Por: Luis Armando González. San Salvador. 01/02/2024
En El Salvador, en este 2024, las elecciones para Presidente, diputados y consejos municipales se han organizado en dos jornadas: la primera –para Presidente y diputados—se realizará este domingo 4 de febrero; y la segunda –para consejos municipales— está programada para el 3 de marzo. Así las cosas, se está en vísperas de la primera jornada electoral. Ahora bien, a diferencia de otras coyunturas electorales en las que era fácil –en fechas semejantes— hacerse una idea de las simpatías o antipatías partidarias en calles, plazas o centros comerciales, en estos momentos eso es imposible.
Al menos en San Salvador, cuesta encontrar, entre los puñados de gente que circula de un lado para otro, a alguien que muestre alguna identificación partidaria. ¿Miedo? ¿Apatía? ¿Indiferencia? ¿Confianza excesiva en la victoria? Vaya uno a saber qué es lo que sucede en la interioridad de las cabezas de los cientos de personas –o quizás miles— que no muestran, exteriormente, algo que indique su preferencia o simpatía política. Esas incógnitas, y otras muchas, tendrán su respuesta el domingo 4 de febrero.
Lo deseable –que se desee algo no quiere decir que sucederá— es que toda la población en edad de votar, o la mayor parte de ella, acuda a las urnas para hacer efectivo el derecho inalienable (en una democracia) de elegir a sus gobernantes. Ya se ha hecho costumbre que sólo una parte de las personas en edad de votar –en torno a la mitad de todas las que pueden hacerlo— emita su voto, siendo esta la que, en consecuencia, delega la representación política a quienes asuman los distintos cargos de elección política.
Dicho sea de paso, cuando algún funcionario electo afirma que es la “mayoría” la que lo ha puesto en el cargo, se refiere a la mayoría de quienes emitieron su voto. Por ejemplo, si un país llamado Chiquitolandia las personas en edad de votar son 200, pero de estas en una elección presidencial sólo votan efectivamente 100 y de esos 100 votos un candidato obtiene 60 (o 70 o 90), él puede decir que la mayoría lo puso en el cargo, pero la mayoría de los que votaron. O sea, en esa mayoría no entra la porción de ciudadanos en edad de votar que no participó en la elección o que anuló su voto, lo mismo que tampoco entra la porción de población que no participa en la elección porque no tiene la edad para hacerlo o porque está privada de sus derechos ciudadanos. Población en edad de votar no es igual a población total; mayoría electoral no es igual a mayoría poblacional; y en la elección para cargos públicos, es la primera la que queda de manifiesto.
Con todo, independientemente de esas confusiones terminológicas, lo cierto es que en El Salvador una importante cantidad de ciudadanos, al renunciar a su derecho a votar, ha cedido a la porción que sí lo hace la potestad de decidir qué partidos y personas conducirán al Estado e incidirán en el bienestar o malestar del conjunto de la sociedad, y no sólo de quienes votaron o se abstuvieron de hacerlo.
A veces entre tanto barullo mediático, en el que se repiten argumentos equivocados que se dan por ciertos, los datos firmes pasan a segundo plano, pero de vez en cuando no hace daño recordarlos: según datos del TSE, en 2014, el total de personas en el padrón electoral era de 4,823,026. Para la primera vuelta, los votos emitidos fueron 2,741,074, es decir, la tasa de participación electoral fue del 56.83 %; y para la segunda vuelta 3,016,958 votos, es decir, una tasa de participación electoral del 62.55 %. En 2019, el total de personas empadronadas era de 5,268,411. El total de votos emitidos fue de 2,733,178, es decir, una tasa de participación electoral del 51.88 %. En esos procesos electorales, en El Salvador sucedió lo de Chiquitolandia: de 200 que podían votar, sólo hicieron 100. Como ya se dijo, es de desear que la jornada electoral del domingo 4 de febrero la costumbre de no votar que caracteriza a un segmento importante de ciudadanos sea reemplazada por la contraria.
¿Por qué votar? Se trata, sin duda, de la pregunta del millón. Sin caer en retórica hueca, para comenzar se puede decir hay que votar para no dejar que sean otros los que decidan por uno. Pero, más de fondo, para hacer que algunas cosas importantes para el bienestar ciudadano (y que se han conquistado en un ordenamiento democrático, aunque este sea precario y esté lleno de defectos) se conserven. Para el caso, el derecho a elegir a los gobernantes (que se convalida cuando la gente participa), que es inseparable del derecho a impedirles que sigan ejerciendo el poder más allá de lo que establece la Constitución de la República. Cuando votan, los ciudadanos dan su aval al marco constitucional que asegura su derecho a hacerlo. Un marco constitucional que también asegura su igualdad ante cualquier otro ciudadano, sin importar su jerarquía política o su riqueza; que asegura su libertad para residir en donde deseen; su integridad personal, su libertad de opinar, organizarse y pensar lo que quieran; en suma, que protege y resguarda sus derechos humanos. Un marco constitucional que manda que la persona humana es el origen y fin del Estado, que establece la separación de poderes, los tiempos de ejercicio del poder público, sus atribuciones y su obligación de cumplir y hacer cumplir la Constitución. Aunque no lo parezca –y haya quienes nunca lo hayan pensado— esto y más se juega cuando cada ciudadano decide (o no) asistir a las urnas.
A finales de los años noventa (del siglo XX) se hizo presente en el país un malestar ciudadano con la gestión política, de la cual no se obtenía lo que era de desear. Este malestar se trasladó poco a poco a la democracia, a la que se culpó de muchos de los males ciudadanos. Desde esferas mediáticas e intelectuales a la vez que se hablaba de “desafección” ciudadana, “erosión” de la democracia, “incredibilidad” política, y otras expresiones del mismo calado, se fomentaba el descrédito a la incipiente institucionalidad democrática del país.
Desde diferentes flancos se cultivó la idea de que a los salvadoreños les entusiasmaban más la fuerza, la autoridad, la ilegalidad y la imposición que el diálogo, el consenso, la tolerancia y el imperio de la ley. Y esa idea terminó por afianzarse con firmeza; a estas alturas se la da por indiscutible. O sea, que los salvadoreños no darían la uña de un dedo por defender la poca democracia que mal que bien se construyó en el país desde 1992 hasta el momento actual. Lo anterior será puesto a prueba en la jornada electoral del 4 de febrero. Especular no tiene ningún sentido. Es el comportamiento electoral de los salvadoreños lo único que cuenta.
Fotografía: jorgecostadoat