta Homelander, los iconos culturales revelan mutaciones profundas: del cuerpo poroso al blindado, del héroe fisurado al dios-láser narcisista, del deseo al dominio. En los relatos populares, el cuerpo del protagonista no es solo músculo o metáfora: es la interfaz donde se escenifican los impulsos, los temores y las represiones de una época. Por eso puede resultar interesante analizar el mundo desde otro lugar mucho menos academicista y más simple: preguntarse qué cuerpos narramos, y por qué.
Antes que los superhombres, hubo héroes frágiles: Aquiles, Ulises, Jasón, Heracles. Hombres que follaban, lloraban, sangraban. Lo hacían a veces con dioses, a veces entre ellos, ya fuera por error, por gloria o por venganza. Eran cuerpos para la batalla, sí, pero también para el goce: cuerpos abiertos al mundo, no blindados contra él, donde la herida era parte del viaje. Cuerpos atravesados por el deseo, por la ley y por el goce. Mientras Aquiles mataba y amaba en un mismo gesto, sostenía el deseo como parte del conflicto. No había contradicción entre potencia y fisura.
Esa matriz fue reemplazada por una figura que marcaría buena parte del siglo XX: Superman. No tenía sombra interna ni grasa abdominal; no sangraba ni sudaba. No era un flan blandengue, sino un Hombre de Acero, hecho de sustancias indeformables. Era más hombre que los hombres, un célibe voluntario. La ley sin deseo. Su potencia debía ser contenida, pura, casi nuclear. Su virginidad no respondía a la moral, sino a una operación simbólica: el deseo lo habría humanizado, pues lo necesitaban perfecto. Superman no encarnaba un conflicto, sino un ideal. Por eso no follaba: su potencia debía permanecer limpia, sin Eros, sin fisuras.
El icono de hoy es rubio, agresivo y psicópata. Homelander. Él sí folla, pero no desea. No porque se reprima, como Superman, sino porque no hay nadie más que él en su mundo interior. Es el goce sin deseo. No busca contacto, sino obediencia. No encarna el deseo colectivo: lo suplanta. Es lo que ocurre cuando el capitalismo ya no reprime el poder, sino que lo produce en serie, lo envasa, lo monetiza. Homelander no es un dios antiguo ni un incel actual: es algo peor. No tiene nada divino ni alienígena, es un producto de laboratorio, creado por el hombre contra el hombre. Es el narcisismo total. Donde Superman se contenía hasta el martirio, Homelander se masturba frente a un skyline desde los rascacielos mientras mira la ciudad. Ya no sostiene el mundo: lo amenaza. Sonríe para la cámara mientras lo hace. Pero no hay un Otro.
Este tránsito simbólico no es menor. Representa el paso de una potencia que dialoga con el límite a otra que se alimenta del vacío. Pero esos cuerpos no existen por sí solos: son narrados, exhibidos, repetidos. Se sostienen porque alguien los nombra, los representa, los desea o los teme. Por eso el lenguaje no es una herramienta, sino un frente de batalla. Las palabras tienen materialidad; pertenecen al mundo de las cosas. No hay fraude sin lenguaje; como advirtió Foucault, el discurso no solo describe la realidad: la produce. Por eso el capitalismo es en sí mismo una estafa (en eso coincidirían tanto marxistas como anarcoliberales). De ahí que el sistema no solo produzca mercancías: produce significantes, empezando por sí mismo.
Y como todo engaño, germina sus propios profetas: algunos psicóticos, como Elon Musk; otros depresivos, como Mark Fisher; otros neuróticos como Zizek y otros catastrofistas como ‘Bifo’ Berardi. Dependiendo de dónde nos posicionemos, a unos los odiaremos y a otros los admiraremos; pero todos giran en torno a la misma palabra: capitalismo. No existe una crisis de confianza en las instituciones ni en los vecinos; esa es una interpretación parroquial, pueblerina. Lo que existe es un aburrimiento adulto, profundo y a la vez infantil. Un vacío que se expande cada vez más rápido hacia nuestros adentros. Vivimos, como diría Fisher, bajo el signo del realismo capitalista: hoy resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y, sin embargo, el deseo es lo único que aún no ha sido completamente optimizado por el sistema ¿Por qué?
La depresión contemporánea no es solo una dolencia clínica: es una estafa piramidal que promete plenitud si estás dispuesto a meterte en el esquema. Es la hiperinflación de una esterilidad. Como Herbalife o los cryptobros motivacionales, te invitan a resolver tu escasez con actitud positiva y consumo económico-simbólico. Y ese es el truco: convertir el deseo en deuda; transformar el malestar en un producto; hacer del vacío un mercado. Este sistema no necesita censura: necesita exceso. No reprime el deseo, lo sobreactúa. Lo convierte en una performance donde todo se exhibe y nada se toca. Adolescentes llorando en streaming. Una IA que simula, pero no desea. Repite palabras, pero no está atravesada por el lenguaje. Miente sin goce ¿Qué gracia tiene realmente ese loro virtual incapaz de morir ni reírse de sí mismo?
