Por: Maristella Svampa. openDemocracy. 07/07/2020
Abandonar el discurso bélico y asumir las causas ambientales de la pandemia, nos ayudaría a prepararnos positivamente para responder al gran desafío de la humanidad, la crisis climática, y a pensar en un gran pacto ecosocial y económico.
Pandemias hubo muchas en la historia, comenzando por la peste negra en la Edad Media y pasando por las enfermedades que vinieron de Europa y arrasaron con la población autóctona en América en tiempos de la conquista. Se estima que entre la gripe, el sarampión y el tifus murieron entre 30 y 90 millones de personas.
Más recientemente, todos evocan la gripe española (1918-1919), la gripe asiática (1957), la gripe de Hong Kong (1968), el VIH / sida (desde la década de 1980), la gripe porcina AH1N1 (2009), el SARS (2002), el ébola (2014), el MERS (coronavirus, 2015) y ahora el Covid-19.
Sin embargo, nunca vivimos en estado de cuarentena global, nunca pensamos que sería tan veloz la instalación de un Estado de excepción transitorio, un Leviatán sanitario, por la vía de los Estados nacionales.
En la actualidad, casi un tercio de la humanidad se halla en situación de confinamiento obligatorio. Por un lado, se cierran fronteras externas, se instalan controles internos, se expande el paradigma de la seguridad y el control, se exige el aislamiento y el distanciamiento social.
Por otro lado, aquellos que hasta ayer defendían políticas de reducción del Estado hoy rearman su discurso en torno de la necesaria intervención estatal, se maldicen los programas de austeridad que golpearon de lleno la salud pública, incluso en los países del Norte global…
Resulta difícil pensar que el mundo anterior a este año de la gran pandemia fuera un mundo «sólido», en términos de sistema económico y social. El coronavirus nos arroja al gran ruedo en el cual importan sobre todo los grandes debates societales: cómo pensar la sociedad de aquí en más, cómo salir de la crisis, qué Estado necesitamos para ello; en fin, por si fuera poco, se trata de pensar el futuro civilizatorio al borde del colapso sistémico.
Quisiera en este artículo contribuir a estos grandes debates, con una reflexión que propone avanzar de modo precario en algunas lecciones que nos ofrece la gran pandemia y bosquejar alguna hipótesis acerca del escenario futuro posible.
El Leviatán sanitario y sus dos caras
Reformulando la idea de Leviatán climático de Geoff Mann y Joel Wainwright, podemos decir que estamos hoy ante la emergencia de un Leviatán sanitario transitorio, que tiene dos rostros. Por un lado, parece haber un retorno del Estado social. Así, las medidas que se están aplicando en el mundo implican una intervención decidida del Estado, lo cual incluye desde gobiernos con Estados fuertes –Alemania y Francia– hasta gobiernos con una marcada vocación liberal, como Estados Unidos.
La situación es de tal gravedad, ante la pérdida de empleo y los millones de desocupados que esta crisis generará, que incluso los economistas más liberales están pensando en un segundo New Deal.
Por ejemplo, Angela Merkel anunció un paquete de medidas sanitarias y económicas por 156.000 millones de euros, parte del cual va como fondo de rescate para autónomos sin empleados y empresas de hasta diez trabajadores; en España, las medidas movilizarán hasta 200.000 millones de euros, 20% del PIB; en Francia, Emmanuel Macron anunció ayudas por valor de 45.000 millones de euros y garantías de préstamos por 300.000 millones.
La situación es de tal gravedad, ante la pérdida de empleo y los millones de desocupados que esta crisis generará, que incluso los economistas más liberales están pensando en un segundo New Deal en el marco de esta gran crisis sistémica. A mediano y largo plazo, la pregunta siempre es a qué sectores beneficiarán estas políticas.
Por ejemplo, Donald Trump ya dio una señal muy clara; la llamada Ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica contra el Coronavirus (CARES, por sus siglas en inglés) es un paquete de estímulos de dos billones de dólares para, entre otros objetivos, rescatar sectores sensibles de la economía, entre los cuales está la industria del fracking, una de las actividades más contaminantes y más subsidiadas por el Estado.
Por otro lado, el Leviatán sanitario viene acompañado del Estado de excepción. Mucho se escribió sobre esto y no abundaremos. Basta decir que los mayores controles sociales se hacen visibles en diferentes países bajo la forma de violación de los derechos, de militarización de territorios, de represión de los sectores más vulnerables.
