Por: Luis Armando González. 12/11/2022
Nota introductoria
Las dinámicas políticas e ideológicas, y los intereses políticos económicos en juego, hacen parte de la vida cotidiana de las personas en las sociedades contemporáneas. Comprender esas dinámicas en términos conceptuales es sumamente valioso, pero lo es más investigar científicamente cómo, en cada sociedad concreta, las familias viven la política y cómo en la misma se cultivan hábitos y comportamientos que tienen por base autopercepciones identitarias. Y ello porque la investigación cientifica es la que permite no sólo conocer de mejor manera lo que sucede en el interior de las familias, en este caso en términos políticos y en términos de reproducción de la identidad personal y grupal, sino ayudar en el diseño de mecanismos de intervención familiar en caso de ser necesario. ¿Qué es lo propio de la investigación científica? ¿Cuál es su lógica? ¿Cuál es el lugar que ocupan las situaciones problemáticas en ella? Antes de pasar a ello, el autor deja constancia de que estos materiales han sido utilizados como apoyo para la asigntura Sociología de la Familia, en la Maestría de Derecho de Familia de la Universidad Gerardo Barrios.
1. Una mirada general sobre la lógica de la investigación científica
Se tiene que comenzar por decir que la ciencia es un tipo especial de conocimiento humano; un tipo de conocimiento que se consigue (que se construye) a partir procesos investigativos en los que se busca dar explicaciones a determinados hechos, sucesos o acontecimientos del mundo real. Lograr esas explicaciones es la meta principal de la actividad científica, pero ¿qué significa explicar en la ciencia? Significa encontrar el o los factores que provocan, causan, inciden, influyen o condicionan a otro hecho, suceso o acontencimiento (González, 2022).
El o los factores incidentes o causantes reciben el nombre de explanans, que quiere decir “lo que explica”. El hecho (suceso o acontecimiento) que es influidos o causado por aquél o aquéllos factores recibe el nombre de explanandum, que quiere decir “lo explicado” o “lo que se quiere explicar”. El explanans se identifica con la letra A y el explanandum con la letra B, y así explicar en ciencia quiere decir establecer o encontrar la relación que existe entre A (explanans) y B (explanandum) (González, 2021). La conexión entre ambos ejes se identifica con una flecha: A—B
La investigación científica consiste, por tanto, en encontrar la forma en la que A se relaciona con B. Por eso se dice que la ciencia es relacional. Volviendo a B, cabe recordar que hace referencia a los hechos, sucesos o acontecimienos que se pretenden explicar a partir de A (o sea los factores explicativos). Pues bien, la expresión correcta para referirse a esos hechos, sucesos o acontecimientos es “problema”. Y los problemas son claves en un proceso de investigación cientifica. ¿Qué es un “problema” en la ciencia? Un hecho, suceso o acontecimiento del cual se desconcen el factor o los factores (otros hechos, sucesos o acontecimientos) que inciden en el mismo, lo provocan, lo condicionan o lo causan. Una problema es, por tanto, un desafío para la investigación científica, pues invita a buscar aquello que lo está provocando (o causando) o lo ha provocado (o causado).
Es por lo anterior que los problemas son el punto de arranque de un proceso de investigación. Los investigadores (o los estudiantes de postgrado) deben, para iniciar un proceso investigativo, formular un problema de investigación. ¿En dónde se encuentran los problemas? En la realidad: ahí están los hechos, sucesos o acontecimientos que requieren de una explicación. Pero el invesigador (o el estudiante) debe identificar ese problema, debe selecionarlo, debe construir una argumentación sobre el mismo; a esto se le llama planteamiento del problema (Arias Gonzales, 2021).
Para plantear correctamente un problema de investigación se requiere, como se acaba de señalar, seleccionarlo. ¿Cómo se hace esto? Identificando el contexto problemático más amplio al que ese problema pertenece. Y ello porque en la realidad (natural y social) los hechos, sucesos y acontecimientos están conectados e interrelacionados. Un problema de investigación debe ser separado de otros problemas con los que se relaciona, y que constituyen una “situación problemática” de la cual aquél es parte. La relación entre ambas cosas se visualiza así:
Situación problemática—Problema de investigación
Formulado un problema de investigación –ubicado en una situación problemática— se procede a derivar del mismo las preguntas de investigacion y las hipótesis. Respecto de las preguntas de investigación debe decirse que las mismas deben contener los dos ejes con lo que se juega en una investigación: A y B, es decir, la pregunta hace referencia a la manera en la que un factor A incide en un problema B. Por ejemplo, ¿de qué manera A incide o influye en B? o ¿en qué medida cambios que se dan en A reflejan cambios en B? Por su lado, la hipótesis es una respuesta provisional a la pregunta de investigación que se ha propuesto. En esa respuesta se hace la conexión hipotética entre A y B. En un esquema se ve así:
Situación problemática—Problema de investigación—Preguntas de investigación—Hipótesis.
Cuando se tiene una hipótesis (o varias) se puede proceder a la siguiente fase en el proceso, fase que consiste en establecer el tipo de datos empíricos que se requieren para respaldar o rechazar la hipótesis. Esos datos pueden ser cuantitativos o una combinación de éstos con datos cualitativos. La diferencia entre unos y otros es que los primeros se prestan a una medición precisa, mientras que los segundos son medibles sólo de forma aproximada. Ahora bien, toda investigación científica requiere de una cuantificación mínima, pues esa es una garantía de que se trabaja con hechos reales.
