Por: Gustavo Santiago. 19/11/2024
En un nuevo volumen de su “contrahistoria de la filosofía”, el filósofo francés analiza los dilemas de los intelectuales judíos de posguerra, marcados por la influencia del controvertido autor de Ser y tiempo
uando, dos décadas atrás, el filósofo francés Michel Onfray (Argentan, 1959) anunciaba su proyecto de una “contrahistoria de la filosofía”, lo hacía apelando al concepto de “polemología” (derivado del término griego “pólemos”, guerra). No hay filosofía sin batallas. Y, como en toda guerra, aún cuando se proclamen vencedores y vencidos, lo que más abunda son los muertos y los heridos. El volumen X de aquella contrahistoria que se inició con el pensamiento antiguo, se ocupa ahora del día después de una de las mayores contiendas bélicas que conoció el mundo (en el terreno material, concreto, aunque inmediatamente también en el del pensamiento), día en el que reina el desconcierto y la desolación. Pero que está llamado a ser, al mismo tiempo, el de la reconstrucción y el del inicio de un nuevo movimiento.
“Si bien Heidegger es el fantasma, la sombra que se mueve tras bambalinas, quien funciona como auténtico nexo vital –afectivo e intelectual– entre los personajes es Hannah Arendt”
Este nuevo volumen se titula El pensamiento posnazi. El título, en la perspectiva de Onfray, sería equivalente a “pensamiento posheideggeriano” ya que, en sus palabras, “el autor de Ser y tiempo ha sido claramente nazi […] los hechos están allí, cualesquiera fueren las explicaciones”. En un mundo en ruinas que acaba de dejar atrás el horror de Auschwitz (y de Hiroshima y Nagasaki), las sombras de lo monstruoso lo invade todo. Y, en el terreno de la filosofía, esa sombra carga con el nombre de Martin Heidegger (1889-1976). Si la pregunta para muchos sobrevivientes de la pesadilla nazi fue “¿cómo seguir viviendo?”, en el campo del pensamiento la pregunta que abre una nueva época –especialmente para los pensadores judío-alemanes– es “¿Cómo pensar después de Heidegger?”.
Los autores abordados en este texto son Hannah Arendt (1906- 1975; Hans Jonas (1903-1993) y Günther Anders (1902-1992). Como es característico de toda su producción, Onfray entrelaza aquí la obra filosófica de los protagonistas con escenas de su biografía. Solo que, en este caso en particular, se trata de trayectos que estuvieron profundamente vinculados entre sí. En efecto, Hannah Arendt, Hans Jonas y Günther Anders compartieron parte de su vida, de sus pasiones, de su intimidad. Los tres se sintieron fascinados en su juventud por Heidegger. Asistieron a sus cursos, conocieron su cabaña en la Selva Negra. Los tres tuvieron que afrontar el peso de pensar a partir de (y, luego, a pesar de) su enorme y asfixiante figura.
Si bien Heidegger es el fantasma, la sombra que se mueve tras bambalinas, quien funciona como auténtico nexo vital –afectivo e intelectual– entre los personajes es Arendt. Amante “fiel e infiel”, según sus propios dichos, de Heidegger hasta sus últimos días, esposa de Anders durante ocho años y amiga íntima con algún que otro desliz menor de Jonas, Arendt tuvo, además (tanto a partir de sus textos publicados como de los diálogos personales y la correspondencia privada), una influencia decisiva –aunque no siempre debidamente reconocida– sobre ellos. El punto de quiebre en esa relación llegará con la publicación de las notas que Arendt escribió en torno al juicio a Eichmann que se publicaron con el título: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. En su libro Nuestra participación en esta guerra. Una voz dirigida a los hombres judíos, Hans Jonas afirma: “El fundamento de nuestra amistad se había venido abajo a causa del libro sobre Eichmann”. Onfray señala que “Jonas le reprocha –a Arendt– el tono de su libro, su antisionismo y su ignorancia respecto de las cuestiones judías”. Günther Anders, por su parte, en su texto Nosotros, los hijos de Eichmann, rebate la tesis de Arendt según la cual los Consejos judíos podrían haber hecho más para resistir al nazismo, y cuestiona la ligereza con la que se etiqueta de “totalitarismo” a regímenes sustancialmente diferentes, con lo cual se mitiga el horror propio del nazismo.
Más allá del origen filosófico común, del contexto histórico compartido, y de las encrucijadas en las que ocasionalmente sus palabras volvieron a cruzarse, cada uno de estos “hijos judíos de Heidegger”, como los llama Onfray, supieron desarrollar sus propios caminos. Arendt se convirtió en una referente de la filosofía política del siglo XX, con una producción que resultó ineludible tanto para sus partidarios como, sobre todo, para sus adversarios. Hans Jonas se dedicó, entre otros temas, a la ética, donde desarrolló una doctrina centrada en la defensa de la ecología basada en imperativos como: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra” o “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”. Esa inquietud por la viabilidad de la humanidad en un futuro a corto plazo lo llevó a preconizar una “heurística del temor” con la que, al anticipar el advenimiento de una inminente catástrofe global, pretendió hallar los medios para evitarla. También Anders se mostró inquieto con el futuro que se estaba proyectando. Para él, no se trataba en realidad de una novedad, sino de una continuidad con las fuerzas desatadas en Auschwitz e Hiroshima. “Günther Anders relaciona el mal, ese mal, ese tipo particular de mal que es la barbarie nazi, con el lugar que ha tomado la técnica en nuestra civilización”, sostiene Onfray.
Cuando el recorrido del texto parece dejar sentada la divergencia final en los derroteros de los tres autores abordados, Onfray se encarga de ponerlos nuevamente bajo un techo común: el del nihilismo. “Hay nihilismo –sostiene el filósofo francés– cuando el bien se convierte en el mal y el mal, en el bien. Tomando en cuenta esta precisión, el siglo xx vendría a ser el siglo del nihilismo”. Onfray enumera algunas de las “potencialidades posnihilistas propuestas por Arendt, Jonas y Anders: 1) el sionismo en Palestina; 2) la revolución consejista; 3) el régimen autoritario; 4) el gobierno aristocrático de filósofos iluminados; 5) la invitación ética al monoteísmo judío; 6) el pacifismo antinuclear; 7) el terror ecológico”. Si bien los lectores que llegaron a esta altura del libro saben a quién atribuir cada una de las posturas, Onfray no se molesta en hacerlo. Porque, desde su óptica, en esa lucha por evitar que el bien se convierta en mal y el mal se convierta en bien todas ellas evidenciaron el mismo fracaso. Se trata de propuestas que no son alternativas al nihilismo, sino parte de él. Aquella sombra que cobijó a estas tres figuras en su juventud encontró nuevas derivas, nuevas formas de manifestarse, pero nunca los abandonó. Lapidariamente, Onfray concluye: “El triunfo del nihilismo es total cuando los remedios propuestos para combatirlo son, a su vez, nihilistas”.
Como sucede con cada uno de los volúmenes de su contrahistoria, este se presta también a profundas controversias. Quizás eso se deba a que, tal como el propio autor acertó en señalar, la filosofía no puede escapar a la lógica de la guerra. Su historia –aunque se la presente como una contrahistoria– será siempre cuestión de polemología.
El pensamiento posnazi
Por Michel Onfray
El Cuenco de Plata. Trad.: Javier Ignacio Gorrais
352 págs./$ 28.000
Eichmann en Jerusalén
Hannah Arendt
Lumen
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Fotografía: La nación