Por: Luis Armando González. 21/01/2024
Me refiero a las elecciones de 2024 en El Salvador, que, como se sabe, tendrán lugar en dos sendas jornadas: una, el 4 de febrero y, la otra, el 3 de marzo. Hago algunas aclaraciones de rigor, comenzando con la expresión “bastante”: por distintas razones, en cualquier país del mundo en el que hay procesos electorales periódicos, una elección nunca es igual a otra –es decir, son distintas—, pero puede darse el caso de que eso distinto sea algo más profundo de lo que cabría esperar. A eso me refiero con las elecciones de 2024 en mi país: son bastante distintas a las tenidas después de 1992, por no extender el criterio hasta las de Asamblea Constituyente de 1982. Por más que me tuerzan el brazo, no hay manera de que pueda aceptar que se trata de elecciones iguales a muchas de las tenidas en las tres décadas previas.
Una segunda aclaración: decir que se trata de unas elecciones bastante distintas no significa que me pronuncie sobre si eso es bueno o malo. Ese juicio lo dejo bien guardado en mi conciencia en donde nadie tiene derecho a hurgar. Lo que hago es una constatación de hecho, no una valoración. Y esto me lleva a una tercera aclaración: mi reflexión no está orientada a hacer campaña ni a apoyar o rechazar a algún candidato o partido. Más aún, invito a todas las personas mayores de edad a ejercer su voto por quien o quienes sean de su simpatía. Por mi parte, ni sufriré ni me alegraré por los resultados; solo esperaré y pondré pecho a lo que emane de las autoridades que resulten electas para la Presidencia de la República, la Asamblea Legislativa y los Consejos Municipales.
La primera elección en la que ejercí mi derecho al voto fue en la de 1982. En ese entonces era un joven de 21 años que, aunque rechazaba esas elecciones, tenía miedo de ser identificado como un opositor al militarismo y sus abusos sin límite. Ahora soy un adulto –un viejo, un veterano de 62 años— que tendrá la oportunidad de participar en una elección más. Además de no haber dejado de votar en ninguna, siempre –desde la 1982— las he observado en sus detalles y en todas las tenidas desde 1992 –salvo en esta de 2024— he intervenido en el debate electoral, ya sea con artículos de opinión, con análisis con sectores sociales diversos (grupos religiosos, comunidades campesinas, estudiantes, sindicatos) o con una que otra participación en medios de comunicación. Tanto el ejercicio votar como mi participación en el debate público los he considerado no sólo un derecho, sino un deber ciudadano irrenunciable.
Siempre pensé en que nunca dejaría que nadie me arrebatara ese derecho y que, en consecuencia, lo ejercería hasta el cansancio. Y claro, a estas alturas de mi vida, el cansancio no deja de hacerse presente de vez en cuando; y en esos momentos, no dejo de preguntarme si acaso no he participado ya como votante en demasiadas elecciones y si acaso no ha llegado la hora de dejar que sean otros los que analicen, reflexionen, comenten o hagan lo que su puñetera gana les dé con las elecciones y todo lo que está asociado con ellas.
Pero, en momentos así, el gusanito de la reflexión –ese que hace que pensemos más de lo que deberíamos en un tema— suele despertarse y, cuando eso pasa, hace retroceder al desgano (y al desengaño, dirán algunos). Y eso es lo que me ha sucedido en estos días, en los no he podido dejar de pensar en lo distinto (lo mucho que tienen de distinto) estas elecciones respecto de otras muchas en las que he sido partícipe (como votante) y analista.
Son varios los aspectos que se pueden destacar a propósito de eso “bastante distinto”, pero no voy a señalar todos los veo. Dejo abierta la invitación a quienes lean estas líneas, en el sentido de que añadan aspectos a los pocos que yo propongo como dignos de mención.
Pues bien, algo sumamente llamativo en otras elecciones –en especial a las tenidas desde 1994 incluso hasta 2019— eran los inicios bastante tempranos de las campañas electorales, que dejaban a un lado los tiempos legales fijados para ello. Asimismo, no eran campañas –la expresión que se usaba era “pre campaña”— sordas o de bajo perfil, sino abiertas, con presencia inocultable de candidatos y partidos a nivel mediático y territorial. O sea, era evidente, ocho o diez meses antes de las elecciones, que se estaba en un proceso electoral. Esa presencia mediática y territorial no era exclusiva de candidatos y partidos. Analistas, comentaristas, académicos y periodistas también se hacían sentir, con sus opiniones, investigaciones y valoraciones, en las coyunturas electorales.