Por ello, es importante que los investigadores (o los estudiantes) se pregunten, de entrada, qué es lo cuantificable de su objeto de estudio (es decir, de su problema de investigación). Una vez que se ha establecido el carácter de los datos que se necesitan se sigue con la identificación de las técnicas e instrumentos que usarán para su recolección, la cual se realiza en el trabajo de campo. Completado el trabajo de campo, los investigadores (o los estudiantes) deben procesar sus datos y proceder a comparalos con su hipotesis. El ciclo se cierra con las conclusiones. Esquemáticamente:
Situación problemática—Problema de investigación—Preguntas de investigación—Hipótesis—Técnicas e instrumenos de investigación—trabajo de campo—procesamiento de datos (análisis e interpretación de los datos)—conclusiones.
Paralelamente a todo este proceso, se deben ir elaborando los planteamientos teóricos que servirán de marco conceptual para el desarrollo de la investigación, desde que se formula el problema de investigación hasta la conclusión. En las tesis de Maestría estos planteamientos teóricos se recogen lo que se conoce como “marco teórico”, “estado del arte” o “estado de la cuestión”. Así, un esquema general se ve así:
Situación problemática—Problema de investigación—Preguntas de investigación—Hipótesis--[Marco teórico]– Técnicas e instrumenos de investigación—trabajo de campo—procesamiento de datos (análisis e interpretación de los datos)—conclusiones.
En resumen, la investigación científica permite explicar por qué suceden ciertos fenómenos, sucesos, hechos o acontecimientos. Un fenómeno (hecho, suceso o acontecimiento) es un problema de investigación cuando se desconoce qué es lo que lo provoca. En el ámbito de la familia suceden un sinfín de hechos, sucesos o acontecimientos que requieren explicación, es decir, que requieren ser investigados con herramientas y criterios científicos.
2. Política, identidad y hábitos en el seno de la familia
Un campo problemático en la investigación científica de la familia lo constituye la política, cuya incidencia en las dinámicas familiares puede alcanzar, en determiadas circunstancias, repercusiones dramáticas. La política llega a las familias de distintas maneras, pero una sumamente llamativa es la relacionada con los procesos electorales, que suelen generar un clima de debate, cruce de intereses, lealtades y tensiones del cual muy pocas personas pueden sustraerse. Estas tensiones, imtereses y lealtades pueden ser descisivas en la socialización política de las nuevas generaciones (Ramos Requejo, 1990).
2.1. Lo electoral y lo institucional
En el caso de El Salvador, desde 1982, se tienen procesos electorales casi continuos (elecciones presidenciales cada cinco años y elecciones para diputados y consejos municipales cada tres) que mantienen buena parte de la sociedad permanentemente pendiente de los partidos, los candidatos y los desenlaces electorales. En 2019 se tuvo la más reciente elección presidencial y en 2022 se debate sobre quién podría ser el siguiente presidente, aunque la elección será en 2024. Entre tanto, en 2021 se realizaron unas elecciones para alcaldes y consejos municipales, y en 2023 –como si nada—se tendrán las siguientes.
O sea, se trata de una sociedad sumamente influida por lo político electoral. Y eso político electoral, como no puede ser para menos, reperctute en el interior de las familias. ¿Cómo lo hace? ¿Con qué intensidad? ¿Cómo viven las familias lo político partidario? Estas y otras interrogantes son un incentivo para la investigación científica sobre la familia, pues son interrogantes para las cuales no hay respuestas bien fundamentadas.
Se puede sospechar que en algunas familias lo político partidario genera conflictos (que pueden ser muy o poco duraderos, muy o poco intensos), mientras que en otras es un factor de complicidad y fortalecimiento. Otras familias han aprendido a convivir con opciones políticas distintas en su seno. Como quiera que sea, en un país como El Salvador es muy probable que sólo unas muy pocas familias sean totalmente indiferentes a lo político-partidario. Por otro lado, la política llega a las familias por otra vía: las normativas y las decisiones emanadas del Estado y los gobiernos. Desde 1950, o incluso desde antes, los aparatos estatales han venido ampliando y diversificando sus mecanismos de regulación-intervención social, en ámbitos educativos, económicos, salud, alimentación y seguridad. En el caso de El Salvador, el volumen de normativas emanadas del Estado es abrumador si se compara con lo que existía hace 30 o 40 años.
Muchas de esas normativas atañen a la familia; y no sólo son normas, sino mecanismos que inciden sus dinámicas internas, como es el caso –y sólo por poner un ejemplo— de las normativas y mecanismos tributarios a los que no escapa, prácticamente, ninguna familia. O sea, el Estado salvadoreño (que es donde cristaliza el poder político) incide en las dinámicas familiares (económicas, educativas, sanitarias, alimentarias y de seguridad) de variadas maneras, algunas favorables a la estabilidad familiar y otras nocivas. La investigación de esa incidencia es algo digno de la mayor de las atenciones. No siempre, lamentablemente, la relación Estado—familia es potenciadora del bienestar y la integración de esta última, por más que se diga que la familia es la base de la sociedad. Como sostiene un informe de de Fusades y Unicef (2015):
“La familia ha sido vista tradicionalmente como la unión entre consanguíneos que se genera, en la mayoría de los casos, por el matrimonio. Sin embargo las transformaciones del mundo industrializado, tecnológico, globalizado y moderno, han llevado a las sociedades a ser más dinámicas y a transformarse con mayor velocidad, así como también a adoptar –y aceptar– nuevos patrones de organización familiar. Las familias salvadoreñas no son la excepción, enfrentándose a desafíos derivados del nivel de desarrollo económico, las pautas socioculturales predominantes y las tendencias demográficas. A pesar de la relevancia que la familia posee para el diseño y desarrollo de políticas públicas, en El Salvador aún se carece de información sistemática sobre las vulnerabilidades socioeconómicas y dinámicas que les afectan. Estas vulnerabilidades, producto de una diversidad de factores y riesgos, tales como la precariedad del mercado laboral, la migración, la violencia, entre otras, pueden profundizar su situación o exposición a la pobreza (Unicef, 2015, p. 8).
