Por: Alma Delia Murillo. Sin Embargo. 26/01/2018
Yo me quejo porque me duele y me duele porque estoy viva.
Me gusta repetir esa frase, sobre todo para mí misma.
Estoy convencida de que nuestra existencia transita entre las coordenadas del deseo, la carencia y la domesticación. Estoy convencida, también, de que toda guerra vital viene acompañada de dolores inevitables. ¿Qué hacemos con la incomodidad? ¿qué hacemos con el dolor? ¿cuánto lo toleramos? ¿cuánto lo escuchamos?
Hace un par de años leí algo que me impresionó. En The Examined Life (La mujer que no quería amar) de Stephen Grosz, se narra la experiencia de un médico que, trabajando en una leprosería, comprendió que las deformaciones de los leprosos no eran consecuencia natural de la enfermedad, sino que eran el resultado de no sentir: insensibles al dolor en las heridas, los pacientes podían dejar que se infectaran y se les cayera la piel. El relato termina así: “cuando conseguimos no sentir nada, perdemos el único medio que tenemos de averiguar qué nos hiere y por qué”.
Si el dolor forma parte de nuestro registro emocional será por algo y su primera manifestación natural, la queja (o el llanto), también tiene un propósito. No deja de sorprenderme todo lo que hacemos tanto individual como socialmente para no explorar las emociones que consideramos negativas.
No llores. No tengas miedo. No estés triste. No te enojes. No te quejes. No te quejes. No te quejes.
Visualizar a una persona eternamente feliz, arrojada, sonriente, que no siente dolor y no se queja nunca, es perturbador. Semejante descripción pinta más a un humanoide que a un ser humano.
A menudo intento imaginar las consecuencias de ese discurso de castidad emocional donde no cabe lo “malo” ni lo “negativo”. Pronto me digo que no tengo que imaginar nada: aquí estamos, siendo la sociedad que somos.
Nuestras consignas colectivas reflejan con una fidelidad escalofriante el estado emocional de una sociedad, la complejidad o simpleza de quienes la conformamos. Me llama particularmente la atención esa respuesta instantánea que reza: “No te quejes, ¿qué propones?”
Por lo que más quieran. De veras, sacudámonos la domesticación y la tolerancia inaudita que tan jodidos nos tienen.
Si me quejo del desvío de dinero y la corrupción, me preguntan, “¿qué propones?” Carajo. Cómo que qué propongo, que no roben, es obvio.
No me toca proponer una chingada, me toca exigir. Exigir no sólo es mi derecho sino mi obligación. Ellos, los que hoy ostentan cargos públicos, hicieron promesas; ellos se postularon como candidatos para una posición de servicio, ellos viven del erario público que alimentamos ustedes y yo con los impuestos que derivan de nuestro trabajo incesante. ¿Que qué propongo? que hagan su labores, que no desvíen mi dinero ni el de ustedes, que no se eternicen saltando de un puesto oficial al otro con ese cinismo insultante. Es penosa la domesticación que se oculta tras la premisa de que para quejarse del nefasto desempeño de los funcionarios públicos, debemos proponer algo.
La mexicana es una sociedad que sigue batallando con los primeros peldaños de la escalera, tendríamos que empezar por decir basta, por dejar de tolerar, por quejarnos sistemáticamente, públicamente, vociferando para dejar bien claro que no toleramos cuando algo duele. Y miren que este país ha dolido. Ya luego hablamos de proponer, empecemos por poner los límites que urgen.
Ya me calmo.
Vuelvo al punto: quejarse es parte de nuestras manifestaciones emocionales, es un síntoma, un mensaje, una alerta.
Y por eso quiero reivindicar, una vez más, el ejercicio de la queja.
Por cada no te quejes yo digo quéjate fuerte y claro, por cada no te enojes yo digo permite que tu ira encuentre una salida, que tu furia te sacuda y reconstruya tu entorno.
Que no es cuestión menor darnos por enterados de que la herida duele, saber que está infectada. Antes de que se nos caiga la piel a pedazos en medio de la más absoluta insensibilidad.
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Fotografía: Cuartoscuro