Por: Esther Peñas. 14/03/2025
En su ensayo La civilización del deseo. Una historia filosófica de lo querido (Siglo XXI), Manuel C. Ortiz de Landázuri (Pamplona, 1986) explora la deriva que ha tomado esa bujía incandescente llamada “deseo” en la estructura capitalista, despojada por el sistema de su complejidad para investirla de un hambre consumista, pervirtiéndola. El deseo, pese a su complejidad, resulta una de las bujías determinantes no solo para cada persona sino para la comunidad. De ahí que, desde los presocráticos a Freud, pasando por Nietzsche o Habermas, han sido numerosos los pensadores que han tratado de desentrañar su hermético mecanismo.
Antes de nada, ¿cómo distinguir el deseo, esa fuerza que nos enlaza a la vida, tan compleja y poderosa, de su sucedáneo, la apetencia, tan campante en estos tiempos de estructura feroz de mercado?
La apetencia es una forma de deseo, que es un fenómeno con muchas ramificaciones y estratos. Los apetitos se dirigen a lo inmediato, a la satisfacción instantánea (comida, bebida, sexo, entretenimiento, etc.), pero hay otras formas de deseo que buscan otro tipo de gratificación (pensemos por ejemplo cuando nos ilusionamos con un proyecto, con la perspectiva de un plan con amigos, etc.). Los mercados buscan el consumo, y por eso estimulan el apetito inmediato, pero los deseos profundos tienen que ver con la búsqueda de no-soledad, el encontrar sentido a la vida, la contemplación de la belleza.
¿Cuál es el peor enemigo, el mayor obstáculo para el deseo; el puritanismo, las distracciones, lo “inútil”, en tanto que no tiene réditos para el capital?
Desde la lógica del capital, los deseos contemplativos son poco eficientes, ya que aspiran a cosas inútiles que muchas veces no implican consumo (pensemos en la literatura, en el arte, la música). Es mucho mejor que los individuos se centren en las apetencias inmediatas, ya que suponen entrar en la lógica del consumo. Sin embargo, el individuo que entra en esa lógica termina terriblemente saturado y frustrado. Nuestros deseos de fondo exigen cultivar disposiciones hacia la comunidad y la belleza, cuando adquirimos un estilo de vida así dejamos de ser esclavos de los apetitos inmediatos.
Nuestros deseos de fondo exigen cultivar disposiciones hacia la comunidad y la belleza
¿Queda algo de esa sociedad que imaginó Marcuse, combinando teorías marxistas con freudianas, ajena al elemento represivo?
Realmente vivimos en la sociedad no-represiva marcusiana, solo que la libre satisfacción de las apetencias, estimulada por la lógica del capital, no ha logrado desplegar vidas satisfechas. Más bien, nos hemos encontrado ahora con la represión que provoca la sobreabundancia de estímulos, y así nos hemos vuelto esclavos de deseos superfluos y de las necesidades del mercado. El problema es que en otras décadas quizás ajustábamos nuestras vidas a moldes externos y eso lo sentíamos como represivo. La solución que se planteó desde mayo del 68 fue acabar con los moldes y dar satisfacción a los deseos sin límites, pero en ningún momento se asumió que quizás el problema estaba en que los límites eran externos. De este modo, se ha llegado a la represión de la ausencia de límite, que genera una gran insatisfacción. Solo se puede encontrar sentido a las cosas en la medida en que se introduce algún tipo de orden a lo que de suyo no tiene mesura, y eso pasa por el autoconocimiento y el descubrimiento del orden interno.
¿De qué manera afecta el “carácter esquizoide” del individuo en el mundo capitalista, en palabras de Deleuze y Guattari, al deseo?
Pienso que Deleuze y Guattari dieron con una imagen muy gráfica para representar el problema del individuo contemporáneo: precisamente es la falta de reflexión la que impide obtener coherencia de vida. Los deseos aparecen entonces como fuerzas que empujan en diversas direcciones, en contextos cambiantes, y nos volvemos esquizoides, sin un relato que cohesione, ya que perdemos de vista el auténtico “querer”, los anhelos profundos del corazón, que curiosamente no son tan cambiantes.
¿Ha cambiado –y si lo ha hecho, de qué modo– el territorio simbólico del deseo a lo largo de la historia?
Los deseos van ligados a nuestra interpretación del mundo, y toda cultura ofrece una pauta interpretativa a través de diversos símbolos. Se trata de un proceso en constante cambio. Pensemos por ejemplo en las formas de cortejo en épocas pasadas (la importancia de las cartas, las miradas, etc.) y cómo se desarrolla actualmente (emoticonos, fotos, etc.). Antes, el simbolismo estaba más ligado a los sentimientos y, ahora, en una cultura de lo inmediato, se juega más con las emociones. Quizás hemos perdido capacidad simbólica en ese sentido. Sin duda alguna, la sociedad contemporánea también se basa en una simbología y mitificación de los placeres. En buena medida, una buena estrategia de marketing persigue eso, la identificación de un individuo con un símbolo, una marca que representa algo.