2.2. La familia: espacio de reproducción identitaria
En las dinámicas familiares no todo es política, obviamente. Suceden muchas más cosas que requieren para ser comprendidas de una mirada científica que se las problemátice e indague sobre los factores que intervienen en su gestación o mantenimiento. Un primer conjunto de asuntos relevantes que suceden en el seno de una familia –entendida como un micro agrupamiento social— tienen que ver con el cultivo de unos referentes de identidad que serán (o son) asumidos por sus miembros. Sobre la identidad y los referentes de identidad cabe anotar que:
“La configuración de la identidad social del grupo viene dada tanto por la percepción de semejanzas en el endogrupo como por la percepción de diferencias endogrupo-exogrupo, con base en determinadas dimensiones categoriales. De esta manera, la identidad social puede ser concebida como una construcción subjetiva, resultado de las interacciones cotidianas de los individuos con sus grupos de referencia, a través de las cuales los sujetos delimitan lo propio frente a lo ajeno… Un referente es aquello que expresa relación con algo. En este caso, si hablamos de referente identitario significa aquello con lo cual existe cierta afinidad o identificación para expresar y definir quién soy. Los referentes identitarios se consolidan cuando existen procesos de apropiación y resignificación por parte de los individuos, además de basarse principalmente en tres elementos: a) la interacción con los otros; b) ser producido y ser producto a partir de lo social, cultural, político, histórico y psicológico y c) tomar forma y afirmarse de manera individual y/o grupal” (Soto y Caldera González, 2013, p.246).
Para los nuevos integrantes de un grupo familiar –por ejemplo, para los hijos e hijas que van naciendo— la forja de su identidad personal y colectiva (su pertenencia a algo más grande que su familia) se comienza a dar justamente en la interacción con sus padres y hermanos, si ya los hay. Los padres –y otros adultos, como hermanos mayores, abuelos o tíos— suelen ser los referentes de identidad primarios para los niños y las niñas en sus primeros años de vida. En esos años es que se sientan las bases de una identidad personal que irá cambiando en la medida que pase el tiempo y otros referentes de identidad vayan siendo asimilados. Un asunto de enorme interés para la investigación científica de la familia en El Salvador atañe al tipo de identidad que forjan niños, niñas y adolescentes en sus grupos familiares de pertenencia, lo cual está relacionado con los referentes de identidad que nutren su socialización primaria.
No es un tema irrelevante, en lo absoluto, dado que la identidad es lo que determina la forma cómo cada cual se ve a sí mismo y a los demás, así como el bienestar subjetivo y emocional de las personas. Sólo la investigación científica puede ayudar a comprender los factores que inciden en el bienestar subjetivo y emocional de la familias. Y ello porque:
“Las familias están adquiriendo progresivamente diferentes formas, más allá de la tradicional de una madre y un padre casados (ej. familias homoparentales, uniparentales). En la actualidad se observa que otros factores pueden ser más determinantes para el bienestar subjetivo que la estructura familiar, como por ejemplo, los recursos de la familia, el apoyo social, la calidad de las interacciones entre padres e hijos y las relaciones, así como el clima y la estabilidad emocional de la familia. Así, se ha observado que los chicos y chicas que crecen en familias homoparentales presentan valores medios o medio-altos en competencia académica, competencia social y autoestima, y no presentan problemas clínicos en ajuste emocional ni comportamental, gozando buena aceptación por parte de sus compañeros de clase (…)” (Simkin y Becerra, 2013, p. 128).
Los autores citados hacen referencia, asimismo, el peso de los factores socio-económicos y político-institucionales. Así, anotan que:
“En el mismo sentido, Tuñón (…) destaca como un factor de mayor impacto negativo las desiguales trayectorias que se asocian a un conjunto de factores de índole socio-económico y político-institucional. A pesar de que la influencia de los padres decrece a medida que las personas se acercan a la adolescencia, existe una amplia evidencia de que la familia sigue siendo fundamental en el transcurso de toda la vida (…) al punto que la socialización parental puede amortiguar efectos de experiencias negativas entre pares en la adolescencia (….)” (Simkin y Becerra, 2013, p. 128).
2.3. Los hábitos y los comportamientos[1]
Cuando se dice valores se dice normas, es decir, orientaciones para la conducta y las relaciones consigo mismo y con los demás (Ramírez Castillo, 2005). ¿Qué valores (o antivalores) y normas de conducta social se cultivan y promueven en las familias salvadoreñas en estos momentos? ¿Qué valores (o antivalores) y normas de conducta social se han cultivado y promovido en las familias salvadoreñas desde el fin de la guerra civil? ¿Hay alguna relación entre eso y los comportamientos públicos y privados del presente? Estas interrogantes (y otras) urgen de respuestas que, para ser de alguna utilidad, deberían surgir de investigaciones científicas.
