Por: Pablo Blázquez. ethic. 27/03/2020
La era de la incertidumbre ha adquirido una significación desproporcionada con la trágica irrupción del COVID-19, la enfermedad que desde hace semanas se pasea por el mundo sembrando el pánico y la destrucción. Cuando algunos se empeñaban en reducir a constructos culturales las causas de todos nuestros males –los reales y los ficticios–, apareció la biología y dio un golpe mortal en la mesa del orden mundial. Y así, encapsulados en el screenplay de un capítulo de Black Mirror, hemos dado nuestra desconsolada bienvenida a una primavera alienante, distópica y endiabladamente paradójica.
La estación del año en la que paseamos con nuestros hijos mientras brotan las flores de los almendros y nos aturde, felizmente, todo ese derroche de luz y sensualidad; esos días en los que brindamos con amigos y nos emborrachamos de sol en los bares aledaños al parque de El Retiro, han dado paso, de forma absurda y brutal, al arresto domiciliario de toda la ciudad. Durante este estado de alarma, cada día nos levantaremos con la cara de estupefacción de Bill Murray en El día de la marmota y nos volveremos a preguntar, cuando aún no ha amanecido, si todo esto no es solo un mal sueño. En esta extraña primavera de la hibernación y la zozobra, el fantasma de la muerte recorre nuestra aldea global y pisa el acelerador en este Madrid en el que rendíamos culto a la privatización. «Tendremos divanes profundos cual tumbas», dejó escrito Baudelaire en Las flores del mal. El cementerio de La Almudena va a ser, durante estas semanas, tras los hospitales y las tiendas de alimentación, el espacio más visitado de la ciudad. Nuestra naturaleza gregaria ha sido también confinada: aislarse, qué forma tan extraña, tan sartreana, de ejercer la solidaridad. De un día para otro, nos fue prohibido abrazar.
Además de esta paradoja, cuya sombra mortuoria resquebraja nuestra fibra sensible –¿acaso hiperestésica?–, nos damos de bruces con otra extravagancia del nuevo orden viral en el que nos hemos empezado a adentrar. Como consecuencia del cambio climático, que carcome la salud del planeta igual que las termitas carcomen las vigas de un gran caserón, vamos a vivir una de las primaveras más calurosas de la historia. Según los epidemiólogos, esas altas temperaturas, tan nocivas para nuestro planeta, pueden servir para frenar la acelerada propagación del virus. Lo que resulta fatal para nuestro medio ambiente será bueno para meterle el freno a esta pandemia. Puede que los dioses del Olimpo –cabronazos y libertinos– no se paren de reír desde algún lugar edénico de ahí arriba de nosotros, los engreídos pero fragilísimos y torpes mortales.
En cualquier caso, en este viaje hacia lo desconocido, agarraremos, como si de una mascarilla modelo N-95 se tratase, otra conclusión sobre la que ya hemos insistido, aquí en Ethic, otras tantas veces: los desafíos que tenemos por delante –desafíos colosales que jamás podremos superar si no trabajamos realmente unidos y nos dejamos de caceroladas– están íntimamente hiperconectados. La salud, los derechos humanos, el progreso económico, la democracia y los populismos, la revolución digital, el cambio climático, la desigualdad, las migraciones o la educación son retos que fluyen y se entremezclan –a veces de forma enrevesada, como hemos visto– en las arterias de un mundo hipertenso y global. Las imágenes de los reverdecidos canales de Venecia –con aguas cristalinas y donde empieza a aflorar, ahora que las hordas de turistas se han esfumado, la biodiversidad– o el éxito contra el coronavirus de una aberración democrática como son los sistemas de hipervigilancia digital en China, reflejan tanto la enorme complejidad como la íntima conexión que existe entre los desafíos que debemos afrontar para recuperar el camino hacia un progreso humano y sostenible.
Toca ahora arremangarse y cruzar el Rubicón del aislamiento social. La era de la incertidumbre aún no ha alcanzado su máxima expresión: lo peor, dicen, está por llegar y los efectos económicos serán devastadores. Mientras médicos y personal sanitario se baten el cobre y se juegan la vida, los científicos luchan a contrarreloj para encontrar una vacuna. Detrás de cada crisis, hay una llamada a la ética del civismo y a la responsabilidad colectiva e individual. Aunque la agenda global se vaya a reordenar tras esta pandemia, que algunos comparan con una guerra, resulta evidente que no se trata de desbaratar o de retroceder en otras batallas abiertas y necesarias, como las que libramos contra el cambio climático o la desigualdad. La Agenda 2030 y los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) –ese espacio de progreso que contemporiza los valores de la Ilustración y monitoriza, con resultados tangibles, las conquistas y los fracasos– no pueden ponerse en cuarentena. Muy al contrario: en esa agenda y en el Green Deal impulsado por la Unión Europea es donde está escrito el contrato social de nuestra época. Mientras dure la tormenta, y cuando se detenga, los ODS seguirán siendo el anclaje y la brújula que nos permita avanzar y reformular la Agenda 21 y el nuevo orden mundial.
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Fotografía: ethic.