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Yo no quiero hacer la guerra.

por La Redacción agosto 7, 2020
agosto 7, 2020
1,7K

Por: María Fernanda Chaves, Arte: Santi Pozzi. Crónicas-Migrantes. 07/08/2020

Okba Aziza quería dedicarse a una vida universitaria pero debió escapar de Siria por la guerra: no estaba dispuesto a hacer el servicio militar y morir como sus amigos. En 2017, a través del Programa Siria, llegó a Argentina para empezar de cero. No fue fácil: el idioma, la discriminación y la falta de oportunidades laborales dificultaron sus primeros meses. Historia de un desobediente.

Okba Aziza tenía ocho años cuando todas las tardes, después del colegio, esperaba que “Marco, de los Apeninos a los Andes” saliera en la televisión de su casa en Latakia, Siria. La serie, basada en un relato de ficción de Edmundo De Amicis, transcurría en Génova, Italia, y contaba la historia de un niño de 11 años cuya madre viaja a Argentina a trabajar sirviendo en una casa. Durante un tiempo la familia recibe, por escrito, noticias de la madre. Pero después de un año, las cartas dejan de llegar.

La familia intenta conseguir noticias a través del Consulado italiano en Buenos Aires, pero sin suerte, Marco decide viajar en un buque mercante durante veintisiete días para buscar a su mamá.

La historia tiene sus vaivenes, pero (¡Alerta, spoiler!) el niño la encuentra y un médico le dice: «¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!».


“Me voy a ayudar a Marco a encontrar a su mamá”, escribió Okba Aziza en su Facebook el día antes de salir camino a una nueva vida lejos de su tierra natal, en abril de 2017. Durante las cinco horas que duró su viaje hacia a Beirut, capital y principal puerto marítimo de El Líbano, lloró sin parar. Por sus padres, por sus hermanos, por todo lo que había perdido. Debía terminar los trámites de la visa hacia Buenos Aires, había escapado de Siria antes de que llegara el último llamado al ejército y el papeleo había quedado por la mitad. Tenía entrada solo por dos días, y así se sumaba un trámite más a la lista: extender el permiso. Allí vivió durante un mes antes de llegar a Argentina.

Okba Aziza estudió en la Universidad de Latakia, donde se recibió con honores en Literatura Inglesa. En 2011 lo becaron para hacer un Master en Londres, mientras desde Siria uno de sus dos hermanos le contaba la triste realidad que se vivía por aquel entonces en su país. Como consecuencia de la Primavera Árabe, había comenzado una guerra civil que, por aquel entonces no sabía, duraría más de 9 años y contando.

Al volver a Siria en 2012, la vida ya no era la misma. Las personas de su barrio vivían con miedo, la economía había empezado a dejar de funcionar, las muertes eran moneda corriente en el boca a boca.

—La mayoría de mis compañeros del secundario fueron al ejército y habían muerto.

Cuenta que durante un tiempo cayó en depresión, pero evitar el servicio militar lo motivó a actuar.

En dos años la vida de Okba se desestabilizó por completo. Uno de sus hermanos murió y el otro tuvo que escapar a Alemania por amenazas relacionadas a su trabajo como periodista. Había quedado solo con sus padres y no quería ir a la guerra. Buscó todas las formas legales para evitar hacer el servicio militar obligatorio. Hasta que se agotaron. En 2016 llegaría una nueva convocatoria, pero él no estaba dispuesto a pagar para que se extendiera su período fuera del ejército: “Si acepto, soy parte”, se dijo esa vez.

En un café de la ciudad de Buenos Aires, en 2019, emite un suspiro profundo, como un corte en el relato, y cuenta cómo contactó a Nairouz, una amiga de Siria. Ella había llegado a Argentina y comprendía que él no quisiera hacer el ejército. Le contó sobre el Programa Siria, implementado por el Gobierno argentino con la colaboración de ACNUR (la Agencia de la ONU para los Refugiados), y OIM; que cuenta con el apoyo financiero de la Unión Europea y diferentes mecanismos dedicados a la recepción e integración de personas sirias. Y lo ayudó. Buscaron un llamante, es decir personas dispuestas a recibir refugiados sirios a través del programa, que brindan casa y abrigo por 12 meses o hasta que logren la independencia económica. En abril de 2017 pudo conseguir el visado humanitario para ingresar a uno de los países más australes del mundo.

“Si tengo que volver a elegir, elijo Argentina sin dudar”, dice cuatro años más tarde de la fecha en que se embarcó en una aventura sin puerto seguro. En una mezcla de palabras entre español e inglés cuenta que Buenos Aires es muy similar a la costa siria y que al llegar se encontró con todo lo que esperaba. “Este es un país del cual me siento parte, I belong”, sonríe.

Pero no fue fácil. Quien se había postulado como su llamante había registrado que vivía en la localidad bonaerense de Bella Vista con su esposa y sobrino, mientras que en realidad vivía solo en Tristán Suárez, a más de 50 kilómetros del lugar declarado. Como no hablaba inglés, y Okba nada de español, la comunicación fue difícil desde el principio y todo fue de mal en peor.