Un asunto que no debe perderse de vista es que muchas veces lo que se cultiva en la familia como valores y normas puede entrar en choque con lo ideales de una buena sociedad; estos ideales muchas veces se cultivan en la escuela, pero los maestros la tienen difícil a la hora de competir con padres, madres o tutores que enseñan lo opuesto a lo que ellos tratan de enseñar.
Así, un ejemplo gráfico de esto es el caso de padres (mamá y papá) que cultivan el abuso, el irrespeto y la irresponsabilidad como algo bueno y positivo ante sus hijos e hijas (se puede ver eso en las calles con conductores adultos que violan las leyes de tránsito y sus hijos e hijas, en el asiento de atrás, contemplan a diario esas conductas); luego, en el salón de clases, la maestra o el maestro se esfuerzan por promover la responsabilidad y el respeto a las leyes. ¿Quiénes tendrán mayor capacidad de influencia? Seguramente, el papá y la mamá. Pero lo mejor sería investigar con el mayor rigor un asunto tan importante y delicado.
Lo que sí no puede dejarse de lado es el papel crucial que juegan los grupos de referencia primarios (y el micro grupo familiar es el esencial) en la formación de los hábitos de sus nuevos miembros, es decir, de conductas-comportamientos que, luego de aprendidos, se convierten en automáticos y espontáneos. Dicho se forma sencilla:
“Los hábitos se caracterizan por estar muy arraigados y porque pueden ejecutarse de forma automática. Cuesta mucho cambiar los hábitos. La clave de la adquisición de hábitos está en que la persona se habitúa a realizar las actividades esperadas. De esta manera la acción se incorpora a la rutina diaria y se ejecuta sin tener que involucrar la conciencia. Aristóteles dijo hace 25 siglos que somos seres de hábitos. Pero el hábito puede ser modificado. Para lograr transformarlo o extinguirlo, se requiere que la persona no solamente tenga conciencia de la necesidad de modificarlo, sino que de manera repetitiva ejecute la conducta alternativa para modificarlo o eliminarlo” (Unidad de Prevención Comunitaria en Conductas Adictivas, s.f., p.2).
Y hay hábitos que se afianzan en la vida más que otros; y estos son los que se crean en las primeras etapas del desarrollo evolutivo y emocional de las personas (Unicef, 2015). Eso no quiere decir que lo que se cultiva en esos primeros años se petrifique y sea, por ello, inmodificable.De hecho, el desarrollo en la adolescencia está sujeto a modicaciones corporales, cerebrales y comportamentales que permiten el cultivo de nuevos hábitos, o la modificación de los heredados en la etapa de vida previa (Blakemore, 2019).
La adquisión de hábitos es algo vital para las personas y en la primera infancia los hábitos adquiridos se afianzan con fuerza. Algunos hábitos, aunque entendibles en el contexto de una determinada cultura y sociedad, pueden ser contraproducentes para la propia integridad y para la de los demás. Una cultura de la violencia generalizada puede llevar a que en el seno familiar se cultiven hábitos guiados por esa cultura, pero esos hábitos son todo lo contrario a una convivencia pacífica y democrática. En la década de los años noventa, la cultura de la violencia era sumamente fuerte en El Salvador. Un editorial de la Revista ECA, de la UCA, describió así la situación:
“por cultura entendemos el cultivo de la realidad, cultivamos la muerte y, por lo tanto, cosechamos más muerte. Es una cultura tan universalizada que la muerte violenta se vuelve algo normal e inevitable, con lo cual se aprende a convivir, tal como la sociedad aprendió a hacerlo con la guerra durante más de una década. Aceptar este planteamiento equivale a pactar con la muerte. De hecho, casi el 60 por ciento de los encuestados en el área metropolitana de San Salvador, como parte del estudio ACTIVA, afirma el derecho a matar para defender a la familia. Cerca del 40 por ciento mataría a quien violó a su hija y otro porcentaje igual no lo haría, pero lo aprobaría. El 21.6 por ciento aprobaría que se diera muerte a quien asusta a la comunidad y el 47.4 por ciento lo comprendería. Reacciones parecidas se encontraron en el caso de la limpieza social: el 15.4 por ciento aprobaría matar a los indeseables y otro 46.6 por ciento lo comprendería (…)”(ECA, 1997, párr., 21).
Y en referencia a las dinámicas familiares de ese momento, el editorial sostiene que:
“en el ámbito de las relaciones familiares, las riñas y peleas actualizan la conducta violenta y con ello contribuyen a cultivar la violencia. Según el estudio citado, más del 4 por ciento admite haber golpeado a otra persona en un año; un porcentaje mayor (el 7 por ciento) reconoce haber amenazado con lastimar y el 23.5 por ciento acepta haber insultado, al menos una vez, en un año. La mitad de los adultos admite haber sido insultado por el compañero o la compañera al menos una vez en un año, un poco más del 6 por ciento recibió una bofetada de su pareja y cerca del 3 por ciento reconoce haber sido golpeada con objetos peligrosos” ((ECA, 1997, párr., 22).
