Por: TIQQUNIM. 27/09/2020
Don’t know what I want, but I know how to get it. Sex Pistols, Anarchy in the UK
I
Veinte años. Veinte años de contrarrevolución. De contrarrevolución preventiva.
En Italia.
Y en otros lugares.
Veinte años de un sueño erizado de alambradas, poblado de vigilantes. De un sueño de los cuerpos, impuesto por el toque de queda.
Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga.
En una reticulación mundial de dispositivos locales. En una calibración sin precedentes de las subjetividades. En una nueva paz superficial.
Una paz armada bien hecha para cubrir el desarrollo de una imperceptible guerra civil.
Hace veinte años era el punk, el movimiento del 77, el área de la Autonomía, los indios metropolitanos y la guerrilla difusa.
De repente surgía, como si viniera de alguna región subterránea de la civilización, todo un contramundo de subjetividades que ya no querían consumir, que ya no querían producir, que ya ni siquiera querían ser subjetividades.
La revolución fue molecular, y la contrarrevolución no lo fue menos.
SE preparó ofensivamente, y luego durablemente, toda una máquina compleja para neutralizar lo que fuera portador de intensidad. Una máquina para desactivar cualquier cosa que pudiera explotar.
Todos los dividuos de riesgo, los cuerpos indóciles, las agregaciones humanas autónomas.
Luego fueron veinte años de estupidez, vulgaridad, aislamiento y desolación.
¿Cómo hacer?
Levantarse. Levantar la cabeza. Por elección o por necesidad. Ya importa, en realidad, ya no.
Para mirarnos a los ojos y decirnos que empezamos de nuevo. Que todo el mundo lo sepa, lo antes posible.
Empezamos de nuevo.
No más resistencia pasiva, no más exilio interior, no más conflicto por sustracción, no más supervivencia. Empezamos de nuevo. En veinte años, hemos tenido tiempo de ver. Lo hemos entendido. La demokracia para todos, la lucha «antiterrorista», las masacres de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social, por selección, por precarización, por normalización, por «modernización».
Lo hemos visto, lo hemos entendido. Los métodos y los objetivos. El destino que se nos reserva. El que se nos niega. El estado de excepción. Las leyes que ponen a la policía, la administración y la magistratura por encima de las leyes. La judicialización, la psiquiatrización, la medicalización de todo lo que se sale del marco. De todo lo que se fuga. Lo hemos visto. Lo hemos entendido. Los métodos y los objetivos.
Cuando el poder establece en tiempo real su propia legitimidad, cuando su violencia se vuelve preventiva y su derecho es un «derecho de injerencia», entonces ya no es útil tener razón. Tener razón en su contra.
Hay que ser más fuerte, o más astuto. Por eso también estamos empezando de nuevo.
Empezar de nuevo nunca es empezar algo de nuevo. Tampoco es retomar un asunto donde lo dejamos. Lo que empezamos de nuevo es siempre algo más. Siempre es inaudito. Porque no es el pasado lo que nos impulsa, sino precisamente lo que en él no ha sucedido.
Y porque es mejor que nosotros mismos, entonces, empecemos de nuevo.
Empezar de nuevo significa: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre nuestros devenires.
Partir, de nuevo, desde donde estamos, ahora.
Por ejemplo, hay algunos golpes que ya no se nos darán.
El golpe de la «sociedad». Para ser transformada. Para ser destruida Por ser mejorada.
El golpe del pacto social. Que algunos quebrarían mientras que otros pueden pretender «restaurarlo».
Estos golpes, ya no se nos darán.
Hay que ser un elemento militante de la pequeña burguesía planetaria, un verdadero ciudadano, para no ver que ya no existe, la sociedad.
Que ha implosionado. Que es sólo un argumento para el terror de los que dicen que la re/presentan.
Ella que se ha ausentado.
Todo lo que es social se ha vuelto extraño para nosotros.
Nos consideramos absolutamente libres de toda obligación, de toda prerrogativa, de toda pertenencia social.
«La sociedad» es el nombre que a menudo se da a lo Irreparable, entre aquellos que también quisieran convertirlo en lo Inasumible.
Quien rechace ese señuelo tendrá que dar un paso al margen.
Operar un ligero desplazamiento con respecto a la lógica común del Imperio y su contestación, la de la movilización, con respecto a su temporalidad común, la de la emergencia.
Empezar de nuevo significa: habitar esta brecha. Asumir la esquizofrenia capitalista en el sentido de una creciente facultad de desubjetivación.
Desertar pero manteniendo las armas.
Fugarse imperceptiblemente.
Empezar de nuevo significa: sumarse a la secesión social, a la opacidad, entrar en desmovilización, arrebatando hoy a tal o cual red imperial de producción-consumo los medios de vivir y luchar para, en el momento oportuno, socavarla.
Hablamos de una nueva guerra, una nueva guerra de partisanos. Sin frente ni uniforme, sin ejército ni batalla decisiva.
Una guerra en la que los focos se despliegan lejos de los flujos mercantiles, aunque estén conectados a ellos.
Hablamos de una guerra totalmente latente. Que tiene el tiempo.
De una guerra de posición.
