Por: Javier Cercas. El País. 11/07/2016
Los ‘tontos cultos’ no detectan una ironía, una metáfora o una provocación, y así atrofian el pensamiento. Se trata de una maldición que cunde.
Ocurrió hace casi diez años. Por entonces yo preparaba un libro sobre la Transición y fui a entrevistar a Santiago Carrillo, eterno secretario general del PCE y uno de los arquitectos de la Transición. Hablamos durante horas, en su casa, mientras el viejo dirigente comunista fumaba un cigarrillo tras otro. En cierto momento le pregunté si él también pensaba, como tantos, que Adolfo Suárez había sido un político inculto. Carrillo se quedó mirándome; luego dio una calada a su cigarrillo. “¿Dice usted qu00e ha sido profesor universitario?”, preguntó. Un poco perplejo, contesté que sí. Carrillo prosiguió: “Entonces habrá conocido usted a muchos tontos cultos, ¿verdad?”. Sonreí. Carrillo también sonrió. “Pues Suárez era todo lo contrario”, dijo.
Desde aquel día he pensado a menudo en los tontos cultos; de hecho, he llegado incluso a pensar que nuestro tiempo es el tiempo de los tontos cultos. ¿Qué es un tonto culto? François Furet sostuvo que la Revolución Francesa terminó a fines del siglo XX, cuando las instituciones políticas de Francia suscitaron un consenso inédito desde 1789; Eric Hobsbawm argumentó que el siglo XX transcurrió entre 1914, cuando estalló la I Guerra Mundial, y 1991, cuando se produjo el colapso de la Unión Soviética; Ian Kershaw acaba de razonar que la II Guerra Mundial empezó el 7 de marzo de 1936, cuando Hitler invadió Renania ante la pasividad de Francia y Reino Unido.
Nadie ignora que, para los manuales de historia, las fechas anteriores son erróneas, pero a nadie se le ocurriría reprocharles a esos tres historiadores las afirmaciones precedentes, porque las tres poseen un sentido que sobrepasa la roma literalidad de la cronología; a nadie, salvo a un tonto culto. Un buen amigo escribió no hace mucho que nuestra guerra civil terminó en la Transición, dado que el franquismo no fue más que la prolongación de la guerra por otros medios; la idea no es extraordinaria, pero sí lo es que un profesor universitario denunciara en un libro de éxito la desfachatez analfabeta de mi amigo por ignorar que la guerra terminó en 1939, dato éste que, hasta que fue revelado por nuestro santo varón, todos desconocíamos.
Ahí tienen el fruto del triunfo del tonto culto: la barbarie de la literalidad. Se trata de una maldición que cunde, aunque no siempre con efectos tan deletéreos.
En el mundillo intelectual español parece últimamente considerarse de una audacia inaudita denunciar la equivalencia entre ficción y mentira vindicada por algunos. Vaya por Dios. No digo que carezca de interés discutir las diferencias que separan una mentira de una ficción, pero siempre que, antes de hacerlo, uno se pregunte por qué ha identificado ambos términos, a veces a modo de provocación o de metáfora, una estirpe que va desde Platón hasta Oscar Wilde y desde el Gorgias de Plutarco hasta Bertrand Russell, pasando por Orson Welles o Picasso, y siempre que no se olvide que, en latín, el verbo que significa “mentir” (mentiri) significa también “inventar”, “imaginar”, “imitar” y “crear una ficción”, lo que explica que Horacio escriba para encarecer a Homero: “Atque ita mentitur, sic veris falsa reminiscet” (“Y así miente, así mezcla lo falso con lo verdadero”).
En fin: discutir las diferencias entre una ficción y una mentira puede no ser una pérdida de tiempo (entre nosotros lo ha hecho, con gran sutileza, José María Pozuelo), aunque sólo si no se zanja a la brava el asunto o no se cree que la identificación entre ambas es apenas otro invento diabólico de –horresco referens!– Mario Vargas Llosa.
Ese es el problema: que a menudo estos bárbaros obligan a perder el tiempo explicando lo evidente, que su literalidad de dómines los incapacita para detectar una ironía, distinguir una idea de unaboutade o descifrar el significado de una metáfora o una provocación, atrofiando así el pensamiento hasta el límite del enanismo.
Aunque, bien pensado, el problema quizá no sea la falta de inteligencia. No sé si fue Gabriel Zaid quien observó que el gran problema cultural de nuestro tiempo no lo provoca la gente que no sabe leer ni escribir, sino la que no quiere leer y no para de escribir. Puede que tenga razón.
Fuente: http://elpaissemanal.elpais.com/columna/la-barbarie-la-literalidad/
Fotografía: taboofart