Esa década fue una creciente violencia social, que reemplazó a la violencia política de la década anterior (González, 1997). Esta violencia social marcó las décadas siguientes, con lo cual se crearon las bases para una cultura de la violencia que, entre otras cosas, supone su aceptación cuando el que comete violencia es más fuerte o tiene más poder.
La contracara de la cultura de la violencia es una cultura del miedo no sólo ante lo conocido, sino y especialmente ante lo desconocido que, por serlo, se percibe como una amenaza. Cultura de la violencia y del miedo fue lo que les tocó en suerte a quienes nacieron cuando la guerra civil estaba en desarrollo y a quienes nacieron después de ella. Le temen a todo, salvo a aquello que en un momento determinado se muestre como capaz de exorcizar las amenazas de lo desconocido. El coronavirus fue eso desconocido y amenazador ante lo cual no estaba de sobra ninguna precaución. Contra toda evidencia de que no hay por qué seguir temiendo, el miedo persiste, tal como lo pone de manifiesto el uso de mascarillas, en los lugares más aislados, por personas jóvenes.
En una sociedad educada, lo desconocido debería ser un motivo descencadenante para el conocimiento crítico e informado sobre su origen, características e implicaciones reales. En una sociedad poco educada –es decir, con pocas o nulas bases inquisitivas para el análisis, la síntesis, la comparación y la búsqueda de datos que confimen o nieguen lo que se cree— lo desconocido es motivo para refugiarse, sin cuestionarlas, en “explicaciones” y “soluciones” que ofrecen quienes están a cargo del aparato político, de las iglesias o de los medios de comunicación. Y muchas veces, quizás demasiadas, esas explicaciones y soluciones refrendan conocimientos endebles, mitos y tabúes que lo único que hacen es convertir lo desconocido en algo mucho más desconocido y amenazante. Todo esto se presta, obviamente, a la manipulación social. Pero también a la inmovilización colectiva.
En resumen, esa cultura de la violencia y del miedo se han cultivado en El Salvador en las últimas tres décadas. Y las familias no han sido ajenas a su influjo. Violencia y miedo son buenos aliados del redentorismo político y del pensamiento mágico, tembién fuertementemente arraigados en la cultura salvadoreña. Las conductas y comportamientos de los salvadoreños son coherentes, en grado extremo, con estas matrices culturales.
3. Sociedad y migraciones en El Salvador
La estructura social salvadoreña actual es resutado de una configuración histórica que se puede rastrear hacia mediados del siglo XX, cuando se genera un impulso modernizador que tenía como ejes básicos la industrialización por sustitución de importaciones y la urbanización que se asociaba a ese matriz económica. En aquella mitad de siglo, y hasta los años ochenta, la agroexportación seguía siendo el principal pilar de la economía nacional y el principal condicionante de la estructura social (González, 1999).
3.1. Economía y política
A mediados de siglo XX la industrialización y la urbanización comenzaban a dar pasos significativos que, interrumpidos por la guerra con Honduras (1969), no condujeron a los resultados que se esperaban en materia de desarrollo económico, social, cultural y político. La década siguiente a la guerra con Honduras –la de los años setenta—fue la de la entrada al ruedo económico de grupos (familias) empresariales vinculados a la industria, las finanzas y el comercio dispuestos a coexistir con los grupos (familias) vinculados a la agroexportación (Lungo, Oporto y Chinchilla, 1996).
Desde un punto de vista económico, sector secundario (industria) y terciario (comercio, banca) estaban subordinados al sector primario (agricultura) en donde se concentraba no sólo la mayor riqueza (las grandes haciendas lo eran todo), sino la mayor capacidad de incidencia en las decisiones políticas, concentradas manos de los militares (que controlaban el Estado). Un conservadurismo religioso de altos vuelos promovía la sumisión a las autoridades constituidas de hecho o de derecho. Esta era una de las caras de El Salvador de los años setenta del siglo XX: la cara del poder económico y político.
La otra cara era la de una fuerte insatisfacción económica y política que se afectaba a sectores sociales urbanos y rurales. Por el lado de los grupos de poder económico y político El Salvador era el “país de la sonrisa” que podía acoger el concurso de Miss Universo, en 1975. Por el lado de la mayoría campesina, la pobreza y la miseria eran lo cotidiano. En las zonas urbanas la situación no era mejor que en el campo, pues las empresas industriales de entonces –en el corredor del Bulevar del Ejército— o los centros comerciales –Metro centro (abierto al público en 1971) y Metro sur eran los símbolos de época— no daban abasto para la creciente población de San Salvador.
El trabajo artesanal –joyeros, zapateros, herreros, talabarteros—era una de las pocas opciones laborales para los llegados del campo a la ciudad, lo mismo que lo eran ocupaciones como albañilería, carpintería o mecánica. Y siempre estaba la opción, para los habitantes de la ciudad, de obtener ingresos trabajando en la corta de café, en la corta de caña o recolección de algodón. En las zonas urbanas, pues, también era dificil la vida para amplios sectores sociales que se debatían en la pobreza y la frustración ante las carencias que afetaban su vida. Al malestar económico se sumaba un malestar político creciente, ante la conducción del Estado por parte de los militares, que impedía que, por ejemplo, se respetaran las reglas democráticas básicas.
