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Corazón de cemento.

por La Redacción julio 16, 2018
julio 16, 2018
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Por: Paula Llaves. Rebelión. 16/07/2018

“Empezó en Chueca —dice— cuando, con la excusa de arreglar el barrio, se fue echando a los maricas, a las bolleras y a las trans para dejar entrar a los gays. No es lo mismo ser marica que ser gay. No es lo mismo ser homosexual y ser gay”

Pensaba que le habían robado Madrid.

—Yo cuando la conocí, me enamoré —me dice—. Me enamoré como no me he enamorado de nadie. Te juro que era pasión, admiración, orgullo… Ya no, ahora somos como un matrimonio aburrido que comparte piso y no se separa porque no puede permitirse pagar dos alquileres.

“Cities without gays and rock bands are losing the economic development race”, decía en los 90 el economista Richard Florida. Y nosotros teníamos, espalda con espalda, Chueca y Malasaña. Dos bocas de metro, dos barrios humildes y, precisamente por eso, libres, creativos, abiertos, inclusivos… Ya teníamos la fama y solo era necesario cardar la lana. Y, siguiendo con el refranero español, cuando las barbas de tu vecino veas cortar…

—Empezó en Chueca —dice—, cuando, con la excusa de arreglar el barrio, se fue echando a los maricas, a las bolleras y a las trans para dejar entrar a los gays.

—No es lo mismo ser marica que ser gay. No es lo mismo ser homosexual y ser gay —me dice—.

Se enciende un cigarro y se ríe mientras lo piensa. Le invade la nostalgia, recuerda cuando Madrid era una fiesta y las calles estaban llenas, llenas, llenas de gente caminado y había ¿te acuerdas? Barrios enteros dedicados a un estilo de música, y los parques siempre estaban llenos de gente.

—Tenía sus cosas, claro. Tampoco vamos a idealizar los montones de mierda y los ríos de meadas, pero, maldita sea, éramos más modernos, la gente te miraba menos, se hablaba más… También te digo, dejaron que se nos cayese el barrio a trozos. ¿Te acuerdas de las huelgas de basura de Botella y Manzano? ¿O de cuando nos quitaron las fuentes de la calle? Eso no era gratis, eso era para que las vecinas no pudieran soportarlo y vendieran las casas a cuatro duros. Y mira, claro… Camino abonado. Les salió la jugada redonda. También te digo, se veía venir. Siempre es igual.

El gesto se le endurece, la voz se le hace amarga…

—Esto va así: tú, yo y nuestros amigos, tan fantásticos, tan formados, tan leídos y tan sensibles, somos infecciosos. Somos un virus malísimo. Y ahora, ahora nos vamos a cargar Vallecas, Tetuán, Carabanchel… Lo que pillemos. Que sí, que ya lo sé, que no somos como ellos, ¿verdad? Tú y yo no somos hipsters, no somos modernos de postal fagocitando cualquier iniciativa cultural, creativa o artística con el dinero que papá necesita blanquear de cuando especulaba… Claro que no, tú y yo somos de barrio, somos de barrio pero con ínfulas. Tuvimos la suerte de poder estudiar cuando todavía era posible pagar una matrícula universitaria, esa fue la puerta. Bueno, la rendija. Un error de cálculo que ya han corregido…

—A veces pienso que somos fruto de un exceso de soberbia. De la suya y de la nuestra. De la suya porque supongo que, en parte, estaban convencidos de que genéticamente éramos incapaces, de que las otras barreras, las del trabajo a la vez que las clases, las de los libros a precios desorbitados, nos iban a dejar a todos en la cuneta. Pero mira, se les fue de las manos. Demasiados licenciados, doctorados, con idiomas, criados en pisos de sesenta metros, tres habitaciones, un cuarto de baño minúsculo, salón con terraza, en los 90 reconvertida en ampliación del salón. Y claro, no, a ver, no iban a dejar que estos muertos de hambre dirigieran sus empresas, ya se ocuparon también de que las empresas públicas fueran sus empresas. No podía ser que la meritocracia les dejara pasar… Así que la solución fue sencilla: subir las tasas universitarias, hacerlas imposibles para nosotros, aceptables para ellos, y ampliar la edad de jubilación. Así se garantizaban que una generación entera, la tuya, la mía, se quedaba fuera del mercado laboral, condenada a trabajos de becario, mientras puestos de responsabilidad se mantienen en manos de señores que no saben abrir una tabla de excell esperando a que sus nietos terminen el máster. Ahora ya sí. Sus nietos, no los nuestros.

Pero nosotros también pecamos de prepotencia, claro. Pensamos que por poner un pie en la universidad empezábamos a formar parte de la intelectualidad, que eso nos concedía algún tipo de dignidad que merecía ser premiada. Aceptábamos trabajos infrarremunerados en salario y sobredotados de honores. Entre 300 y 600 euros, pagando su autónomo, cobra un profesor asociado doctor. El 60% de los profesores universitarios de este país tienen ese tipo de contrato. Lo mejor de nuestra generación cobra una miseria por formar a los hijos de quienes pueden pagárselo para que dentro de unos años una plaza hecha a medida les ofrezca a sus ahora estudiantes su puesto de trabajo por el doble de salario.

O peor aún, creímos que teníamos talento, y que con eso bastaba.

