Por: Silvana Jáuregui. Revista Hamartia. 23/12/2018
Marcia Schvartz nació en Buenos Aires el 24 de marzo de 1955. Realizó estudios inconclusos en la Escuela Nacional de Bellas Artes y concurrió a los talleres de Ricardo Carreira, Luis Falcini, Yuyo Noé y Aída Carballo, a quien considera su maestra. Marcia es hija del editor Gregorio Schvartz y de Hebe Clementi, una historiadora. Le gustan pintores como Policastro, Giorgio Morandi, Norberto Gómez y Fermín Eguía, así como pintores impresionistas. Un bagaje que forma y hace huella. En su taller del barrio de Constitución rememoró: “Siempre dibujé, recuerdo que siempre estaba dibujando desde chiquita. Otras cosas no me interesaban. El colegio nunca me interesó, era un sufrimiento ir a la escuela. Me llevaron a talleres de dibujo y pintura. De más chica iba a talleres de barrio. Fui con Rebeca Guitelzon que era una excelente dibujante. Después recuerdo a Elbia Rubio que me enseñó a hacer esculturas, papel maché. Me interesaba el volumen y el grabado también. Cuando aprendí a hacer grabado en madera fue maravilloso”.
Te inquietaba aprender e incursionar en diferentes técnicas. ¿Hoy te sucede lo mismo?
En realidad para mí lo que importa es “el tema” que decido trabajar, ya que siempre se acerca a un material. No podés hacer exposiciones como “Norte negro”, que tiene grandes manchas negras de asfalto, con otra materia que no sea la brea. En los paisajes del Norte se me ocurrió utilizar lanas crudas que yo teñía y las pegaba, a las que llamo tapices truchos. También a veces recurro a la cerámica. Depende de lo que quieras hacer, encontrás una manera de hacerlo. Y después mezclo mucho. Hago pintura sobre madera y después la grabo. No es grabado sobre madera, sino que en una parte de la tela, grabo.
¿Cómo es entonces el proceso de producción ante una tela en blanco o un objeto? ¿Elaboras la idea previamente o la soñás?
Bueno, de todo un poco. Es una ensoñación, pero fundamentalmente tiene que ver con la temática que estoy trabajando. Por ejemplo, trabajo mucho sobre arpillera con carbonilla. Son dibujos a los que a veces les empiezo a poner color, pero siempre son dibujos con un poco de color. No son pintura, porque con la pintura me lanzo a pintar sin un boceto previo. Cuando el dibujo está armado es muy difícil pintar. Lo que podés hacer es colorear ese dibujo, pero para mí son cosas completamente distintas.
Como docente, ¿qué herramientas acercás a tus alumnos para que puedan transitar el camino de la creación artística?
Trabajé muchos años en el Rojas, siempre con Guadalupe Fernández, que fue mi asistente. En el Rojas teníamos muchos alumnos que nunca habían dibujado. Fui elaborando un método de enseñanza, más relacionado con la práctica que por haber estudiado. Si bien hice la Belgrano, en realidad nunca llegué a terminarla y por lo tanto nunca cursé las pedagógicas. Fui inventando un método a partir de la interacción con los alumnos, cómo ayudarlos a dejar preconceptos, ya que venían con una idea muy armada en la cabeza. Eso es lo que mejor sé hacer. Uso mucho el humor y la desacralización de la solemnidad del arte porque esa idea es paralizante, no se puede trabajar si uno parte de esa forma. Si pensás que vas a hacer la gran obra, no se te mueve la mano. Siempre digo que mis talleres son ejercicios disparadores de otras cosas. La idea es romper esquemas previos, pero siempre brindando el apoyo necesario que se logra a través del intercambio enriquecedor de las obras realizadas. Una obra será la disparadora de lo que quiero explicar. Conozco a mis alumnos por la línea porque la línea es como la voz.
Tomás al modelo como disparador y el cuerpo es central en tu observación. ¿Esa idea la pones también en el alumno?
