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Por: AGATON. 10/04/2020
No me gusta meterme en temas de un país ajeno al que quiero tanto, como El Salvador, pero ahora que Nayib Bukele, su presidente, tiene tantos fans en el continente y que no ha dudado en usar la tragedia de Ecuador a su favor, creo que es oportuno recordarle algunas cosas a sus apresurados admiradores.
A veces es difícil no perder la esperanza.
Según sondeos en América Latina, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, es el gobernante que cuenta con mayor simpatía hasta el momento por cómo ha gestionado la crisis del coronavirus. La gran “gestión” que le ha valido tanta aprobación no es más que una harenga cursi y ofensiva que se viralizó en redes sociales y que para lo único que sirve es para poner en evidencia los peligrosos atajos mentales y procedimientos apresurados en los que los latinoamericanos incurrimos en estos momentos de crisis.
Todo el mundo se ha visto seducido por el video de Bukele amenazando a su gabinete con “al que toque un centavo yo mismo lo meto preso” (inspirado en el típico “lo mataré con mis propias manos” de películas), prometiendo “decomisar la mercadería” a los “malos empresarios”, anunciando bonos en efectivo, suspensiones de pago y, sobre todo, recordándoles a los ricos que “ya tienen suficiente dinero” y que “no se lo van a alcanzar a gastar”.
Todo eso suena bonito, pero hablar es fácil. Es mejor, como líder, hacer primero y hablar después.
Y es mejor, como público, aprender a aplaudir una vez que las cosas están hechas, no cuando recién se promete que se harán.
En un país civilizado los arrestos y sentencias no las lleva a cabo el presidente, como si fuera un alguacil de western o un dueño de discoteca sacando clientes incómodos, sino los funcionarios a cargo de eso y una justicia independiente.
Tampoco se puede disponer sobre mercadería y capital ajeno con total desfachatez.
¿Tuvo éxito Bukele?
Al contrario. Las supuestas medidas mesiánicas y rigurosas, que incluso contemplan sanciones inconstitucionales, solo sirvieron para propiciar un contagio masivo y sembrar más incertidumbre.
¿Cómo fue ese posible?
Al genio de la administración no se le ocurrió nada mejor que anunciar una entrega masiva de efectivo a los ciudadanos pobres para que puedan permanecer encerrados en cuarentena.
Fue imposible.
Ante la ausencia de un censo confiable, de infraestructura y logística apropiada para distribución, y de suficiente bancarización de la población, lo único que se produjo fue una masiva afluencia de gente desesperada, en uno de los países más pobres y densamente poblados del hemisferio, a las calles a esperar su bono.
Ya se verán en dos semanas los efectos que eso tendrá en las cifras de contagio y muerte. Es lo que se conoce como un error de imaginación o un efecto de consecuencias inesperadas: tomar una decisión sin haber conseguido contemplar todos los escenarios probables.
Un ciudadano corriente tiene derecho a caer en eso, pero es inconcebible que el presidente de un país tome una decisión de esa envergadura sin antes haber contemplado información tan básica como censo, bancarización, logística y patrones de comportamiento de la gente.
En una situación así todos están condenados a equivocarse, y mucho, pero quizás por ello sea mejor primero actuar antes de salir amenazando y cantando victoria.
¿Asumió el presidente su error?
No: culpó de ello a gobiernos pasados y apeló, ¡a Dios! Igualmente, cerró su país como quien cierra su hacienda antes de que la pandemia llegara; encerrando en cuarentena a personas sin que hubiese un mínimo indicio que lo justificara.
Otra vez por Twitter, como quien estelariza una de esas películas en las que un operador aéreo amenaza con derribar a un avión intruso, prohibió exaltado el ingreso de un avión de Avianca y, sin jamás presentar pruebas, aseguró que allí venían una docena de infectados.
Heroica y cacareada defensa de su tierra, pero eso tampoco evitó que pocos días después se anunciara el primer contagio.
¿Cómo puede alguien ser tan arrogante y al mismo tiempo cometer errores de ese calibre?
Vale recordar que es el mismo presidente cool que se tomó la libertad de hacerse un selfie al hablar ante la Asamblea de las Naciones Unidas y les dijó a los líderes mundiales que deberían ponerse a trabajar si es que no querían terminar hundidos en la intrascendencia.
Es el mismo que despide pública y humillantemente por Twitter a funcionarios que le llevan varias décadas.