En realidad, en los países del Sur, antes que una sociedad de vigilancia digital al estilo asiático, lo que encontramos es la expansión de un modelo de vigilancia menos sofisticado, llevado a cabo por las diferentes fuerzas de seguridad, que puede golpear aún más a los sectores más vulnerables, en nombre de la guerra contra el coronavirus.
Una pregunta resuena todo el tiempo: ¿hasta dónde los Estados tienen las espaldas anchas para proseguir en clave de recuperación social? Esto es algo que veremos en los próximos tiempos y a este devenir no serán ajenas las luchas sociales, esto es, los movimientos desde abajo, pero también las presiones que ejercerán desde arriba los sectores económicos más concentrados.
Por otro lado, es claro que los Estados periféricos tienen muchos menos recursos, ni que hablar Argentina, a raíz de la situación de cuasi default y de desastre social en que la ha dejado el último gobierno de Mauricio Macri. Ningún país se salvará por sí solo, por más medidas de carácter progresista que implemente.
Todo parece indicar que la solución es global y requiere de una reformulación radical de las relaciones Norte-Sur, en el marco de un multilateralismo democrático, que apunte a la creación de Estados nacionales en los cuales lo social, lo ambiental y lo económico aparezcan interconectados y en el centro de la agenda.
Las crisis como aprendizaje para no caer en falsas soluciones
La pandemia pone de manifiesto el alcance de las desigualdades sociales y la enorme tendencia a la concentración de la riqueza que existe en el planeta. Esto no constituye una novedad, pero sí nos lleva a reflexionar sobre las salidas que han tenido otras crisis globales. En esa línea, la crisis global que aparece como el antecedente más reciente, aun si tuvo características diferentes, es la de 2008.
Causada por la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, la crisis fue de orden financiero y se trasladó a otras partes del mundo para convertirse en una convulsión económica de proporciones globales. También persiste como el peor recuerdo en cuanto a la resolución de una crisis, cuyas consecuencias todavía estamos viviendo.
Salvo excepciones, los gobiernos organizaron salvatajes de grandes corporaciones financieras, incluyendo a los ejecutivos de estas, que emergieron al final de la crisis más ricos que nunca.
Así, en términos sociales y a escala mundial, la reconfiguración fue regresiva. Suele decirse que la economía volvió a recuperarse, pero el 1% de los más ricos pegó un salto y la brecha de la desigualdad creció. Recordemos el surgimiento del movimiento Occupy Wall Street, en 2011, cuyo lema era «Somos el 99%».
Millones de personas perdieron sus casas en el mundo y quedaron sobre-endeudadas y sin empleo, la desigualdad se profundizó, los planes de ajuste y la desinversión en salud y educación se expandieron por numerosos países, algo que ilustra de manera dramática un país como Grecia, pero que se extiende a países como Italia, España e incluso Francia.
En vísperas del Foro de Davos, en enero de 2020, un informe de Oxfam consignaba que de solo «2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (60% de la población mundial)». En términos políticos globales, produjo enormes movimientos tectónicos, ilustrados por la emergencia de nuevos partidos y liderazgos autoritarios en todo el mundo: una derecha reaccionaria y autoritaria, que incluye desde el Tea Party hasta Donald Trump, desde Jair Bolsonaro hasta Scott Morrison, desde Matteo Salvini hasta Boris Johnson, entre otros.
Por otro lado, si hasta hace pocos años se consideraba que América Latina marchaba a contramano del proceso de radicalización en clave derechista que hoy atraviesan parte de Europa y Estados Unidos, con sus consecuencias en términos de aumento de las desigualdades, xenofobia y antiglobalismo, hay que decir que, en los últimos tiempos, nuevos vientos ideológicos recorren la región, sobre todo luego de la emergencia de Bolsonaro en Brasil y el golpe en Bolivia.
Latinoamérica es la región donde se registra un mayor proceso de concentración y acaparamiento de tierras, además de ser la zona del mundo más peligrosa para activistas ambientales y defensores de derechos humanos.
A esto hay que añadir que América Latina, si bien sobrevivió en pleno «Consenso de los Commodities» a la crisis económica y financiera de 2008 gracias al alto precio de las materias primas y la exportación a gran escala, poco logró conservar de aquel periodo de neoextractivismo de vacas gordas.
