Por: Gabriel Puricelli. 11/05/2021
La ola de protestas masivas que sacude a Colombia retoma el impulso de las manifestaciones previas a la irrupción del coronavirus, que habían puesto en duda la continuidad del gobierno de Iván Duque y que quedaron súbitamente congeladas. La furia social es la respuesta a un gobierno más preocupado por mantener el “grado de inversión” que por el bienestar de su población y un efecto de la polarización generada por Álvaro Uribe.
Como a un boxeador a quien lo salva la campana que pone fin a un asalto, en marzo de 2020 la pandemia de Covid-19 puso a Iván Duque al abrigo de unas protestas masivas que amenazaban su continuidad en la presidencia de Colombia. Los cinco meses de torrenciales manifestaciones callejeras que habían arrancado en noviembre de 2019 terminaron de manera tan súbita como habían empezado.
Concluida la pausa entre asaltos, la pelea se reinició con un sonoro “como decíamos ayer” que sorprendió a un gobierno que parecía haber olvidado lo sucedido antes. El 28 de abril pasado, las mismas tres centrales sindicales que habían convocado al paro nacional antes de la pandemia volvieron a llamar a una protesta que terminó excediendo por mucho la adhesión esperada, y se transformó en una movilización callejera permanente que, diez días después, no da ninguna muestra de agotamiento.
De un modo que pinta bien la tozudez del gobierno, el despertador del malhumor social volvió a ser un proyecto de ley de reforma tributaria. La clase media y los sectores populares (que en Colombia están a menos de un salario mínimo de distancia) han visto en la iniciativa no sólo un reparto injusto del esfuerzo fiscal; tampoco comparten las prioridades a las que iría destinada la recaudación adicional esperada.
La respuesta gubernamental a las protestas ha sido mucho más violenta que la vez anterior. Según la organización colombiana de derechos humanos Temblores, hasta el 6 de mayo se contaban 37 muertos en situaciones de protesta: durante la ola antigubernamental precedente había habido tres. La consigna de las fuerzas de seguridad en la calle fue la mano dura sin ley.
En Colombia, decenas de muertos pueden pasar desapercibidos contra el telón de fondo de la guerra civil semipermanente en la que vivió el país desde la independencia hasta el acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla más numerosa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Más aún, los asesinatos de defensoras de derechos humanos, líderes sociales y firmantes del acuerdo de paz en lo que va de 2021 suman 79, más del doble de los muertos en estas dos semanas de protestas. Sin embargo, la aceleración y la espectacularización represiva a la que estamos asistiendo pone la situación en un nivel superior de gravedad. Esta crisis de derechos humanos no se puede explicar sin hacer referencia a la estrategia política que la sostiene.
Los modos uribistas
En efecto, otra cosa que se repite (en realidad, que permanece) de las protestas anteriores es el hecho inconmovible de que la mano que controla el gobierno y que azuza la represión es la del ex presidente Álvaro Uribe. En tanto alguien que ha hecho de la proyección de una imagen de hombre fuerte el secreto de su éxito y de su perdurabilidad política, no puede sorprender la arenga ininterrumpida dirigida a infundirle furia a las fuerzas represivas. Para hacerse una idea de la virulencia de sus proclamas a través de Twitter baste decir que la red social borró una de éstas hace pocos días. A diferencia de 2019-2020, a Duque, su protegido, no le quedan dos años para recomponer su gobierno. Con las elecciones generales de 2022 a la vista, la respuesta a la protesta es para Uribe la bandera de largada anticipada de la campaña electoral. Del mismo modo que en 2018, el ex presidente se la pone al hombro, buscado la polarización ideológica más extrema. Eso le impide reconocerles cualquier legitimidad a los reclamos y lo lleva a demonizar al movimiento de protesta.
