Por: Luis Armando González. 09/08/2024
Allá por 1980 me hice de una revista Estudios Centroamericanos (ECA) que, entre otros materiales valiosos, recogía en sus páginas, casi al final, el testimonio de Reynaldo Cruz Menjívar, un reo político que narraba su captura ilegal por parte de agentes de la ex Policía de Hacienda, así como los vejámenes inhumanos a los que fue sometido durante el tiempo que estuvo detenido. Leí aterrado y conmovido aquellas páginas; y su protagonista, no sólo su nombre, quedó grabado en mi memoria para siempre. Han transcurrido 44 años desde aquel momento en el que Reynaldo Cruz Menjívar llegó para quedarse en mi vida. Siempre me he preguntado qué fue lo que, desde un punto de vista emocional, más me impactó de su relato.
Creo que fue el vérmelas, a través suyo, con la abyección humana personificada en sus captores y en quienes violentaron su dignidad en la bartolina en la que estuvo recluido. También me marcó, como contracara del mal que anidaba en la mente y el cuerpo de sus verdugos, sus ansias de resistir más allá de cualquier límite humano concebible. El estudiante universitario –José Adalí Melara— y el campesino chalateco organizado –Cecilio Ramírez—, compañeros de cárcel de Reynaldo, no sobrevivieron a la violencia cruel a la que fueron sometidos.
Situaciones tristes en mi país –de las que pensé que nunca más se iban a repetir— me han llevado a buscar, entre mis libros y archivos, la ECA que contiene el testimonio de Reynaldo Cruz Menjívar (No. 360, octubre de 1978). Lo he leído de nuevo y la abyección humana (la bajeza y el envilecimiento extremo, según la definición de la RAE) ha aparecido, de nuevo, ante mi mirada.
“Y me di a la tarea durante día y noche –relata Reynaldo— de lamerme las heridas, para limpiarme el pus y la sangre… durante los seis primeros días a que he hecho referencia fui interrogado diariamente, varias veces, es decir, me sacaban al pasillo de la celda y me tenían por un espacio que iba desde dos horas hasta seis seguidas, según les parecía. Cuando llegaban a buscarme para otro interrogatorio y no podía moverme por la debilidad por el hambre y la sed, así como por las lesiones que presentaba, me halaban de los pies y a puñetazos me hacían volver un poco en mí; al octavo día me llevaron en un bote sucio con restos de pintura, un poco de agua en el que había unas cucarachas, pero era tan grande la sed que me devoraba, que como pude, tomé entres mis manos tumefactas ese bote y bebí ávidamente su contenido, inclusive la cucaracha… Cuando por la debilidad me temblaban las manos se me caían algunos frijoles de las tortillas, los recogía de entre los excrementos de donde habían caído” (p. 851).
A permanecer en medio de excrementos, orines, cucarachas y ratas; con heridas infectadas, sin comer debidamente, salvo unas eventuales tortillas con unos pocos frijoles; sin poder dormir… A eso condenaron sus verdugos a Reynaldo Cruz Menjívar. “Llegó un momento –dice— en que creí que estaba agonizando cuando no pude mover ni un solo músculo de mi cuerpo, ni siquiera abrir los ojos, y con gran dolor en la columna vertebral que me hacía lanzar quejidos que más bien parecían aullidos de animal moribundo” (p. 854). Sin embargo, su deseo de sobrevivir le permitió hacer un esfuerzo sobre humano para, con las pocas energías que le quedaban, escaparse de la cárcel. Fue, según sus palabras, el “amor a la vida” lo que le llevó a incubar y llevar a la práctica la idea de fugarse.
Amor a la vida: en Reynaldo Cruz Menjívar encontré, en aquellos años ochenta, el significado más genuino de esa frase. Sus captores querían aniquilarlo; lo redujeron a un cadáver viviente. Él ansiaba vivir y resistió lo suficiente para que, en su caso, aquéllos no se salieran con la suya.
Sin embargo, en muchos otros casos –en más de los que se quisiera aceptar— los aniquiladores de la vida de otros logran su propósito. ¿Por qué hay personas que no tienen reparo alguno en hacer sufrir, incluso disfrutándolo, a otros seres humanos? Francamente, no lo sé. Cuando me entero de carceleros de dos metros, fortachones, semblante rígido y mirada fría, que golpean a mansalva a personas indefensas me quedo estupefacto, sin poder entender o siquiera imaginar lo que pasa por la mente (y los sentimientos) de esas personas. Dan miedo y quieren provocar miedo. ¿Personifican el mal? Creo que sí.
Y el bien, ¿también se personifica? Pienso que sí. En quienes aman vivir y quieren que los demás vivan. En quienes defienden, por convicción, los derechos humanos. En quienes no quieren ser cómplices de inhumanidades aborrecibles, como las sucedidas a Reynaldo Cruz Menjívar. Ese fue espíritu del Consejo de Redacción de la Revista ECA, en 1978, que publicó el testimonio de Reynaldo como “apoyo a los presos políticos y a los derechos humanos. Lo reproducimos para que en El Salvador se impidan definitivamente estos hechos y aun la posibilidad de que se cometan” (p. 850).
Impedir que en El Salvador se siguieran cometiendo vejámenes como los sufridos por Reynaldo Cruz Menjívar en 1977-1978 era uno de los desafíos más acuciantes en materia de derechos humanos al cierre de la década de los años setenta. Lo siguió siendo en la década siguiente, cuando la persecución política, en el contexto de la guerra civil, cobró una presencia macabra. La pregunta que queda en pie –y que hay que tomarse en serio y no responder a la ligera— es si, tres décadas después de finalizada la guerra civil (1992-2024), ese desafío sigue vigente.
San Salvador, 7 de agosto de 2024
Fotografía: El nacional