¿Cómo salir de este materialismo sin cuerpo ni espíritu? Nietzsche dijo hace 143 años que dios había muerto, cierto o no, ¿cómo se cuela el capitalismo en un sistema sin dios? Quizá nunca se fue. Se retiró, sí, pero dejó la silla. No vacía: ocupada por un algoritmo, por un logo, por una deuda. Dios murió en el lenguaje, pero no en la estructura. Dejó de hablarnos, pero no dejó de organizarnos. Ya no creemos en Él: creemos que ya no creemos. Y en ese doble pliegue se instala el capitalismo, como espectro operativo, como Padre sin Ley, pero con poder: no ordena, pero regula; no prohíbe, pero condiciona; no castiga, pero emite alertas. Se nos metió en el goce, en la respiración, en la interfaz. No lo rezamos: lo actualizamos. El discurso crítico creyó que al nombrarlo lo mataba, pero solo lo volvió resistente. Antibiotizado. Una superbacteria semiótica que vende libertades en cuotas. Si el modernismo occidental mató a dios, el capitalismo lo tercerizó. Le compró los derechos.
Todo, menos el deseo. Los intelectuales ya no juegan; se quejan de forma despreciable y repiten frases hechas. Inventan conceptos, pero no crean nada realmente nuevo. Se creen lo que dicen como si fuera parte de un ritual postraumático. Es inaceptable vivir en un mundo donde los adultos se matan a sí mismos antes de matar a sus hijos. Da igual tu militancia política. Nadie ofrece alternativas: ni la izquierda, con su incapacidad nostálgica de renovar símbolos y rituales, ni la derecha, que busca acelerar el sistema ¿Aún existe realmente ese eje izquierda-derecha? ¿Tiene algún sentido seguir agrupándonos así? Existe un río que cada vez se hace más gordo y se devora las orillas. Ante esto, ¿cómo seguir?
Un viejo talla
la veta roja de un raulí
hasta que nace la silla
que sostiene
a su último nieto
el objeto vuelve
cruje
cojea
con toda su belleza
y eso basta
No debemos regresar a la utopía ni ofrecer un nuevo marco teórico. Debemos ser más radicales: volver a tallar la materia con una eficacia mágica y reivindicar la infinita secuencia de pequeños actos como forma de resistencia simbólica. (Pensemos en la lentitud con la que brota un nuevo árbol). Allí donde el experto calcula el peso que una silla puede sostener, un abuelo construye una silla para su nieto. La prueba no está en la eficiencia, sino en el crujido que sostiene el mundo.
El ocaso de Occidente ofrece la oportunidad de adentrarnos en infiernos insospechados para Dante, de viajar a Ítacas aún inexploradas; pero no vamos a sobrevivir a base de remakes nostálgicos ni futuristas que programan rayas de cocaína virtual para la IA. Con seguridad, no vamos a sobrevivir a base de intelectuales y expertos que no sangran ni follan. No se trata de inventar nuevos conceptos para nombrar el vacío, sino de crear gestos que lo interrumpan. Ni utopía ni distopía. Frente al espectáculo neoliberal, a la repetición intelectual, a la masturbación simbólica del poder, solo queda desobedecer sin manual. Tallar por amor. Tallar por deseo.
Nuestra época no está sostenida por la potencialidad que se abre cuando se mata a un dios, por la apertura radical hacia la creación de nuevos valores humanos. No. La voluntad de poder ha sido reemplazada por la programación. Ante el vacío se abre un menú desplegable. Ya no sujetos, usuarios. Donde antes había eros ahora hay protocolos, ya sean de izquierda o derecha. Y, sin embargo, la solución no está en restaurar lo perdido, ni en iluminar un sentido final: está en el devenir. En los gestos que no imitan, sino que abren. La salida no está monopolizada por el discurso. Tiene dos espíritus, y uno reside en el objeto que cruje, en el silencioso gesto de sostener. Y para eso quizá no necesitamos más expertos. Solo necesitamos volver a hacer cosas que importen para un otro. Como el abuelo que talla para su nieto. Porque en esa materia trabajada, coja y desgastada, el nieto no hereda una verdad sino una forma de habitar el mundo.
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Héctor Lira ha publicado poemarios en España, Argentina, Colombia y Chile. Su último libro publicado es Imaginar un hijo (Valparaíso Ediciones, 2022).
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Fotografía: CTXT. Homelander, personaje de la serie The Boys (Amazon Prime).