Es decir, los gobiernos militares, sus prácticas represivas y su tendencia a cometer fraudes para mantenerse en el poder del Estado fueron generando una insatisfacción política que, hacia 1975, había dado lugar a fuertes organizaciones populares (obreros, campesinos, estudiantes, pobladores de tugurios, profesionales) y beligeranes grupos político militares (FPL, ERP, PRTC y RN) que desafiaban al Estado y a la élite económica. Asimismo, en la Iglesia católica se operó un giro hacia un compromiso social que desligó a un sector eclesial de su relación con el Estado y con la oligarquía (González, 1999). Como señala González,
“En la década de los años setenta se generó, en El Salvador, una situación deintensa conflictividad social y política, la cual estuvo directamente relacionada no sólo con el empeoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares –obreros, campesinos, vendedoras de mercados, habitantes de tugurios-, sino con la exclusión política de la que hicieron gala los gobiernos del coronel Arturo Armando Molina y el general Carlos Humberto Romero, quienes llegaron al poder tras sendos fraudes electorales, en 1972 y 1977, respectivamente… Paralelamente al crecimiento y a la consolidación del movimiento popular, se fortaleció otro grupo de actores presentes en el quehacer sociopolítico de los años setenta: las organizaciones político-militares. Estas organizaciones, formadas por miembros radicalizados de las clases medias…, no sólo multiplicaron sus acciones militares –secuestros de empresarios, hombres de negocios y diplomáticos, ataques a puestos militares, quemas de vehículos automotores—, sino que dieron inicio a un proceso de acercamiento a las organizaciones populares, de las cuales comenzaron a reclutar a nuevos cuadros guerrilleros (González, 1999, pp. 731 y 747).
La década de los años setenta cerró con el golpe de Estado de octubre 1979, el último de una larga lista de golpes que se inciaron con el del general Maxiliano Hernández Matínez a Arturo Araujo, en 1931. En la década siguiente, justo en enero de 1981, comenzó formalmente la guerra civil, con el anuncio de una “ofensiva general” por parte del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que entonces era un ejército guerrillero, no un partido político. La guerra civil impuso su lógica en el país en los siguientes 11 años, pues sólo se puso fin en 1992 mediante un acuerdo paz.
Durante la década (y un poco más) de la guerra civil, El Salvador siguió siendo un país diseñado para la agroexportación, pero la agricultura estaba en crisis, en primer lugar, por la guerra; y, en segundo lugar, por cambios en el entorno mundial en los cuales la agroexportación no era una protagonista de primera importancia. La globalización estaba cobrando auge y con ella la entrada en escena modalidades económicas no sólo desterritorializadas y deslocalizadas, sino, en algunos rubros, con fuertes componentes científico-tecnológicos.
En El Salvador, con su guerra, no había tiempo de pensar sobre lo que sucedía en un mundo globalizado, en el que el muro de Berlín era derribado y la URSS estaba a un paso de desaparecer. El neoliberalismo y sus recetas para “ajustar” las economías estaba a la orden del día (González, 1999). Una vez terminada la guerra civil, la oleada neoliberal llegó a El Salvador, con cambios en el aparato económico y el protagonismo de nuevos grupos de poder económico, a los que María Dolores Albac llamó “los ricos más ricos” de El Salvador (Albiac, 1999).
Por último, la reforma económica de esos años se emparejó con el proceso de democratización potenciado por los Acuerdos de Paz; en este proceso, el FMLN ejército se convirtió en partido político (una entidad absolutemente distinta a la primera, aunque con el mismo nombre) y las elecciones periódicas se convirtieron en la regla de la política salvadoreña (en realidad, esto viene siendo así desde 1982, con las elecciones para Asamblea Constituyente de ese año). El éxito económico de los grupos empresariales de postguerra ha sido alucinante y el país ha tenido una estabilidad política sobresaliente, si se la compara con la dinámica política de años setenta. Pero la exclusión y la pobreza no han dejado de estar presentes (Durán y González, 2003). Y juntos a ellas, la violencia social y criminal que en las últimas dos décadas han marcado la vida comunitaria y familiar –con sus implicaciones en los derechos humanos—, y han condicionado las políticas de seguridad de los gobiernos (González, 2022).
3.2. Las migraciones
El contexto histórico anteriormente descrito fue escenario de distintos procesos migratorios no siempre fáciles de comprender en todos sus detalles. Para comenzar se tiene que puntualizar que aquí se fija la atención en procesos migratorios en los que han participado salvadoreños saliendo de sus lugares de origen hacia el extrajero o hacia otras zonas del territorio nacional, y no a personas o grupos de extranjeros que han llegado o llegan a El Salvador migrando de sus países de origen.
Este tema, aunque poco tratado en los análisis de la migración –que por lo general se refieren a lo primero— no es irrelevante, pues El Salvador ha sido receptor, a lo largo de su historia, de personas individuales, familias y grupos procedentes del extranjero que han tenido gran influencia en diversidad fenotípica de quienes habitan el país, su cultura y su economía. Españoles, libaneses, palestinos, judíos, ingleses, franceses, alemanes, italianos, argentinos, brasileños, peruanos y chilenos, entre los más llamativos, se han arraigado en diferentes momentos en estas tierras después de haber emigrado de sus lugares de origen.
