Por: Francisco Abad Alegría. 24/06/2021
Francisco Abad escribe sobre distintas formas de inflicción de dolor físico, desde las bofetadas correctoras que se propinan a los niños hasta los más refinadas y horrendos instrumentos de tortura.
Interrogado Jesús ante el sumo pontífice Caifás, responde con llaneza, aunque no con sumisión, y un alguacil le abofetea, increpándole por su presunta falta de respeto ante tan alto personaje (Jn 18, 22). A mediados del siglo IV, durante el I Concilio de Nicea, convocado por el obispo Atanasio, básicamente para discutir la herejía monofisita del obispo Arrio y otros jerarcas, el anciano obispo Nicolás, conocido como bonachón y bromista, propina una sonora bofetada a Arrio. Son dos de las bofetadas, de las incontables que han pavimentado la historia violenta de la humanidad, que recuerdo más vívidamente.
En el primer caso, la autoridad utiliza a un sicario para recalcar quién tiene el poder. Rara vez se obtiene el poder por métodos distintos a la fuerza (aunque hay excepciones), y en tal caso, como los tiburones que olisquean la sangre de una víctima, son multitud los colaboradores que aspiran a participar del abuso. En el segundo caso, la pública y violenta reprensión es al tiempo que un desahogo intemperante, correctivo público inequívoco de una actitud considerada gravemente dañina. Pero las bofetadas no matan físicamente, en general, y pueden tener múltiples significados, intenciones y consecuencias. Y además no siempre tienen un valor meramente agresivo.
La mano
Con la mano abierta se puede golpear a otra persona, con distintos grados de fuerza y en distintas zonas del cuerpo. La bofetadita correctora que se da al niño con el que es imposible razonar, suave aunque ruidosa, es un elemento que tiene posible efecto educador, sin llegar a la exagerada posición de Makarenko en la primera URSS. Por ejemplo, una torta en la zona glútea (que en Asturias llaman ñalgada), especialmente cuando el pequeño tirano se rebela, puede ser un artístico método de convicción cuando se consigue hacer mucho ruido al golpear el pañal sin tan siquiera tocar la delicada anatomía infantil. Otra cosa es la pelea a bofetadas entre mozalbetes que disputan por cualquier cosa y sobre todo la bofetada propinada a un indefenso por un abusador o presunto superior, con intención de hacer daño y sobre todo humillar a la víctima. Una modalidad específica de bofetada es la que se da en la parte posterior del pescuezo, denominada colleja porque se da en el cuello, que por lo visto en televisión era un método educativo del expresidente Rajoy, y habitualmente no tiene un valor agresivo importante.
Cuando, siguiendo las leyes de la física, por eso de que la presión es producto de la fuerza relacionada con la superficie implicada en la percusión, la cosa es más agresiva, va desde la ya desterrada coca escolar, en la que los nudillos de la mano plegada golpean la cabeza (coco), al puñetazo con todos los dedos cerrados, que varía no solo en fuerza y lugar de aplicación, sino también en técnica de colisión. No es lo mismo un puñetazo en la cara, en la boca del estómago, el ascendente en la quijada (uppercut) o el que se da con técnica rotativa en la zona situada entre el labio superior y la raíz nasal, en el punto chino denominado Ren-Zhong, generalmente de intención letal, por hundimiento del esfenoides en la base cerebral.
Instrumentos polivalentes
Un palo, según su longitud, peso y forma, es una prolongación de la mano que puede servir tanto para dar un golpecito de atención como para abrir la cabeza del prójimo o producirle fracturas óseas de variable gravedad; su equivalente perfecto es el fémur que blande como arma mortífera el homínido que ilustra la fuerza instrumental en 2001: una odisea del espacio, de Kubrick. Una variante escolar, afortunadamente ya abolida, es la larga regla con la que algunos maestros golpeaban el occipucio de alumnos rebeldes o castigaban a los de mala memoria, golpeándoles las puntas de los dedos, tras obligarles a juntarlos como una piña mirando arriba. Algunas variantes especializadas en la represión y el dominio, de igual naturaleza, son el bastón indio, la porra (y sus variantes manganelli musolinianas) y los garrotes de diversas formas y terminaciones.
La caña es en realidad un bastón o palo hueco, que añade a su resistencia el poco peso y la posibilidad de ser rajada, con técnicas precisas, de modo que un golpe certero dado con una fuerte caña de bambú puede ser mortal, pero uno dado con una caña común del borde de arroyos puede servir para un acto intimidatorio escasamente dañino si se busca, más que la percusión directa, el chasquido que se produce con el golpe seco, que alerta, aunque al tiempo puede generar también impactos dolorosos. Las chascas así construidas se utilizaron desde hace siglos en las largas sesiones de Zen, para despabilar a los meditantes que pasaban al sueño; en versión occidental catequética, una larga caña rajada en su extremo era utilizada por el catequista o el cura que enseñaba catecismo (de ahí lo de más largo que la caña de la Doctrina, que llegaba a las infantiles cabezas distraídas en la recitación del Astete o el Ripalda) desde la primera fila a la última. Un golpecito de caña rajada a veces sirve para atajar conductas inadecuadas en los cachorros juguetones y obstinados que nos acompañan en la ingrata vida humana, ladrando y haciendo alguna que otra diablura y dándonos afecto inocente.

