Por: Luis Armando González. 08/02/2024
En los días previos a las elecciones del 4 de febrero recién pasado escribí “El Salvador: vísperas de la primera jornada electoral” (Insurgencia Magisterial, 1 de febrero de 2024) el cual terminé con siguiente:
“A finales de los años noventa (del siglo XX) se hizo presente en el país un malestar ciudadano con la gestión política, de la cual no se obtenía lo que era de desear… Desde diferentes flancos se cultivó la idea de que a los salvadoreños les entusiasmaban más la fuerza, la autoridad, la ilegalidad y la imposición que el diálogo, el consenso, la tolerancia y el imperio de la ley. Y esa idea terminó por afianzarse con firmeza; a estas alturas se la da por indiscutible. O sea, que los salvadoreños no darían la uña de un dedo por defender la poca democracia que mal que bien se construyó en el país desde 1992 hasta el momento actual. Lo anterior será puesto a prueba en la jornada electoral del 4 de febrero. Especular no tiene ningún sentido. Es el comportamiento electoral de los salvadoreños lo único que cuenta”.
En las horas que siguieron al cierre de las votaciones de ese domingo, dadas las noticias y proclamas que circulaban en el ambiente, se afianzó en mí la idea de que, en efecto, los salvadoreños no estaban dispuestos a dar ni una uña por la democracia tal como esta es concebida en la Constitución Política vigente. Mi conclusión en esas horas inmediatas al cierre de las votaciones –pesimista en extremo, por cierto— fue que el sacrificio de personas como Mons. Oscar Romero, los jesuitas asesinados en la UCA y otras tantas buenas gentes había sido en vano; concluí no sólo que Mons. Romero se había equivocado al decir “con este pueblo no cuesta ser un buen pastor”, sino que este pueblo no se lo merecía a él ni a otros que habían regado con su sangre esta tierra infértil.
Sin enojo, pero defraudado conmigo mismo –soy hijo de este país y no estoy libre de pecados— el lunes 5, tras darle muchas vueltas, se me hizo firme la decisión de renunciar, de manera definitiva, a escribir una vez más sobre la realidad política de El Salvador y también de asistir a las urnas, en cualquier otra elección, como votante. Cuando estaba en lo de armar mentalmente los argumentos de mi “despedida” me comenzaron a llegar noticias –alarmantes y graves— sobre turbiedades en el manejo y procesamiento de los paquetes y actas correspondientes a la elección para diputados. En la tarde y noche del 4 de febrero se hizo inocultable que el sistema informático del Tribunal Supremo Electoral (TSE) estaba dando fallas que de leves se estaban convirtiendo en críticas. Quienes opinaban dejaban entrever que se trataba de fallas meramente técnicas; a mí me parecían algo más que fallas técnicas y sospeché –aunque sin darle mayor pensamiento— que se trataba de algo más.
El martes 6 y durante la mañana del miércoles 7 el panorama se me amplió. Esto se debió a indicios, filtrados principalmente por medios de prensa, de que se estaba dando un desorden en el manejo y tratamiento de la documentación (cajas, actas, votos) relativa a la elección de diputados. Por supuesto que ese desorden no es algo ultrasecreto; se trata de un secreto a voces, dado lo imposible que es mantener oculto algo en lo que están puestas las miradas de periodistas, diplomáticos, académicos y ciudadanos comunes.
Pareciera ser que se trata de un desorden planeado, es decir, no accidental o debido a errores técnicos. Y circula en el ambiente la presunción de que, a nivel legislativo, los electores salvadoreños se inclinaron por no dejarlo todo en manos del partido de gobierno. De haber sido esto lo que comenzaron a reflejar los números incluso durante el mismo día de la votación, adquieren sentido algunas de las cosas que sucedieron en la tarde de ese día (un candidato a la presidencia que se consideraba ganador llamando a votar por sus candidatos a diputados) y también después de las 5 pm (las fallas técnicas generalizadas).
Incluso encaja con ello la escasa o nula identificación partidaria de los ciudadanos en los meses y semanas previos al 4 de febrero. A su vez, visto en retrospectiva, caza con una dinámica electoral que se dio después de la experiencia de lo que se llamó la “aplanadora verde” (cuando la Democracia Cristiana, en 1984-85, se hizo con el control casi total del aparato estatal). Desde entonces, una especie de “sabiduría popular” no permitió que un solo partido lo controlara todo, y eso se reflejaba en la elección para diputados. Prefiero llamarla sensatez popular, la cual tiene una enorme dosis de un pragmatismo que se puede formular así: “doy mi voto por un candidato para presidente del que espero ciertos resultados, pero no quiero que lo controle todo”.
Puede que la presunción anterior sea equivocada. Pero si no lo es, en la jornada electoral habría refrendado esa sensatez popular que es tan necesaria para que la débil democracia salvadoreña tenga posibilidades de mantenerse en pie. Mi apuesta es que la presunción apuntada es correcta. Mi apuesta es que en El Salvador existe la sensatez popular y que la misma ha expresado su voluntad de tener una Asamblea Legislativa no controlada totalmente por un solo partido. Me planto firme en esta creencia y no voy a renunciar a ella, independientemente de cómo quede configurada, después de todo este desparpajo, la Asamblea Legislativa. Qué le voy a hacer: con todo lo que está sucediendo sólo puedo dar por buena una Asamblea plural, pues creo que esa es la voluntad del pueblo salvadoreño. Algo distinto de eso, se me hará sospechoso de ser fraudulento. Y pienso que nadie me puede reprochar el tener esa sospecha.
San Salvador, 8 de febrero de 2024
Fotografía: Tu voz digital