Sin embargo, lo más llamativo es la migración de salvadoreños hacia el exterior. Antes de centrar la atención en ello es oportuno destacar algo a lo que tampoco se le suele dar el peso que merece: la migración interna que recorre (y ha recorrido) el tejido social y familiar salvadoreño. De hecho, el proyecto de modernización de los años 50 y 60 alentó un intenso proceso migratorio de las zonas rurales hacia las ciudades, principalemente hacia San Salvador, como resultado del cual crecieron los cinturones de pobreza en lo que recibió el nombre de “tugurios”, conocidos también (en otros países) como “favelas” o “chabolas”. En el mismo contexto, olas migratorias de salvadoreños se movieron hacia Honduras, creando una presión demográfica en aquel país que tuvo, a la postre, sus efectos en las tensiones que llevaron a la guerra de 1969.
Volviendo a la migración interna, se volvió indetenible a partir de los años 70 del siglo XX, y en la acualidad sigue presente como una caraterística de la realidad nacional. En la medida que el país se ha ido urbanizando (lo está casi en su totalidad) las poblaciones rurales se han movido y se siguen moviendo para habitar y concentrarse en otros lugares. Como anota Susan Kandel:
“Aparte de la emigración al exterior, durante las últimas dos décadas se dio un fuerte desplazamiento de la población dentro del territorio nacional. Esta migración interna produjo dos fenómenos. Por un lado, una mayor urbanización de la población, por el desplazamiento hacia los núcleos urbanos. Por otra parte, una mayor concentración poblacional en la región sur-occidental del país, por el desplazamiento desde el norte y el sur-oriente del país” (Kandel, 2002, p. 3).
Las migraciones internas tienen otra cara: las migraciones externas, que son las que se suelen detacar cuando se habla del fenómeno migratorio. El siglo XX registra, desde su segunda mitad en adelante, importantes movimientos de personas, familias y poblaciones hacia el extranjero, principalmente, aunque no exclusivamente, hacia EEUU. Así, el calor de la modernización de los años 60, ya en esta década y hasta mediados de la siguiente se suscita una salida importante de migrantes salvadoreños hacia Estados Unidos que abrirán brecha a quienes lo harán posteriormente. La migración de los años 60-70 tiene una motivación económica que, por los valores de la época, apuntan a una búsqueda de “progreso” familiar y no a la adquisición de marcas o bienes suntuarios. Los jefes de familia (padres y madres) que migraron hacia EEUU en esas décadas, y se instalaron definitivamente en esa nación, son ahora ancianos o han fallecido, dejando a sus nietos y bisnietos como unos estadounidenses de pleno derecho.
La segunda corriente migratoria hacia el exterior –esta marcada por el dramatismo—fue la que que se dio durante la guerra civil. Una parte importante de la población migrante de esos años (desde 1981 hasta el fin de la guerra en 1992) lo hizo porque su vida corría peligro ante la persecusión política que ejercían fuerzas del Estado y grupos paramilitares de derecha. También hubo quienes migraron por miedo a la guerrilla. Y otros lo hicieron, aunque no temieran directamente al ejército o al FMLN, por la incertidumbre que generaba la guerra como tal. No es que la motivación económica para migrar no estuviera presente (la crisis económica era ciertamente aguda), pero lo que marcó la migración de esos años fue la situación de guerra y la persecusión política que la caracterizaba.
EEUU fue un país de destino, pero el abanico de naciones receptoras es amplio: Canadá, Australia, España y Suecia, como naciones más lejanas. Cerca de El Salvador: México, Honduras, Panamá, Guatemala, Nicaragua y Costa Rica. Fue una verdadera diáspora, la cual, en general, no tuvo retorno a El Salvador (Benitez, 2008), salvo los migrantes que se afincaron en los campos de refugiados de la Mesa Grande y Colomoncagua (Honduras) y que retornaron a El Salvador poco antes del fin de la guerra. Con estas poblaciones migrantes, principalmente las instaladas en EEUU, comenzó un creciente flujo de remesas que, en las décadas siguientes, se convertirán en uno de los ejes de la economía salvadoreña.
En efecto, en la primera década de la postguerra la dinámica migratoria continuó, pero EEUU se perfiló como el punto de llegada privilegiado. No se ha dicho, pero ahora es el momento: se ha tratado y se trata, en su mayoría, de una migración irreguar o ilegal, plagada de riesgos y amenazas para quienes se atraven a recorrer, principalmente por tierra, las “rutas migrantes”. Por lo demás, en la migración de postguerra, la motivación económica se abrió paso con fuerza, y esta vez en búsqueda de todo aquello que la cultura de marcas y de consumo –propias de una cultura globalizada— promocionaba en la sociedad salvadoreña de los años noventa y dos mil (González, 2007). En en esas dos décadas las remesas se integraron al modelo económico salvadoreño, como una de sus bases, con lo cual el país dependió más y más de su población en EEUU (se les llamó “hermanos lejanos”) (González, 2005).
En el presente, el movimiento migratorio hacia EEUU continúa. Durante la pandemia de coronavirus (2020) hubo una disminución de la dinámica, pero después la misma retomó sus cauces. Así, “según un informe de la Agencia Federal de Aduanas y Protección de la Fronteras de Estados Unidos, en marzo [de 2022] fueron detenidos 8.387 salvadoreños tratando de entrar irregularmente al país, un aumento en relación con los 7.146 detenidos en febrero de 2021” (Reyes, 2022, párr., 4). Hacia 2012, fue cobrando fuerza la tesis de que, a los motivos económicos, se sumaba otro factor propiciador de la migración de salvadoreños: la violencia criminal en distintos territorios del país. Desde 2019, la tesis se hizo firme y, en efecto, la migración interna por esa causa se agudizó y lo mismo sucedió con la salida de salvadoreños hacia EEUU e incluso hacia otras naciones. La expresión “migración forzada” cobró vigencia de nueva cuenta, pues durante la guerra civil ya se la había utilizado (Ramos, 2013).
