Por: Giordana García Sojo. Celag. 17/12/2017
Con la noción de corrupción sucede como con las de derechos humanos y democracia, se han convertido en significantes comodín, usados de acuerdo a intereses precisos, generalmente dirigidos a desestabilizar países y estigmatizar líderes no gratos para los centros de poder. Nadie niega que la corrupción es un problema apremiante, grave y permanente, tanto en América Latina como en el resto del mundo. La cuestión radica en quiénes y cuándo visibilizan el asunto y con qué fines.
No es casual que “la lucha contra la corrupción” sea parte de la agenda central de conglomerados de la comunicación a nivel mundial y de gobiernos de abierta política intervencionista como el de EE.UU.[i]. Pareciera existir un acuerdo blindado entre organizaciones que filtran datos, actores políticos de alto nivel y medios de comunicación para posicionar en el sentido común la necesidad de “hacer justicia” y vencer la corrupción, pero sólo en ciertos países y regiones, y de acuerdo a una muy conveniente y superficial noción de corrupción[ii]. Muestra palpable e inmediata es que el tema central de la próxima Cumbre de las Américas, a celebrarse en Lima en abril de 2018, será “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción”.[iii]
La judicialización de la política es una de las tácticas de esta estrategia bien concertada para atacar liderazgos que han desarrollado políticas progresistas. Casos emblemáticos de la judicialización de políticos progresistas fueron el golpe judicial que depuso a Dilma Rousseff y el permanente intento de imputación al expresidente y candidato Lula da Silva[iv]. También cabe mencionar la reciente acusación y posterior encarcelamiento del vicepresidente ecuatoriano Jorge Glas. Todos acusados –sin pruebas– por delitos de corrupción. Recientemente, y luego de varios intentos de imputación por corrupción, el juez Bonadío pidió la prisión preventiva y desafuero de la expresidenta argentina y senadora electa Cristina Fernández[v], con una acusación completamente hollywoodense: “traición a la Patria” por el supuesto encubrimiento de ciudadanos iraníes acusados por el atentado ocurrido en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994[vi]. Esto ocurre en medio de fuertes protestas por los ajustes económicos de Macri y apenas unos días después de su jura como senadora[vii].
Lo más grave de la situación general, es que la corrupción es realmente un problema acuciante y de muy vieja data para América Latina, sólo que a quiénes la utilizan como bandera de la escalada conservadora en la región no les interesa ni visibilizar causas reales ni mucho menos superarlas. La corrupción en el continente sudamericano se ha extendido principalmente por dos razones: la raigambre colonial que aún persiste en los procesos sociales y económicos, y la nunca superada primarización de la economía y la renta que esta genera. La primera conlleva a que aún se maneje el erario público como patrimonio de ciertas clases dominantes, “como una prolongación de la familia” al decir de García Linera[viii]. La segunda debido a que quienes captan la renta detentan el poder no sólo económico sino político. En el medio de ambos procesos de desfalco naturalizado y sistémico, la pugna por el Estado se traduce en desinversión social y reducción de políticas públicas.
En América Latina, durante las décadas de los ‘80 y ‘90 se ejecutó un pacto entre conglomerados de medios de comunicación, instituciones financieras internacionales y oligarquías nacionales para, en nombre de la guerra a la corrupción, realizar un profundo ajuste estructural que significó el achicamiento del Estado, las privatizaciones de las propiedades y servicios públicos, y la concomitante despolitización de las sociedades. El neoliberalismo caló hondo en la región y quiénes terminaron siendo los afectados estructurales fueron las grandes mayorías, privadas del acceso a los bienes públicos y a la posibilidad de un horizonte común. Luego de más de una década de políticas progresistas en la región, las cuales reinstalaron la política como medio de disputa para las mayorías y recuperaron el rol del Estado como garante de programas de inclusión social, resurge la escalada neoliberal con el mismo libreto, pero con estrategias más aceitadas y expeditas.
Colombia: un escándalo para que todo siga igual
Un ingrediente principal en la carrera electoral colombiana con miras al 2018 ha sido el manejo de la opinión pública en lo respectivo a los sucesivos escándalos por corrupción. Aprovechar el momento político de alta tensión que generan las elecciones presidenciales ha resultado una táctica efectiva para restarle impacto a otros problemas, como la apertura creciente a Tratados de Libre Comercio, la reprimarización y la desindustrialización de la economía nacional, las cuales conllevan directamente a la consecuente pobreza de la población.[ix]
De acuerdo a los sondeos de Cifras y Conceptos de febrero de 2017, de los tres temas que más indignan a los colombianos la corrupción está en la primera posición con el 71%, seguida por la situación de la salud con el 52% y el bajo salario mínimo con el 33%[x]. La misma empresa encuestadora arroja que para los líderes de opinión (“expertos de la academia, concejales, senadores, presidentes, vicepresidentes y miembros de juntas directivas y directores de medios”) los problemas de la economía en Colombia se deben principalmente a la corrupción (71%).[xi]
La divulgación de casos de corrupción entre 2016 y 2017 ha sido monumental. En palabras de Alfredo Molano: “Los escándalos se suceden uno a otro sin punto y coma, sin punto y aparte”[xii]. Los colombianos han estado sujetos a un continuo indetenible de escándalos que involucran a senadores, alcaldes, magistrados, jueces, fiscales y al mismísimo presidente. Desde el caso de Odebrecht, que muy a su favor abrió el gobierno de EE.UU. salpicando a funcionarios de casi todos los gobiernos de la región[xiii], hasta el llamado “cartel de la toga” que se dedicaba a aceptar pagos multimillonarios para incidir en decisiones judiciales beneficiando a funcionarios de gobierno y políticos que estuvieran implicados en actos de corrupción[xiv].
La magnitud y gravedad de los casos, así como el uso en extremo ruidoso y reiterado que de ellos han hecho los grandes medios de comunicación en tiempos de abierta precampaña electoral, ha generado la asunción de la corrupción como un problema per se, blanco totalizador a combatir para desaparecer por arte de magia todos los males de Colombia.
Esta lectura fácil y rápida del problema de la corrupción logra, por un lado, desviar la mirada de las causas sistémicas de la misma, descomplejizando el problema al aislarlo y, por el otro, instala la idea de que la política -y por lo tanto el Estado- no son eficientes en la resolución de las problemáticas sociales y económicas del país, y que la visión gerencial empresarial es la única que podría solventar la situación general de los ciudadanos. Asimismo, se refuerza el imaginario de una cruzada contra la corrupción que llevan adelante algunos pocos funcionarios paladines, con la ayuda siempre bienvenida de multilaterales como la OEA y agentes federales estadounidenses.
En un momento tan importante para la historia colombiana como es el haber logrado mediante vías políticas los Acuerdos de Paz, azuzar la desconfianza en la política y el Estado juega a favor del statu quo neoliberal, además de ampliar su marco de acción. De allí, el creciente abstencionismo que padece la democracia colombiana. Empañar el proceso de paz que tanto ha costado a los colombianos con estratagemas judiciales, tácticas dilatorias y satanización de lo político como vía de participación ciudadana no puede sino beneficiar a los mismos de siempre.
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Fotografía: Celag