—Ya lo decía Batania: “Yo tengo talento, dices, tú tienes talento, aseguras, todos tenemos talento por no decir que solo tenemos hambre. Solo es hambre lo que nos corroe, falta de todo, ambición de murciélago”.

En los años 80 y 90 y hasta en los dosmiles escribíamos fanzines y formábamos bandas de música experimental, y pintábamos, y exponíamos en bares y casas ocupadas, y proyectamos películas y hacíamos teatro a precios razonables pensando, qué ingenuos, que podíamos crear una nueva escena, que seríamos el nuevo Dadá, la nueva Internacional Situacionista, los padres del punk, que La Pepita sería nuestro Els catre gats, que el Patio Maravillas (cuando de verdad tenía un patio y estaba en el Barrio de las Maravillas) sería nuestro Montparnasse… Y no nos dimos cuenta de que no teníamos lo que hay que tener.

Sí, claro, teníamos las ganas, la educación, los afectos. Pero nos faltaban, era evidente, eso tan decimonónico: los medios de producción, la propiedad de la tierra, el techo sobre nuestras cabezas.

Y entonces fuimos nosotros, qué idiotas, los que, con toda nuestra hambre de hacer y de habitar, ocupamos esos barrios céntricos y baratos, en pisos de paredes desconchadas, en corralas con baños compartidos y con almas tendidas en las zonas comunes, y disfrutamos, claro, sonreíamos mucho entonces, dormíamos en colchones en el suelo, en casas amuebladas con cajas y ladrillos, antes de que los muebles hechos con palés fueran cosa de ricos. Aprendimos a vivir con poco y a pensar con mucho, y había una luz y un encanto y una algarabía de voces en las plazas y las opiniones se rulaban como la cerveza. Y entonces vinieron ellos.

Ellos que sí tenían lo que hay que tener y no necesitaban el talento, porque bastaba con apropiarse de nuestras ideas, comprar los edificios donde estaban nuestras casas y subirnos desmesuradamente el alquiler. A ti, a mí y al del bar de abajo. Y nos teníamos que ir, nosotros y el frutero del barrio, porque los turistas no compran en las tiendas pudiendo comer en un bar de Huertas, y desalojaban uno, dos tres patios maravillas… Y hacían lo mismo que nosotros, pero “mejor”, más limpio. Abrían tiendas donde se vendía ropa como la nuestra, pero no hecha con serigrafía casera, sino con mano de obra esclava en el sudeste asiático. Abrían tiendas de muebles reciclados a precios desorbitados, imprimían merchandising de nuestros barrios, y alquilaban, pintaban, reformaban, el café ascendía de precio, desaparecían de las calles los perros, los ancianos y los niños y la gente fea.

—Qué pena lo de la música en Madrid… El Aqualung, la Canciller, el ¾… Esa es otra. Ya no queda nada de la escena urbana, que era lo que MOLABA de Madrid. ¿Te acuerdas de la canción esa de Radio Futura? Sí mujer… “y yo caí, enamorado de la moda juvenil…”. Qué lástima. Esto ahora es como un decorado de cine. Fachadas muy bonitas, pero detrás, nada. Sacaron a la gente de la calle, cerraron los bares de conciertos y nos condenaron a esta monotonía de centros comerciales, de cadenas de restaurantes todas iguales, donde suena solo lo de siempre y sustituyeron el hablar por el comprar abriendo las tiendas 24/7. Qué barbaridad…

Nos fuimos bajando a Lavapiés porque nos lo podíamos pagar. Estudiantes, artistas y migrantes fuimos ocupando las buhardillas inhabitables, los sótanos sin luz de un barrio obrero. Un barrio en el que hasta bien entrado el siglo XIX nadie con un bolso de Prada se atrevía a cruzar a las nueve de la noche. Un barrio con bares clandestinos, con flamenco y con punk y con reggae, con recitales de poesía, con teatros pequeño, con salas de conciertos, con galerías de arte improvisadas, y otra vez cometimos los mismos errores. Mira…

—¿Recuerdas cuando El Económico hacía honor a su nombre con platos de lentejas a doscientas pesetas? ¿Recuerdas el Labo y Casablanca ? Ya no queda nada…

Argumosa la están comprando entera para echarla abajo. Ya se quitaron de encima a los propietarios y ya están ejecutando los desahucios de alquileres . Y nosotros, que nos pensábamos tan listos porque no caímos en el engaño de la hipoteca… Qué risa, como si no fuera obvio que cuando los pobres van ganando el partido, los ricos les cambian las reglas.

—El caso, guapa, es que ya no somos tan soberbios ni tan modernos, ni tan abiertos, ni tan creativos, porque queremos un techo estable sobre nuestras cabezas, pero no sabemos muy bien a donde irnos.

Total, que ya no sé, a lo mejor los equivocados éramos nosotros y para seguir en Madrid, o aunque sea para no discutir con ella, lo único que nos queda es olvidarnos de que una vez tuvimos talento.

—Pues eso, que por eso yo ahora defiendo la pluma, las zapatillas sin marca, el pincho de tortilla y salir en chándal. Anda, vamos a bailar esta, que tampoco es cuestión de que, además de la ciudad, nos roben la alegría.

Apaga el cigarro, lo tira en una lata y se dirige a un contenedor. Sonríe.

—La higiene es importante, por muchas razones… No te olvides que la primera excusa fueron siempre los montones de mierda, y los ríos de meadas.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: Ayuntamiento de Madrid

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