Por último, todas estas dinámicas migratorias han repercutido en las estructuras familiares. La investigación científica de los cambios en las familias a partir de las migraciones está en la lista de tareas pendientes para las ciencias sociales en El Salvador. Hay investigaciones importantes, pero todavía hay un campo interesante para el estudio de la relación entre migraciones y famiia. En virtud de los cambios generados por la salida de cabeza de familia hacia el extranjero, otras figuras de autoridades (hermanos mayores, por ejemplo) asumieron roles de autoridad ante sus hermanos menores sin que ello supusiera que sus padres no tuvieran (o tengan) vínculos entrechos con quienes se quedaron o se quedan en El Salvador.
4. Reflexión final
Lo que se hace aquí es una somera reflexión crítica –a modo de conclusión— sobre la necesidad de revisar algunos de los mitos construidos en torno a la familia, por las implicaciones que se derivan de los mismos. ¿Cuáles implicaciones? La primera, impiden conocer científicamente las problemáticas relativas a (o de) la familia. La segunda: impiden generar las intervenciones más eficaces para atender esas problemáticas (en especial, problemáticas graves que se prestan a una intervención).
Entre los mitos más permanentes está ese que considera a la familia como una entidad ideal (en la cual sólo suceden cosas positivas) de la que nunca hay que explorar (investigar) nada que haga suponer que en ella hay disputas, tensiones o desequilibrios.
Asociado con este mito, está el que sostiene que “la” familia es la base de la sociedad, obviando que lo que hay en realidad son redes de micro grupos familiares que, al articularse y ampliarse, van dando vida a las interacciones sociales propias de una sociedad (Herrera Gómez y Alemán Bracho, 2007). No hay una entidad fija, llamada familia, que está en la base de la estructura social; lo que hay son redes sociales en las que los micro grupos familiares forman un tejido que se extiende y ramifica por los territorios de una nación y, con las migraciones, salen hacia afuera de las fronteras nacionales.
Un tercer mito es ese que toma a una forma concreta de familia como el “modelo” con el cual se comparan, y descartan, otras formas de familia. La familia nuclear (heterosexual) es, desde hace bastante tiempo para acá, ese modelo. El problema de este mito es que impide lograr un conocimiento de las varias estructuras familiares que han existido y que existen; pero también es un mito que da poca cabida a la sexualidad no siempre reproductiva (por razones biológicas y culturales) de la especie Homo sapiens.
Los mitos sobre la familia –esos que idealizan una forma concreta de ella—pueden dar lugar a tabúes, es decir, a temas –en este caso sobre la familia— que no se deben tocar, de los cuales no se debe hablar. La sexualidad es el gran tabú. Otro tema tabú es la desarmonía familiar; en todo caso, las discordias y conflictos familiares pueden ser abordados, si lo son, como una “anormalidad”, no como algo propio y normal de cualquier micro grupo familiar.
En fin, cuando la familia es examinada con los ojos de los mitos y no del conocimiento científico se cae en la tentación de pretender conservar algo que se considera idealmente bueno, pero que probablemente en realidad no lo es. O, en otros casos, no se entienden bien los factores que generan tensiones y conflictos en una familia, y en consecuencia no se la puede ayudar de modo eficaz para que los aborde y solucione. Como señala Doris Lamus Canavate:
“Muchos mitos han sido cuestionados por los hallazgos de Investigadores e investigadoras: la idealizada familia nuclear, monogámica, sacramental y eterna; la valorada imagen de la mujer-madre, abnegada, sacrificada y sufrida, siempre en función y al servicio de los otros; la representación del padre-macho que para serlo debe inhibir sentimientos y palabras de afecto e hipertrofiar la agresividad verbal o física; la ficción del “hogar, dulce hogar”, colmado de afectos, comprensión, armonía… Parte de este develamiento y crítica ha sido posible en virtud del trabajo de investigación empírica y el debate teórico aportado por el feminismo y el análisis de género en décadas recientes. Esta crítica sostiene que en las familias existen relaciones de poder, como en cualquier otro espacio de interacción humana. Estas relaciones son asimétricas, unos miembros tienen más poder que otros, los cuales generalmente son otras. A esto lo llamamos asimetrías de género, pero también las hay por generación, de clase, de raza, de etnia, sexualidad, religiosidad, entre otras. En consecuencia, en la vida real en la familia se juegan relaciones de poder. Se producen, necesariamente, conflictos, tensiones, problemas y, también, arreglos, acuerdos, negociaciones, mejores o peores, pero que reflejan el carácter dinámico de estas formas de organización social que reconocemos como familia” (Lamus Canavate, 2007, pp. 92-93).
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[1] Una parte de esta sección fue publicada con el título de “Una nota sobre la cultura de la violencia y el miedo”, en Insurgencia Magisterial (4 de noviembre de 2022). Se publica aquí de nuevo, pues da coherencia a todo el ensayo.
Fuente de imagen: https://www.abc.es/bienestar/psicologia-sexo/psicologia/abci-frio-familia-y-no-amigos-202207200035_noticia.html.