Instrumentos estrictamente agresivos
El puño o la mano abierta se resienten en el castigo corporal al prójimo; el palo o la caña se quiebran; pero un instrumento específicamente diseñado para golpear haciendo daño, lo que generalmente requiere la cooperación de esbirros o sicarios de naturaleza variable, oficial o directamente delincuencial.
Los azotes simples difieren de los palos o bastones, en su portabilidad y flexibilidad. Variantes hay muchas, que van desde el mero zurriago, un trozo sólido de cuerda torcida, el rebenque, que es un trozo de soga sólida y encerada cuyos golpes se descargan sobre la víctima (de extenso empleo en la Armada de los hijos de la Gran Bretaña, sin excluir a otras flotas militares), su equivalente férreo en forma de cadena, ya desterrada de bandas delictivas que se extinguieron porque al final había más policías infiltrados en ellas que activistas de extrema derecha, el zurriago simple, soga informal o atadijo de fortuna de cuerdas bastas capaces de abrir heridas contusas y anfractuosas y las variantes de látigos y similares, entre las que se cuentan las fustas, ideadas para dominar con un azote corto al caballo pero que muy bien pueden cruzar la cara de un sujeto, el látigo, de notable longitud, que envuelve en su golpear el cuerpo de la víctima, y el sofisticado vergajo, que se hacía empleando el pene desollado de un toro (verga es la denominación antigua de pene), que se desangraba completamente y rodeaba con un atadijo de liza encerada, dejándolo secar, sumamente resistente y capaz de abrir mediante un golpe seco e intenso el tórax de la víctima.
Para aumentar el daño, se idearon azotes complejos, de los que el paradigma es el látigo de siete colas, un asidor de madera o metal a cuyo extremo se unían varias tiras de cuero, cordel o cadenillas, de modo que el golpe se multiplicaba por tantas terminales como tuviese el instrumento. Muchas veces, cada una de las tiras flagelantes se remataba por bolas metálicas de diferentes tamaños; la flagelación, acción similar al picado del toro antes del toreo propiamente dicho, pensada para debilitar al torturado, era frecuente como paso previo a la crucifixión, como leemos en el Evangelio, y a veces era tan brutal que dejaba muerto al reo. Generalmente se practicaba sobre el dorso y las extremidades, evitando el área precordial, de modo que la víctima sufriese mucho pero no tuviese una parada cardíaca refleja, por la relación metamérica de origen ya embriológico de zonas externas y algunos órganos internos.

Utilización de los daños
En un pequeño número de casos, las agresiones se insinúan o son de mínima cuantía, subrayando una forma de proximidad afectiva, como levantar la mano en ademán de abofetear al tiempo que se esboza una sonrisa o los abrazos entre amigotes al tiempo que se produce un rudo pero inofensivo palmoteo de las espaldas. Son formas primitivas de indicar buenas intenciones, al igual que lo es saludar agitando la mano abierta, que es una señal de que no hay que temer nada de quien muestra su mano desarmada. Pero en esto también hay grados, y no pocas veces la actitud de agresión intencionadamente esbozada, como signo de proximidad, se acompaña de alguna expresión hablada o un gesto más acentuado de lo esperable, lo que ya entra en el peligroso límite del terreno de la advertencia o de la declaración de superioridad.
En ocasiones, la agresión es una forma pedagógica primitiva, desde la chapada leve en las nalgas o el suave pescozón, que puede tener alguna utilidad en personas con las que el entendimiento verbal es difícil, aunque es mejor huir de cualquier insinuación de agresión física, sea cual sea la intención. Al respecto hay que señalar el carácter confuso de la antigua expresión «la letra con sangre entra», que demasiados docentes tomaron antaño al pie de la letra, pero con la que podremos estar todos de acuerdo si traducimos sangre por esfuerzo.
Finalmente, las agresiones que no tienen carácter defensivo, proporcionado al daño que se recibe, son intolerables y uno de los muchos métodos de dominio de humanos contra humanos; sobran los ejemplos.

¿Por qué hablar de todo esto? Novelas amorosas, de ciencia-ficción, relatos de todo tipo, descripciones sabias, análisis históricos, poesía, historia, teatro, ensayos sabios y menos sabios, se agarran a las paredes limitadas de las habitaciones, pero las descripciones monográficas del dolor y la humillación no solo física, holística (si se me permite asimilar a este criterio lo dicho) del humano contra el humano, pocas veces se agrupan. Quizá por vergüenza de reconocer que somos tan reciamente malvados como especie, pero sobre todo, como cultura. Es un decir.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
LEER EL ARTICULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: El cuaderno digital