¿Qué nos dice el deseo propio acerca de nuestra identidad?
Si deseamos algo es porque nos identificamos de algún modo con el objeto del deseo. De modo que en mis deseos se revela parte de quién soy, tanto a nivel biológico (somos animales con tendencias a la nutrición, a dormir, al sexo), como psicológico (queremos vivir en sociedad, aspiramos a tener un rol en el mundo) y espiritual (deseamos el amor de otros, la contemplación de belleza y la búsqueda de sentido en la vida). Ahora bien, la identidad psicológica tiene que ver con nuestro relato inconsciente, con las memorias acumuladas e interpretadas, y esas experiencias moldean también nuestros deseos.
¿De qué modo el arte de amar resuelve la dialéctica entre el deseo y la privación?
El deseo siempre parte de una carencia, un elemento negativo, algo que no tenemos, y cuando satisfacemos un deseo tenemos un alivio que pronto será sustituido por una nueva carencia. Esa dialéctica solo se puede resolver con un estilo de vida, que Erich Fromm llama “arte de amar”, en la que no nos centramos en satisfacer deseos narcisistas, sino más bien en desarrollar hábitos de apertura a los otros, y entonces es casi seguro que siempre podemos encontrar personas con las que compartir. En el amor, gano al otro sin perder yo mi propio ser, por eso en un amor auténtico (basado en compromisos) se puede resolver hasta cierto punto la dialéctica del deseo.
¿Somos soberanos de nuestro deseo o sus súbditos?
Pienso que podemos integrar el deseo en la medida en que nos damos cuenta de por qué deseamos lo que deseamos. Si, como he dicho, detrás del deseo hay una carencia, normalmente el deseo responde a una lógica que podemos entender, para luego darle satisfacción del mejor modo posible (que muchas veces no es equivalente con la satisfacción inmediata). Podemos ser soberanos del deseo, pero evidentemente requiere cierto entrenamiento, reflexión y tiempo.
El deseo, ¿es vicario de la belleza o de la verdad?
Cuando percibimos belleza se nos aparece algo como verdad
Diría que de ambas cosas, porque ambas cosas van de la mano. Lo que pasa es que la belleza es una experiencia que nos sobrecoge y no sabemos explicar muy bien por qué. Cuando percibimos belleza se nos aparece algo como verdad, pero no tenemos claro qué es eso. Normalmente, asociamos la verdad con los discursos lógicos, pero pienso que la verdad la alcanzamos sobre todo en la intuición de valores que se nos presentan a través de ciertas sensaciones profundas. El asunto es que luego a eso hay que ponerle palabras y ahí aparece la lógica. Diría que el deseo logra su objetivo cuando es armónico, y eso supone algo de belleza y verdad.
El deseo colectivo, ese que usted llama “piedra angular de la civilización”, ¿responde a los mismos mecanismos que los deseos personales?
El deseo colectivo tiene que ver con cómo una civilización ha estructurado y canalizado los deseos, y por eso viene moldeado por los estereotipos, por los mercados, por la hegemonía cultural en sentido gramsciano… Por eso mismo, no coinciden siempre con los deseos personales y, desde luego, muchas veces no dan respuesta a las carencias de fondo.
¿Cómo se relaciona el deseo con los instintos?
Habitualmente se suele decir que los instintos son mecanismos impulsivos en los que no hay margen de espontaneidad o libertad. Los seres humanos, más que instintos, tenemos tendencias, que son deseos que están abiertos, aunque marcan un fin que se quiere lograr (comida, bebida, éxitos, etc.).
A su juicio, para permanecer enamorado se hace necesario “encauzar el deseo”. ¿Hasta qué punto es posible domar el deseo, encauzarlo?
El enamoramiento tiene que ver con el asombro frente a lo bello, es algo que nos sacude con fuerza en los momentos iniciales. Permanecer enamorado es lograr una disposición amorosa que quizás no es tan fuerte, pero es más estable. Eso solo se logra si se pasa de un deseo basado en las puras emociones y sentimientos a un deseo apoyado en los afectos profundos, que se constituyen mediante acciones. Es algo que experimentamos muchas veces en la vida: hacemos un favor a alguien y le cogemos cariño a esa persona. A medida que repetimos actos, vamos forjando relaciones que dejan un afecto profundo dentro de nosotros. A partir de esos afectos, es posible ordenar los distintos deseos.
¿El amor todo lo puede?
El amor permite hacer cosas increíbles. No diría que lo puede todo, pero sí casi todo. Pero este tipo de amor no es la simple experiencia del enamoramiento químico, sino el amor basado en los afectos profundos, que requiere de haber forjado relaciones identitarias mediante acciones. Cuando Agustín de Hipona dice “ama y haz lo que quieres” tenía algo así en la cabeza: cuando mi amor es auténtico, profundo, buscaré el bien del amado con todas mis fuerzas, y podré hacer cosas que creía imposibles.
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Fotografía: CTXT. Manuel C. Ortiz de Landázuri. Editorial (Katakrak)