Asimismo, los ciudadanos que se identificaban con un candidato o partido trataban por todos los medios posibles de mostrar a propios y extraños –por ejemplo, con banderas partidarias en sus casas o en sus vehículos— sus simpatías partidarias. A sólo unas cuentas semanas de la primera jornada electoral –la del 4 de febrero— en San Salvador –que se había ganado la fama de ser unos de los departamentos más politizados del país— cuesta encontrar casas o vehículos con algún símbolo partidario exterior (y no me refiero a vehículos de campaña, sino a los usados por las familias). Es de suponer que puertas adentro, quienes habitan esas casas y manejan esos vehículos tienen una específica simpatía política.
Sobre el debate de ideas, lo que se decía, proponía y opinaba lo era con dureza y fiereza. Los candidatos, sus voceros y sus aliados no se andaban con contemplaciones ante sus rivales (cuando se propasaban, se decía que hacían “campaña sucia”); en las comunidades, los candidatos y sus partidos eran aclamados, pero también cuestionados sin piedad. Y analistas, opinólogos, investigadores y académicos daban rienda suelta a sus críticas y valoraciones sin andarse con medias tintas con candidatos y partidos. Arrinconar a los candidatos, cercarlos, hacerlos blanco de la crítica –que ellos mismos se cercaran, arrinconaran, se criticaran mutuamente— se convirtió en algo normal en las coyunturas electorales. Ningún candidato, si mentía o desvariaba, quedaba exento de que se le hiciera saber que era un mentiroso, un manipulador o no se entendía de lo que estaba hablando.
Los candidatos, al exponerse al escrutinio público –a las críticas, a las burlas, a la aprobación o a la desaprobación social—, eran bajados de cualquier pedestal en el que creyeran estar y perdían cualquier blindaje –político, de abolengo, riqueza o clase— que los pudiera hacer (o parecer) invulnerables. La arrogancia de muchos de ellos sencillamente desaparecía. Y, por supuesto, tenían la oportunidad de darse cuenta de que no todos los ciudadanos estaban de acuerdo con lo que decían u ofrecían, lo cual podía ser un remedio a cualquier creencia que tuvieran sobre el amor total que les profesaba la gente. Soy de los creen que algo de lo más pernicioso para las personas es no tener la oportunidad de darse cuenta de las opiniones contrarias a las suyas, o de asumir que no hay nadie que discrepe de lo que ellas dicen o proponen.
Así pues, las encuestas de opinión –excesivas en algunas coyunturas— era sólo uno de los indicadores del sentir popular ante la política y los políticos; otros indicadores eran, como ya anoté, la identificación partidaria de las personas, el trato recibido por candidatos y partidos en colonias, barrios, cantones y caseríos, y las investigaciones, análisis y valoraciones generados desde distintas instituciones o de manera individual por analistas o académicos.
En la coyuntura electoral 2024 lo anterior ha estado ausente casi en su totalidad. Y vaya que era interesante escuchar o ver las críticas sin contemplación entre los candidatos, pero también las críticas y valoraciones amplias, constantes, sistemáticas y duras que desde las universidades, centros de investigación y medios de comunicación hacia los candidatos y sus partidos. O que en las casas y vehículos particulares la gente pusiera banderas o afiches, mostrando abiertamente sus simpatías políticas. O que la gente opinara, en las calles, a favor o en contra de cualquier candidato o partido, sin contenerse en sus apreciaciones.
Eso fue tan normal y evidente que es imposible no caer en la cuenta que en estas elecciones está ausente. Las razones de ello están pendientes de ser exploradas. Por lo demás, estoy seguro de que sobran los que celebran que las cosas sean así. Por mi parte, ni me alegra ni me entristece. Sólo lo constato como algo que hace a estas elecciones bastante distintas de otras. Como ya dije, invito a quienes lean estas líneas a pensar en qué otros aspectos se les ocurren, para añadirlos a los que este servidor ha anotado.
San Salvador, 20 de enero de 2024