En la actualidad, continúa siendo la región más desigual del mundo (20% de la población concentra 83% de la riqueza), es la región donde se registra un mayor proceso de concentración y acaparamiento de tierras (gracias a la expansión de la frontera agropecuaria), además de ser la zona del mundo más peligrosa para activistas ambientales y defensores de derechos humanos (60% de los asesinatos a defensores del ambientes, cometidos en 2016 y 2017, ocurrieron en América Latina) y, por si fuera poco, es la región más insegura para las mujeres víctimas de femicidio y violencia de género.
Así, la resolución de la crisis de 2008 y sus efectos negativos se hacen sentir hoy con claridad. Estas salidas, que acentuaron la concentración de la riqueza y el neoliberalismo depredador, deben funcionar hoy como un contraejemplo eficaz y convincente para apelar a propuestas innovadoras y democráticas que apunten a la igualdad y la solidaridad.
Al mismo tiempo, deberían hacernos reflexionar acerca de que ni siquiera aquellos países del Sur que durante el «Consenso de los Commodities» sortearon la crisis y aprovecharon la rentabilidad extraordinaria a través de la exportación de las materias primas, utilizando las recetas del neoextractivismo, funcionaron ni pueden presentarse como la encarnación de un modelo positivo.
Ocultamiento de las causas ambientales e híper-presencia del discurso bélico
Anteriormente afirmé que la reconfiguración social, económica y política después de la crisis de 2008 fue muy negativa. Quisiera ahora detenerme un poco en las causas ambientales de la pandemia. Hoy leemos en numerosos artículos, corroborados por diferentes estudios científicos, que los virus que vienen azotando a la humanidad en los últimos tiempos están directamente asociados a la destrucción de los ecosistemas, a la deforestación y al tráfico de animales silvestres para la instalación de monocultivos.
Sin embargo, pareciera que la atención sobre la pandemia en sí misma y las estrategias de control que se están desarrollando no han incorporado este núcleo central en sus discursos. Todo eso es muy preocupante.
¿Acaso alguien escuchó en el discurso de Merkel o Macron alguna alusión a la problemática ambiental que está detrás de esto? ¿Escucharon que Alberto Fernández, quien ha ganado legitimidad en las últimas semanas gracias a la férrea política preventiva y a su permanente contacto y toma de decisiones con un comité de expertos, haya hablado alguna vez de las causas socioambientales de la pandemia?
Las causas socioambientales de la pandemia muestran que el enemigo no es el virus en sí mismo, sino aquello que lo ha causado. Si hay un enemigo, es este tipo de globalización depredadora y la relación instaurada entre capitalismo y naturaleza. Aunque el tópico circula por las redes sociales y los medios de comunicación, no entra en la agenda política. Esta «ceguera epistémica» –siguiendo el término de Horacio Machado Aráoz– tiene como contracara la instalación de un discurso bélico sin precedentes.
Los virus que vienen azotando a la humanidad en los últimos tiempos están directamente asociados a la destrucción de los ecosistemas, a la deforestación y al tráfico de animales silvestres para la instalación de monocultivos.
La proliferación de metáforas bélicas y el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial atraviesan los discursos, desde Macron y Merkel hasta Trump y Xi Jinping. Algo que se repite en Alberto Fernández, quien habla constantemente del «enemigo invisible».
En realidad, esta figura puede fomentar la cohesión de una sociedad frente al miedo del contagio y de la muerte, «cerrando filas ante el enemigo común», pero no contribuye a entender la raíz del problema, sino más bien a ocultarlo, además de naturalizar y avanzar en el control social sobre aquellos sectores considerados como más problemáticos (los pobres, los presos, los que desobedecen al control).
El discurso bélico confunde y oculta las raíces del problema, atacando el síntoma, pero no las causas profundas, que tienen que ver con el modelo de sociedad instaurado por el capitalismo neoliberal, a través de la expansión de las fronteras de explotación y, en este marco, por la intensificación de los circuitos de intercambio con animales silvestres, que provienen de ecosistemas devastados.
Por último, la fórmula bélica se asocia más al miedo que a la solidaridad y ha conllevado incluso una multiplicación de la vigilancia ante el incumplimiento de las medidas dictadas por los gobiernos para evitar los contagios. No son pocos los relatos, en Argentina así como en otros países, que dan cuenta de la asociación entre el discurso bélico y la figura del «ciudadano policía», erigido en atento vigía, dispuesto a denunciar a su vecino al menor desliz en la cuarentena.
En suma, es necesario abandonar el discurso bélico y asumir las causas ambientales de la pandemia, junto con las sanitarias, y colocarlas en la agenda pública, lo cual ayudaría a prepararnos positivamente para responder al gran desafío de la humanidad: la crisis climática.