Al llegar, en el aeropuerto lo esperaban su amiga Nairouz y su llamante. Okba confiesa que en aquel momento sintió “algo raro” pero que trató de justificarlo en sus miedos. Al principio su relación era cordial, “parecía normal” (sic.), pero un día todo cambió. Cuando el llamante se iba a trabajar, lo dejaba encerrado, escondía los elementos de cocina, controlaba todo lo que hacía y, cuando estaba en la casa, lo insultaba. Solo cuando Okba aprendió a hablar en español pudo entender lo que le decía. Él trató de mejorar la relación, le explicó que si no quería que él estuviese allí, podía solicitarlo y se terminaban los problemas. Sin embargo, el llamante no accedió.

Al segundo mes en Tristán Suárez consiguió un trabajo que le dio algo de libertad e independencia económica. Una empresa lo contrató como profesor de inglés. Viajaba dos horas para ir y volver a su hogar, tomaba un tren y dos colectivos. A veces le cancelaban las clases a último momento, pero prefería disfrutar ese tiempo para salir del encierro: “Me quedaba en Plaza San Martín sentado sin querer volver. No conocía mis derechos”, y remarca la importancia que tienen las nuevas modificaciones del Programa Siria: hoy permiten un mayor seguimiento de quienes obtienen la visa humanitaria por parte del estado.

Su amiga Nairouz, con quien seguía en contacto, organizó una reunión para que él y otras personas refugiadas provenientes de Latakia se conocieran. Allí se encontró a Eyad Ja’bary, quien había llegado meses antes que él. En Siria vivían a una cuadra de distancia en Siria pero no se conocían, jamás se habían cruzado antes. Desde ese momento se hicieron grandes amigos, y Okba lo invitó, previa autorización de su llamante, un fin de semana largo con él.

Eyad fue a Tristán Suarez a visitar a Okba. Cuando se cruzó al llamante de su amigo, él le preguntó dónde había aprendido a hablar tan bien español. Y, como quien se burla, le dijo sobre Okba: «¿Viste, pelotudo, cómo habla él?” La realidad de Okba era hostil, lo opuesto a la que él estaba viviendo y quería ayudarlo.
Susana Gutiérrez Barón, llamante de Eyad, estaba en contacto con otros llamantes y tenía la inquietud de conocer qué necesitaban quienes llegaban de Siria y no podían decirlo debido a las barreras idiomáticas. Entonces contactó a una psicóloga amiga de ella que hablaba inglés muy bien y organizó una reunión con otras personas refugiadas. Invitó a Okba para conocerlo mejor. La psicóloga le contó a Susana que él no estaba pasandola bien y que era muy maduro y educado. Lo invitó un fin de semana más y, cuando llegó la hora de volver a Tristán Suárez le ofreció quedarse a vivir con ellos: “Nos abrazamos y lloramos con los dos muchachos”, recuerda Susana.

Okba vivió tres meses con Susana, su marido Patricio y Eyad. Durante ese tiempo aprendió el idioma y las costumbres del país. Al principio hablaban mediante el Traductor de Google. Patricio hablaba inglés y lo ayudaba. Después empezó a entender y entabló un vínculo de familia que aún perdura. “Te cae regio a los cinco minutos de conocerlo. Tiene una capacidad de empatía que si hubiera más gente como él, cambiaría el mundo”, dice Susana.

Eddie, como le dicen a Eyad, se convirtió en un hermano en Argentina. Tener a alguien de su cultura, que hablaba su mismo idioma, que había visto las mismas películas que él de chico, fue un apoyo imprescindible para llegar a donde está hoy. Con personas amigas, idioma y raíces en común pudieron entenderse y acompañarse en el camino como migrantes en una tierra lejana a propia.

Ya con un buen nivel de español, pudo conseguir mejores trabajos. Empresas y escuelas le abrieron las puertas como docente de inglés. Incluso las familias de su alumnado lo invitaron a comer asados y lo hicieron parte de la comunidad. Con los ahorros que obtuvo se mudó primero a Victoria, a una casa que tenía una activista por los derechos de las personas con discapacidad, a bajo costo para ayudar a la independencia de quienes lo necesitaran. Y luego a Olivos con su pareja, a quien conoció en Argentina.

—¿Qué es para vos un refugiado?

—Ser refugiado es un estado, no un tipo de persona, un ser o una personalidad. Es ser fuerte porque don’t give up (sic. “no se rinde”). Siento lástima de que un país tan abierto como Argentina aún tenga instalado tantos estereotipos.


Okba sueña con un futuro en el país que le abrió las puertas. Aunque la realidad socio económica sea complicada, y aunque tuviese la posibilidad de irse a otro lugar en el mundo, insiste en que Argentina hoy es su lugar. “Yo soy como un árbol. Llegué necesitando tierra y ahora doy fruta”, dice.

Si pudiese hablar con quienes se niegan a recibir refugiados elegiría una frase de Oscar Wilde: “Lo que le pasa al otro, te va a pasar un día. Es un ciclo”. Hoy, además de ser docente, trabaja con Fundación Amal, dedicada a la difusión del Patrocinio Comunitario, para traer a una pareja siria que se encuentra en El Líbano, y que también Susana y Patricio recibirán. Se imagina viajando a Siria pero de visita, y a los 50 o 60 años con su pareja e hijos, siempre agradecido con las posibilidades que le dio la vida y el país donde, según él dice, “los sueños se hacen realidad”.

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Fotografía: Crónicas-Migrantes.

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