Me especializo en eso. Lo que más me gusta es el desnudo para enseñar. Es tan mágico que haya una persona allí desnuda que genera que el alumno se involucre. Cuando enseñaba en la Cárcova pintábamos en el jardín, en ese ambiente. Fui probando distintas cosas pero lo que crea, a mi criterio, ese clima mágico, es el modelo. Y bueno, es como que me especialicé en trabajar con modelo vivo. Apelo al dibujo sensible, fuera de todo canon establecido. La única manera es ver las relaciones, es aprender a ver cómo está relacionada la clavícula con el hombro, entonces por ahí vas encontrando la figura. Les contaba a mis alumnos que yo he dibujado mi mano durante años. Era lo más complicado. Por ejemplo, los retratos de Velázquez tenían diferente precio de acuerdo a si tenían sólo la cara, o la cara y una sola mano, o la cara y las dos manos. ¡Estaba todo estipulado! ¡Era genial! La mano es un retrato también. No podés dibujarla a través de una mano de madera porque la mano tiene su expresión. Tenés que trabajarla pensando en ella.
Hiciste muchos autorretratos. Empezaste por vos misma, por tu interior, para luego poder plasmar en otras criaturas del afuera. ¿Fue ese el camino?
Bueno siempre me dicen que muchos de los retratos, que es un género en sí mismo, son autorretratos. Incluso los retratos eróticos.
Después del año 76, cuando se produce la dictadura más sangrienta, ¿qué cambios o desafíos plasmaron tus producciones en el exilio?
Tenía 21 años cuando me fui del país. Fue una época signada por el horror y el drama. Cuando llegué a Barcelona empecé a hacer sólo dibujo. Vivía en una pieza de una pensión y no daba para otra cosa. Seguí entonces la temática de Buenos Aires pero trasladada a Barcelona. Representaba las viejas con batón que salían a la calle. Eran temas muy delirantes que todavía no se veían. Después me enganché mucho con el retrato porque ahí me di cuenta que me faltaba aprender dibujo, empecé a sentir muy fuerte esa falta. Me hice muy amiga de Humberto Rivas, un fotógrafo y retratista excepcional, y su mujer María Helguera, que también en esa época hacía retratos. Tuve una relación con ellos muy intensa y fueron una enorme influencia en esa pasión por el retrato. En realidad fueron mi única relación con gente del mundo del arte. También me enganché en el Cercle Artistic de San Luc, donde había dibujo con modelo. Después empecé a retratar todo el circo que me rodeaba, que era enorme. ¡Nunca en mi vida trabajé tanto! Hacía un retrato por día. Expuse allí por primera vez en 1978 con “Tríos y dúos”; expuse “Crónicas” en 1979 en Galería 4 Gats, en 1980 en Galería Lleonart y en 1981 en la Galería Ciento. Allí presenté la performance-instalación “Tendiendo”, que incluye el audiovisual “Doña Concha” realizado con la ayuda de Humberto Rivas. Doña Concha es un personaje que surgió de donde yo vivía, una una vecina de barrio que tiende ropa recién lavada en la terraza mientras canturrea con entusiasmo un bolero. Después la incluí en la muestra “Joven Pintora” (1976-1986), que realicé en el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori. El título, que jugaba con la sigla “JP”, comprendía gran parte de las obras que hice en Barcelona, que estaban guardadas y nunca había expuesto. Ya en Argentina, me encanta exponer en museos y en el Nacional de Bellas Artes mucho más.
¿Sentiste que por ser artista mujer tuviste un camino más difícil?
Sí, eso es así y en cualquier cosa a la que te dediques. Es que todos los pintores tienen que tener barba, boina y si es posible fumar en pipa, un combo que viene todo junto. En Bellas Artes éramos 80% de mujeres y de golpe los que quedaban como pintores eran todos hombres. Muchas se dedican a hacerles los currículum a sus amigos pintores o a cuidar los chicos. La vida te va limando mal. No hay soporte acá. Yo tenía un libro de un premio que hizo Quinquela cuando inauguró el Museo en el año 40 o antes. Hay muchísimas mujeres que participaron de ese premio y no quedó ninguna.
Alguna vez dijiste: “La obra tiene que verse y entrar en ella, la pintura es una ventana hacia mí”. ¿Importa entonces la opinión del espectador, el crítico o el público en general?
En esa ventana estás vos y te importa. Como tengo esa preocupación social que me lleva a observar la sociedad, sus fenómenos, claro que me interesa el ida y vuelta. Y mucho.
El libro “Fondo” es el homenaje a tus amigas Hilda Fernández y Liliana Marseca. [Nota: Hilda fue compañera de Bellas Artes y de militancia, desaparecida en 1977 víctima del terrorismo de Estado; Liliana fue una artista brillante e intensa, muerta por SIDA en los 90]. Contanos sobre la temática, la mirada y cómo fuiste pergeñando la idea del libro.