Horizontes posibles: desde el paradigma del cuidado hasta el gran pacto ecosocial y económico
El año de la gran pandemia nos instala en una encrucijada civilizatoria. Frente a nuevos dilemas políticos y éticos, nos permite repensar la crisis económica y climática desde un nuevo ángulo, tanto en términos multiescalares (global/nacional/local) como geopolíticos (relación Norte/Sur bajo un nuevo multilateralismo). Podríamos formular el dilema de la siguiente manera.
O bien vamos hacia una globalización neoliberal más autoritaria, un paso más hacia el triunfo del paradigma de la seguridad y la vigilancia digital instalado por el modelo asiático, tan bien descrito por el filósofo Byung-Chul Han, aunque menos sofisticado en el caso de nuestras sociedades periféricas del Sur global, en el marco de un «capitalismo del caos», como sostiene el analista boliviano Pablo Solón.
O bien, sin caer en una visión ingenua, la crisis puede abrir paso a la posibilidad en la construcción de una globalización más democrática, ligada al paradigma del cuidado, por la vía de la implementación y el reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia como lazos sociales e internacionales; de políticas públicas orientadas a un «nuevo pacto ecosocial y económico», que aborde conjuntamente la justicia social y ambiental.
Las crisis, no hay que olvidarlo, también generan procesos de «liberación cognitiva», como dice la literatura sobre acción colectiva y Doug McAdam en particular, lo cual hace posible la transformación de la conciencia de los potenciales afectados; esto es, hace posible superar el fatalismo o la inacción y torna viable y posible aquello que hasta hace poco era inimaginable.
Esto supone entender que la suerte no está echada, que existen oportunidades para una acción transformadora en medio del desastre. Lo peor que podría ocurrir es que nos quedemos en casa convencidos de que las cartas están marcadas y que ello nos lleve a la inacción o a la parálisis, pensando que de nada sirve tratar de influir en los procesos sociales y políticos que se abren, así como en las agendas públicas que se están instalando.
Hay que partir de la idea de que estamos en una situación extraordinaria, de crisis sistémica, y que el horizonte civilizatorio no está cerrado y todavía está en disputa.
Lo peor que podría suceder es que, como salida a la crisis sistémica producida por la emergencia sanitaria, se profundice «el desastre dentro del desastre», como afirma la feminista afroaestadounidense Keeanga-Yamahtta Taylor, recuperando el concepto de Naomi Klein de «capitalismo del desastre». Hay que partir de la idea de que estamos en una situación extraordinaria, de crisis sistémica, y que el horizonte civilizatorio no está cerrado y todavía está en disputa.
En esa línea, ciertas puertas deben cerrarse (por ejemplo, no podemos aceptar una solución como la de 2008, que beneficie a los sectores más concentrados y contaminantes, ni tampoco más neoextractivismo), y otras que deben abrirse más y potenciarse (un Estado que valorice el paradigma del cuidado y la vida), tanto para pensar la salida de la crisis como para imaginar otros mundos posibles.
Se trata de proponer salidas a la actual globalización, que cuestionen la actual destrucción de la naturaleza y los ecosistemas, que cuestionen una idea de sociedad y vínculos sociales marcados por el interés individual, que cuestionen la mercantilización y la falsa idea de «autonomía». En mi opinión, las bases de ese nuevo lenguaje deben ser tanto la instalación del paradigma del cuidado como marco sociocognitivo como la implementación de un gran pacto ecosocial y económico, a escala nacional y global.
En primer lugar, más que nunca, se trata de valorizar el paradigma del cuidado, como venimos insistiendo desde el ecofeminismo y los feminismos populares en América Latina, así como desde la economía feminista; un paradigma relacional que implica el reconocimiento y el respeto del otro, la conciencia de que la supervivencia es un problema que nos incumbe como humanidad y nos involucra como seres sociales.
Sus aportes pueden ayudarnos a repensar los vínculos entre lo humano y lo no humano, a cuestionar la noción de «autonomía» que ha generado nuestra concepción moderna del mundo y de la ciencia; a colocar en el centro nociones como la de interdependencia, reciprocidad y complementariedad.
Esto significa reivindicar que aquellas tareas cotidianas ligadas al sostenimiento de la vida y su reproducción, que han sido históricamente despreciadas en el marco del capitalismo patriarcal, son tareas centrales y, más aún, configuran la cuestión ecológica por excelencia.