El mismo muchacho casual que da entrevistas a René Pérez “Residente” por redes sociales, con camiseta y gorra, hablando orgullosamente de su brillante paquete de medidas, un día antes de propiciar semejante debacle.
Es la encarnación del milennial sabeloto e irreverente, que piensa que todo se soluciona fácilmente (“Hay dinero cuando no hay nadie robando”, decía muy sabiondo cuando era alcalde) y que todos los que lo precedieron eran incompetentes.
Fiel a su generación, Bukele es adicto al Twitter y cree que este refleja la realidad; un error básico de juicio que podría esperarse de un ciudadano ignorante, pero que es peligrosísimo cuando viene de un presidente.
Su gran referencia de Ecuador y el manejo de la pandemia son los videos que ha visto en redes sociales, los que recomienda en su cuenta como advertencia.
Por eso mismo le gusta el efectismo sentimentalón, porque es fácil hacerlo viral a través de videitos baratos, y sus intervenciones están llenas de cápsulas cursis y breves que calzan bien en redes sociales, como cuando harengaba desde un atril a una nueva promoción de soldados antes de enviarlos a combatir contra el crimen.
Por eso mismo le gusta citar al “médico de España”, Jesús Candel (“Spiriman”) otro sentimentalón politiquero amante de las redes.
A Bukele no le tiembla prometer que va a levantar la economía luego de la pandemia y no duda en querer darle lecciones de administración, finanzas y economía a toda la clase productiva de su país.
Les recuerda que “nadie ha vivido algo así”, irguiéndose en el gran conductor.
No fue capaz ni de entregar bien un subsidio sin propiciar una pandemia y piensa que va a ser capaz de levantar una economía entera guiado por su gran sabiduría.
Alguien debería recordarle que puede que sus mayores y antecesores no hayan vivido una pandemia, pero sobrellevaron la más cruda guerra civil del continente y administraron dos terremotos catastróficos, que su país no es tan huérfano de experiencia, capacidad ni liderazgo como él cree.
Bukele encarna la arrogancia de una generación que cree que porque tiene mayor acceso a información, conoce más; que porque pueden ver más rápido el mundo, han entendido el mundo; que porque siguen de cerca a famosos, son famosos; que porque han aprendido rápido sobre lo que alguna vez se hizo, ya saben qué hacer; que administrar la carrera es tan fácil como manejar el Twitter y que los problemas en la vida real se resuelven tan fácil como en los videojuegos.
El presidente está llevándose una buena lección de humildad, al descubrir que las cosas no son tan fáciles como parece y que nada, absolutamente nada, es sustituto para el tiempo, la experiencia y las canas.
Solo falta que, en medio de esta desgracia, comiencen a pulular más Bukeles en América Latina, pequeños machos alfita arrogantes y prepotentes.
En Ecuador ya conocemos bien lo duro que es para un país tener un presidente joven, presumido y temerario: la realidad se encarga de enseñarle humildad, pero el problema es que el costo de esa dura lección la paga todo el país.
Hubiera sido mejor que aprendiera un poco más sobre sus propios límites antes de querer ser presidente.
Si para sacar a un país adelante bastara sacar pecho, hablar bonito y repartir amenazas y garrotazos hace rato que América Latina hubiese salido de la pobreza. Esa no es la solución, sino parte del problema.
Arrogancia, sentimentalismo, efectismo, obsesión mediática; todo eso son buenas recetas para un circo, pero no para una presidencia.
El breve entusiasmo que despiertan los momentos virales no alcanza para mantener a un país progresando.
Quien mejor está manejando esta crisis sanitaria no son los países gobernados por bulliciosos alfas mesiánicos, sino por líderes discretos y trabajadores cuyos nombres, debido al perfil tan bajo que manejan, muchas veces ni siquiera somos capaces de recordar.
Una lucha contra una criatura tan insultantemente simple como un virus no requiere barullo ni alarde, sino idéntica simpleza.
En momentos como estos es bueno recordar y estudiar a líderes viejos, prudentes, aburridos y trabajadores que sortearon tiempos infernales, los Adenauer, Deng, Ben Gurion, Merkel o Eisenhower.
No a gente como Bukele, Bolsonaro, Trump y demás referentes de la masa autoritaria e infinitamente sádica que siempre anhela un “líder de mano dura”.
Fotografía: AGATON.