Hacía muchos años que venía trabajando esta temática. Primero hice unas pinturas. Después hice unas serigrafías que las expuse en el Museo de Bellas Artes, una instalación gráfica que se llamó “El río es nuestra sangre. Nuestro río es de sangre” y esto fue muchos antes de hacer la serie “Fondo”. Venía hace mucho tiempo procesando el tema y cómo graficarlo, me llevó diez años elaborarlo. También me ayudó Adrián Paiva a hacer esculturas sobre el tema: hice obras con yeso, con epoxi, con arena y con relieves. La idea eran los desaparecidos pero también trabajar sobre la playa como un lugar de choque de dos mundos, entre el mar o el río y nosotros, entre los vivos y los muertos. Por ejemplo, los vikingos tiraban a los muertos al mar y el viaje al más allá era en un tronco que lo plantaban cuando nacías. Después las obras se fueron mezclando y complementando y así empezaron a aparecer ideas. El mar, el río como la vida. También con la serie de “Indios e indias” empezó la relación del río como muerte y así fue cerrando la idea. Con “Norte negro”, que es anterior, que es con brea, encuentro un libro de Max Doerner (“Los materiales de pintura y su empleo en el arte”) y descubro allí que la brea era tierra del Mar Muerto. Este material también tenía que ver con la muerte. Incluso la carbonilla es un fósil. Así empezó toda esa serie de “Fondo” y fue muchísimo trabajo, apasionante y doloroso. Siempre había visto que se estigmatizaba por un lado lo malo, lo bueno, la tortura para representar las pérdidas. Sentí que había encontrado otra mirada al tema, la cosa fantasmática, las ánimas que están entre nosotros. Los caracoles que intervengo tienen que ver con los bárbaros, que los enterraban junto a sus muertos porque su forma interior circular la interpretaban como la reencarnación, pensaban que el caracol moría y se volvía a armar adentro. Incluso surge la idea de la transformación, por los hongos que utilizo, ese hongo trasmuta en otra cosa. La obra “La zanja”, de gran tamaño y peso, es una arpillera intervenida con huesos, arena y caracoles, que exhibe restos del fondo del mar que encontré en Trujillo, Perú. Buscaba una punta de referencia, una punta de luz, una llegada desde la oscuridad. El libro “Fondo” recopila parte de estos trabajos.
¿Qué opinás del arte político, de aquellos que proponen lo explícito en su temática?
El arte en político en este momento es un negocio, es un tema de mercado. El mercado agarra todo, entonces hay mucho advenedizo haciendo y produciendo eso, pero después hay artistas que han trabajado en el momento, in situ, que han hecho cosas muy arriesgadas con un valor enorme. Más que nada pienso que el arte político se relaciona con eso. Por ejemplo, “El Siluetazo” o muchas otras cosas que se hacían en la plaza con Las Madres. También hubo mucha gente que estaba encerrada en su taller trabajando esa temática que también era muy válido. Pero está la cuestión de la moda del mercado…
Hubo una muestra en Proa llamada “Acción urgente”, sobre arte político de los 90, a la que no fui porque ya me parecía contradictorio incluso el lugar donde se hacía. Había marchas actuales del 24 de marzo, donde ya no se corre ningún riesgo, grupos que filman todo o hacen alguna intervención y eso lo mandan a festivales internacionales que nadie sabe si fue en los 90, en los 80, en el 2000. Se hace porque está en el aire y hay un mercado que lo compra.
¿Creés que el arte latinoamericano tiene identidad?
¡Latinoamérica tiene una identidad bárbara! El arte latinoamericano no sé. Muy pocas veces la ves reflejada en el arte. De Brasil viene un arte emparentado más con los 90, papelitos, un arte muy decorativo, pero cuando vas allá te volvés loco con el color y eso no está reflejado. Fue como un boom en los 40 con la baja de la identidad, con el peso del Partido Comunista. El indigenismo fue fuertísimo, que venía pegado a Mariátegui. Fue un momento no sólo de gente de izquierda, por ejemplo estaba Guido, también Ricardo Rojas muy interesados en la identidad americana. Después, de un plumazo, eso desapareció y a nadie le importó.
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Fotografía: Véronique Pestoni