Lejos de la idea de falsa autonomía a la que conduce el individualismo liberal, hay que entender que somos seres interdependientes y abandonar las visiones antropocéntricas e instrumentales para retomar la idea de que formamos parte de un todo, con los otros, con la naturaleza.
En clave de crisis civilizatoria, la interdependencia es hoy cada vez más leída en términos de ecodependencia, pues extiende la idea de cuidado y de reciprocidad hacia otros seres vivos, hacia la naturaleza.
En este contexto de tragedia humanitaria a escala global, el cuidado no solo doméstico sino también sanitario como base de la sostenibilidad de la vida cobra una significación mayor. Por un lado, esto conlleva una revalorización del trabajo del personal sanitario, mujeres y hombres, médicos infectólogos, epidemiólogos, intensivistas y generalistas, enfermeros y camilleros, en fin, el conjunto de los trabajadores de la salud, que afrontan el día a día de la pandemia, con las restricciones y déficits de cada país, al tiempo que exige un abandono de la lógica mercantilista y un redireccionamiento de las inversiones del Estado en las tareas de cuidado y asistencia.
Por otro lado, las voces y la experiencia del personal de la salud serán cada vez más necesarias para colocar en la agenda pública la inextricable relación que existe entre salud y ambiente, de cara al colapso climático. Nos aguardan no solo otras pandemias, sino la multiplicación de enfermedades ligadas a la contaminación y al agravamiento de la crisis climática.
Hay que pensar que la medicina, pese a la profunda mercantilización de la salud a la que hemos asistido en las últimas décadas, no ha perdido su dimensión social y sanitarista, tal como podemos ver en la actualidad, y que de aquí en más se verá involucrada directamente en los grandes debates societales y, por ende, en los grandes cambios que nos aguardan y en las acciones para controlar el cambio climático, junto con sectores ecologistas, feministas, jóvenes y pueblos originarios.
En Argentina, el gobierno de Alberto Fernández dio numerosas señales en relación con la importancia que otorga al cuidado como tarea y valor distintivo del nuevo gobierno. Una de ellas fue la creación del Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual, así como la inclusión en el gobierno de destacadas profesionales, cuyo aporte en clave feminista atraviesa de manera transversal distintas áreas del Estado.
Este gesto hacia la incorporación del feminismo como política de Estado debe traducirse también en una ampliación de la agenda pública en torno del cuidado. Es de esperar que las mujeres hoy funcionarias asuman la tarea de conectar aquello que hoy aparece obturado y ausente en el discurso público, esto es, la estrecha relación entre cuidado, salud y ambiente.
En segundo lugar, esta crisis bien podría ser la oportunidad para discutir soluciones más globales, en términos de políticas públicas. Hace unos días la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), propuso un nuevo Plan Marshall que libere 2,5 billones de dólares de ayuda a los países emergentes, que implique el perdón de las deudas y un plan de emergencia en servicios de salud, así como programas sociales.
Lo peor sería legislar contra el ambiente para reactivar la economía, acentuando la crisis ambiental y climática y las desigualdades Norte-Sur.
La necesidad de rehacer el orden económico mundial, que impulse un jubileo de la deuda, aparece hoy como posible. Aparece también posible impulsar un ingreso ciudadano, debate que se ha reactivado al calor de una pandemia que destruye millones de puestos de trabajo, además de profundizar la precarización laboral, mediante esquemas de teletrabajo que extienden la jornada laboral.
Sin embargo, es necesario pensar este New Deal no solo desde el punto de vista económico y social, sino también ecológico. Lo peor sería legislar contra el ambiente para reactivar la economía, acentuando la crisis ambiental y climática y las desigualdades Norte-Sur. Son varias las voces que ponen de manifiesto la necesidad de un Green New Deal como el lanzado por la diputada demócrata Alexandria Ocasio-Cortez en 2019. Desde Naomi Klein hasta Jeremy Rifkin, varios han retomado el tema en clave de articulación entre justicia social, justicia ambiental y justicia racial.
En el contexto de esta pandemia, ha habido algunas señales. Por ejemplo, Chris Stark, jefe ejecutivo del Comité sobre Cambio Climático del Reino Unido (CCC), sostuvo que la inyección de recursos que los gobiernos deben insuflar en la economía para superar la crisis del Covid-19 debe tener en cuenta los compromisos sobre el cambio climático, esto es, el diseño de políticas y estrategias que no sean solo económicas sino también un «estímulo verde».