Los modos uribistas de descalificar la movilización incluyen el tradicional recurso de asociarlos con la violencia guerrillera (ahora, el Ejército de Liberación Nacional y las disidencias de las FARC) y una novedosa teoría conspirativa que ya circulaba en ambientes neonazis sudamericanos y que Uribe abrazó en Twitter: la “revolución molecular disipada”. Hasta que no aparezca alguien que reclame su paternidad, el concepto fue acuñado por el neonazi chileno Alexis López, un personaje sin mayores créditos académicos que ha encontrado el modo de ser invitado a disertar en institutos de formación de cuadros militares en Colombia. López le agrega “disipada” al concepto de “revolución molecular” que el psicoanalista francés Félix Guattari usó por primera vez en 1977 para designar la ola de protestas que (incluyendo, como vimos, Colombia) se expandió por muchos países de América del Sur en 2019. Más que un concepto, se trata de un nuevo fetiche retórico para poblar el panteón de los “comunistas” que quieren subvertir el orden político en la región. Acusaciones como éstas creen encontrar validación cuando convidados de piedra de la protesta tratan de vestirse de inspiradores de la misma, como lo intentó en 2019 el hombre fuerte del madurismo, Diosdado Cabello, al hablar de la “brisa bolivariana” en los movimientos de reclamo de la región. La radicalización de alguien a quien ya solo le queda un exiguo margen para radicalizarse más, tiene una razón poco glamorosa: en agosto de 2020 Uribe fue condenado por sobornar testigos para acusar falsamente al senador de izquierda Iván Cepeda, tuvo que renunciar a su banca por eso, estuvo luego dos meses privado de su libertad y hoy afronta otro proceso que puede volver a dejarlo tras las rejas.
Más allá de las novedades estilísticas, Uribe insiste en construir el mismo hombre de paja y colgarle un cartel con el mismo nombre: Gustavo Petro. Confiado en que se trata del candidato más fácil de derrotar en una segunda vuelta en los próximos comicios, el uribismo remite la protesta al senador y ex-alcalde de Bogotá, que aparece primero en las tempranas (y siempre tentativas) encuestas de intención de voto. Por supuesto que Petro tiene poco que ver con el estallido y es más bien uno de varios políticos que intentan representarlo. Verlo de otro modo sería malinterpretar un malestar difuso que encadena demandas y rechazos que van desde la oposición informada a la reforma tributaria a las reivindicaciones de los pueblos indígenas, pasando por el hartazgo con la violencia policial contra los jóvenes urbanos. Si ni siquiera las centrales sindicales pasaron de mucho más que acercarle a este movimiento ciudadano el pretexto de una fecha, menos verosímil aún es que un candidato popular con una estructura política tenue y desorganizada pueda ser visto como el que lo acaudilla u orienta.
Divorcio entre la calle y el palacio
La nonata reforma tributaria fue, entonces, el pararrayos de rechazos múltiples previamente poco articulados. Pero fue también la evidencia del divorcio entre las demandas de la calle y las preocupaciones del palacio. Hasta pocos días antes del paro nacional del 28 de abril, los diarios colombianos definían como la máxima preocupación de la hora la necesidad de mantener el grado de inversión que las calificadoras de riesgo (antes que ninguna, Fitch, en 2011) le asignan hasta hoy a Colombia. Esa calificación le ha permitido convertirse en el tercer país de América Latina en el flujo de inversión extranjera directa (llegando a triplicar en algún momento a Argentina). Que ese flujo no haya modificado el hecho de que Colombia sólo es superado en desigualdad social por nueve países del África subsahariana y por tres del hemisferio occidental explica en gran medida el divorcio de agenda entre el mundo de los negocios que el gobierno de Duque representa y las demandas ciudadanas. La amenaza que pende sobre la calificación de la deuda soberana de Colombia puede encarecer el acceso al crédito y volver rápidamente insostenible su perfil externo. Mientras las elites se devanaban en público los sesos pensando cómo mejorar las cuentas fiscales para mantener el grado de inversión, empezaba a bullir la repulsa de los que se sentían ignorados por esa preocupación. La percepción de los satisfechos de que Colombia está lista para reclamar su lugar como la tercera economía de América Latina se dio de bruces con la pregunta que la élite política y económica no puede contestarle a los de abajo: ¿y a mí qué (o cuándo) me toca?
Preocupado más por lo que sucede arriba que por lo que sucede abajo, Duque ha elegido dar un prudente paso atrás, retirando el proyecto de ley y señalando como chivo expiatorio al Ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla, a quien le pidió la renuncia. Ha invitado a la oposición al palacio, como lo hiciera el año pasado, poco antes de que la pandemia congelara todo, para establecer un diálogo. Con la popularidad por el piso, no parece claro que pueda evitar convertirse en un presidente sin capacidad de retomar el control de la agenda antes de que termine su mandato. Las divisiones en el seno de la oposición y la dinámica autónoma de la protesta, que no necesariamente (ni, mucho menos, automáticamente) converge con las aspiraciones presidenciales de sus oponentes, pueden llegar a abrirle un espacio de maniobra. Mientras tanto, está sentado sobre un polvorín al que su mentor le echa nafta. Está por verse si la derecha colombiana logra así ponerle un cortafuego a quienes quieren desplazarla finalmente del gobierno o si se disipa molecularmente por los aires, junto con el grado de inversión.
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Fotografía: El diplo