Por: Alma Delia Murillo. Escritora mexicana, especial para BBC News Mundo. 14/06/2024
Escribo desde la incomodidad, desde un lugar extraño, agridulce. Me siento esperanzada y desencantada al mismo tiempo: ocurre que soy mujer y que soy mexicana; la intersección de esas dos variables ahora mismo en este país es un espacio muy complicado de habitar.
Vamos a tener a la primera presidenta de México. De tanto repetir la frase parece que pierde valor, y sin embargo es absolutamente histórica.
Viendo las imágenes de las celebraciones, se me viene a la mente una clase de Artes en que la maestra nos pidió que hiciéramos un autorretrato del futuro, y una amiga mía que se llamaba Yadira, se dibujó a sí misma como presidenta del país.
Fue la única; las demás dibujamos cantantes, hadas, novias en el altar, enfermeras, actrices de telenovela o del show del Chavo del 8 y Chespirito. Otra compañera le dijo a Yadira que en México no había presidentas.
Eran los años 80 del siglo pasado y aquello de imaginar una presidenta de México sonaba tan lejano, tan de otro mundo, pero en 2024 llegó. Por eso me siento entusiasta. Pero luego recuerdo que vivo en el país de 11 feminicidios al día, y algo me pide que tenga precaución, como quien ya ha padecido por el corazón roto y no quiere soltar las amarras en un nuevo enamoramiento.
Soy hija de una mujer que nació en un país que no le permitía votar, ni a ella ni a ninguna, el derecho electoral era cosa de hombres.
El voto femenino no se aprobó en México hasta 1953. Muchas mujeres lucharon por alcanzarlo.
Yo misma estudié en una escuela primaria que tenía el nombre de una luchadora. Se llamaba “Gertrudis Bocanegra Lazo” y era un internado para niñas que vivíamos en condiciones de precariedad, en pobreza, huérfanas de padre o madre. Cuando me matriculé ahí a los 7 años no sabía quién había sido ni por qué era importante.
Para esas madres ser mujeres en el mismo país donde otra mujer será presidenta, no tiene precisamente sabor a triunfo.
Por eso este ánimo destemplado, discordante.
Aún así, sí, tener una presidenta de México es reivindicativo, es romper un techo no sólo de cristal sino de espeso patriarcado a la mexicana: violento, conservador y retrógrado.
Enrique Peña Nieto, en el cargo de 2012 a 2018 por el PRI, se excusó de no saber el precio de las tortillas arguyendo “yo no soy la señora de la casa”. Un diputado de su partido, Alejandro García Ruiz, dijo quizá la peor de todas: “Las leyes, como las mujeres, se hicieron para violarlas”.
Y a propósito de violaciones, Andrés Manuel López Obrador, actual presidente de México, respaldó la candidatura a gobernador de Félix Salgado Macedonio, pese a que tenía dos acusaciones de violación y una más por acoso sexual.
Con ese panorama no hacen falta dotes adivinatorias para saber que la persecución sobre la primera mujer presidenta será feroz, que la exigencia no tendrá el mismo rasero de permisividad que se ha dado a los hombres que ocuparon el cargo: hemos tenido presidentes corruptos, ladrones, con sombras de asesinatos en su historia familiar, que han llevado a crisis devaluatorias la moneda mexicana y la inflación más allá de lo tolerable para la economía de los mexicanos, que han militarizado el país y que tuvieron en su gabinete a personajes como Genaro García Luna, hoy preso con cargos criminales por narcotráfico… el recuento es infame. Y todo se les ha tolerado.
Ojalá que la primera presidenta eleve la vara en el desempeño; pero ojalá, también, que la tabla para medir no sea el machismo ni el encono de quienes no toleran que las mujeres hayamos salido de la sombra doméstica al espacio público.
Y ahí estaremos muchas ciudadanas, hayamos votado por ella o no, intentando elevar la conversación, procurando ser guardianas de una civilidad que vuela por los aires cuando de atacar el cuerpo de una mujer se trata.
Al menos yo lo haré porque esta es una lucha colectiva de siglos, una cosecha ganada sobre el sufrimiento de Gertrudis Bocanegra o Leona Vicario, el de Hermila Galindo y mi madre, el de nuestras abuelas y tantas otras compañeras.
Por eso anhelo que tener una mujer presidenta se traduzca en pensar políticas públicas desde la cultura de la equidad y el cuidado, que la estrategia central esté en la construcción de paz y en encontrar formas de detener la guerra que ninguna administración anterior se ha atrevido a desmantelar.
Con el corazón espero que la señora presidenta no nos cierre con vallas el Palacio Nacional cada 8 de marzo que salgamos a marchar, como ya lo han hecho en el pasado.
Ojalá que la señora presidenta se pronuncie con cada feminicidio, que su discurso nunca vaya por el rumbo de la revictimización. Ojalá sea compañera de la comunidad LGBTQ+ sin regatear el respaldo a los derechos humanos.
Ojalá, como dijo ella misma en una de tantas entrevistas, no fuera noticia que una mujer es astronauta, ingeniera, gobernadora o presidenta de la república.
Pero hoy es noticia y también revelación y acontecimiento: México tiene a su primera presidenta.
Fotografía: Óscar Mireles