En Estados Unidos un grupo de economistas, académicos y financistas agrupados bajo la consigna del estímulo verde (green stimulus) enviaron una carta en la que instaron al Congreso a que presione aún más para garantizar que los trabajadores estén protegidos y que las empresas puedan operar de manera sostenible para evitar las catástrofes del cambio climático, especialmente en una economía marcada por el coronavirus.
Con Enrique Viale, en nuestro último libro Una brújula en tiempos de crisis climática (de próxima publicación por la editorial Siglo Veintiuno), apuntamos en esta dirección y por ello proponemos pensar en términos de un gran pacto ecosocial y económico. Sabemos que, en nuestras latitudes, el debate sobre el Green New Deal es poco conocido, por varias razones que incluyen desde las urgencias económicas hasta la falta de una relación histórica con el concepto, ya que en América Latina nunca hemos tenido un New Deal, ni tampoco un Plan Marshall.
En Argentina, lo más parecido a esto fue el Plan Quinquenal bajo el primer gobierno peronista, que tuvo un objetivo nacionalista y redistributivo. Sin embargo, Argentina no venía en ese entonces del desastre, tenía superávit fiscal y los precios de las exportaciones de cereales eran altos. Era un país beneficiado económicamente por la guerra europea y eso le dio al gobierno peronista una oportunidad para generar condiciones de cierta autonomía relativa, orientando su política de redistribución hacia los sectores del asalariado urbano.
Así, no hay aquí un imaginario de la reconstrucción ligado al recuerdo del Plan Marshall (Europa) o el New Deal (Estados Unidos). Lo que existe es un imaginario de la concertación social, ligado al peronismo, en el cual la demanda de reparación (justicia social) continúa asociada a una idea hegemónica del crecimiento económico, que hoy puede apelar a un ideal industrializador, pero siempre de la mano del modelo extractivo exportador, por la vía eldoradista (Vaca Muerta), el agronegocio y, en menor medida, la minería a cielo abierto.
La presencia de este imaginario extractivista/desarrollista poco contribuye a pensar las vías de una «transición justa» o a emprender un debate nacional en clave global del gran pacto ecosocial y económico. Antes bien, lo distorsiona y lo vuelve decididamente peligroso, en el contexto de crisis climática.
Esto no significa que no haya narrativas emancipatorias disponibles ni utopías concretas en América Latina. No hay que olvidar que en ka región existen nuevas gramáticas políticas, surgidas al calor de las resistencias locales y de los movimientos ecoterritoriales (rurales y urbanos, indígenas, campesinos y multiculturales, las recientes movilizaciones de los más jóvenes por la justicia climática), que plantean una nueva relación entre humanos, así como entre sociedad y naturaleza, entre humano y no humano.
En el nivel local se multiplican las experiencias de carácter prefigurativo y antisistémico, como la agroecología, que ha tenido una gran expansión, por ejemplo, incluso en un país tan transgenizado como Argentina. Estos procesos de reterritorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental, asociada al «buen vivir», el posdesarrollo, el posextractivismo, los derechos de la naturaleza, los bienes comunes, la ética del cuidado y la transición socioecológica justa, cuyas claves son tanto la defensa de lo común y la recreación de otro vínculo con la naturaleza como la transformación de las relaciones sociales, en clave de justicia social y ambiental.
De lo que se trata es de construir una verdadera agenda nacional y global, con una batería de políticas públicas, orientadas hacia la transición justa. Esto exige sin duda no solo una profundización y debate sobre estos temas, sino también la construcción de un diálogo Norte-Sur, con quienes están pensando en un Green New Deal, a partir de una nueva redefinición del multilateralismo en clave de solidaridad e igualdad.
Nadie dice que será fácil, pero tampoco es imposible. Necesitamos reconciliarnos con la naturaleza, reconstruir con ella y con nosotros mismos un vínculo de vida y no de destrucción.
El debate y la instalación de una agenda de transición justa pueden convertirse en una bandera para combatir no solo el pensamiento liberal dominante, sino también la narrativa colapsista y distópica que prevalece en ciertas izquierdas y la persistente ceguera epistémica de tantos progresismos desarrollistas.
La pandemia del coronavirus y la inminencia del colapso abren a un proceso de liberación cognitiva, a través del cual puede activarse no solo la imaginación política tras la necesidad de la supervivencia y el cuidado de la vida, sino también la interseccionalidad entre nuevas y viejas luchas (sociales, étnicas, feministas y ecologistas), todo lo cual puede conducirnos a las puertas de un pensamiento holístico, integral, transformador, hasta hoy negado.
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Fotografía: openDemocracy.