Que se está librando donde estamos.
En nombre de nadie.
En nombre de nuestra propia existencia, que no tiene nombre.
Operar ese ligero desplazamiento.
Ya no temer a nuestro tiempo.
«No temer a nuestro tiempo es una cuestión de espacio».
En la okupa. En la orgía. En el motín. En el tren o en el pueblo okupado. Buscando entre desconocidos una free party que nadie puede encontrar. Experimento ese ligero desplazamiento. Experimento mi desubjetivación. Devengo una singularidad cualquiera. Un juego se insinúa entre mi presencia y todo el aparato de cualidades que se me suelen atribuir.
A los ojos de un ser que, estando presente, quiere estimarme por lo que soy, saboreo la decepción, su decepción al ver que me he vuelto tan común, tan perfectamente accesible. En los gestos de otro, es una complicidad inesperada.
Todo lo que me aísla como sujeto, como cuerpo con una configuración pública de atributos, siento que se derrite. Los cuerpos se desmoronan en sus límites. En sus límites, se indistinguen.
Sector tras sector, lo cualquiera arruina la equivalencia. Y alcanzo una desnudez nueva, una desnudez impropia, vestida por así decirlo de amor.
¿Escapa alguna vez uno solo de la prisión del Yo?
En la okupa. En la orgía. En el motín. En el tren o en el pueblo okupado. Nos encontramos de nuevo.
Nos encontramos de nuevocomo singularidades cualesquiera. Es decir, no sobre la base de una pertenencia común, sino sobre la base de una presencia común.
Ésa es nuestra necesidad de comunismo. La necesidad de espacios nocturnos, donde podamos encontrarnos más allá de nuestros predicados.
Más allá de la tiranía del reconocimiento. Que impone el re/conocimiento como distancia final entre los cuerpos. Como separación ineludible.
Todo lo que UNO —el prometido, la familia, el círculo, la empresa, el Estado, la opinión— me reconoce, así es como uno piensa que me sujeta.
Con el recuerdo constante de lo que soy, de mis cualidades, se quisiera abstraerme de cada situación. se quisiera extorsionarme en cada circunstancia una fidelidad a mí mismo que es una fidelidad a mis predicados.
SE espera de mí que me comporte como hombre, empleado, desempleado, madre, militante o filósofo.
SE quiere contener dentro de los bordes de una identidad el impredecible curso de mis devenires.
SE me quiere convertir a la religión de una coherencia que SE ha elegido para mí.
Cuanto más soy reconocida, más se obstaculizan mis gestos, se obstaculizan internamente. Aquí estoy atrapada en la malla ultra apretada del nuevo poder. En las redes impalpables de la nueva policía: LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES.
Hay toda una red de dispositivos donde me hundo para «integrarme», y que me incorporan esas cualidades.
Todo un pequeño sistema de registro, identificación y vigilancia mutuos.
Toda una prescripción difusa de ausencia.
Todo un aparato de control comporta/mental, que apunta al panoptismo, a la privatización transparencial, a la atomización.
Y en el que estoy forcejeando.
Necesito devenir anónima. Para estar presente.
Cuanto más anónima soy, más presente estoy.
Necesito zonas de indistinción para acceder a lo Común.
Para no reconocerme más en mi nombre. Para ya no escuchar en mi nombre más que la voz que lo llama.
Para que adquiera consistencia el cómo de los seres, no lo que son, sino cómo son lo que son. Su forma-de-vida.
Necesito zonas de opacidad donde los atributos, incluso criminales, incluso brillantes, ya no separen los cuerpos.
Devenir cualquiera. Devenir una singularidad cualquiera no está dado.
Siempre es posible, pero nunca dado.
Hay una política de la singularidad cualquiera.
Que consiste en arrebatar al Imperio las condiciones y los medios, incluso intersticiales, para experimentarse a sí mismo como tal.
Es una política, porque presupone una capacidad de enfrentamiento, y porque una nueva agregación humana le corresponde.
Política de la singularidad cualquiera: despejar los espacios donde ningún acto es ya asignable a un cuerpo dado.
Donde los cuerpos vuelven a encontrar la aptitud para el gesto que la sabia distribución de los dispositivos metropolitanos —computadoras, coches, escuelas, cámaras, teléfonos portátiles, salas de deporte, hospitales, televisiones, cines, etc.— les había quitado.
Reconociéndolos.
Inmovilizándolos.
Haciendo que giren en el vacío.
Haciendo que la cabeza exista separada del cuerpo.
Política de la singularidad cualquiera.
Un devenir-cualquiera es más revolucionario que cualquier ser-cualquiera.
Liberar espacios nos libera cien veces más que cualquier «espacio liberado».
Más que poner un poder en acción, gozo de la puesta en circulación de mi potencia.
La política de la singularidad cualquiera radica en la ofensiva. En las circunstancias, los momentos y los lugares en que serán arrancados las circunstancias, los momentos y los lugares de tal anonimato, de una pausa momentánea en un estado de simplicidad, la oportunidad de extraer de todas nuestras formas la pura adecuación a la presencia, la oportunidad de estar, por fin, ahí.
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Fotografía: TIQQUNIM.