Por: Donatella Di Cesare. 23/06/2022

La capacidad política de una revuelta se hace realidad cuando logra manifestar la injusticia dentro de los límites vigilados del espacio público reconfigurándolo. Por eso la revuelta es sobre todo una práctica de irrupción, de asalto, que, desde los márgenes, avergüenza a la política del gobierno, poniendo al descubierto su función policial. Este cambio no es fortuito. Debe tomarse en serio la conexión entre «política» y «policía» que sugiere la etimología. Se puede seguir el recorrido trazado por Jacques Ranciére, que va más allá del sentido restrictivo atribuido al término «policía» [1]. No se trata simplemente de porras, vehículos blindados, interrogatorios: ni siquiera del aparato represivo del Estado de forma aislada y única. Es mucho más amplio ahora el llamado «orden público» gestionado por la policía, cuyo papel, no siempre evidente, es por tanto decisivo. Además de disciplinar los cuerpos, permitirles reunirse o prohibir su unión, la policía estructura el espacio, asigna los papeles, establece títulos y competencias en el ámbito del tener, del hacer, del decir. Fija los lugares que se debe ocupar y regula el derecho a aparecer; pero sobre todo gobierna el orden, el de lo visible y el de lo decible, fijando los límites de la participación. Incluye y excluye, discriminando quién toma parte y quién no.
Se suele adoptar la perspectiva interna. De este modo, una vez que ha administrado el orden público, la política se diluye en la policía. Esto es, de hecho, lo que queda de una política que, reducida por la tenaza de la economía y doblegada ante el arsenal ideológico burocrático, acaba convertida en residuo elocuente de su propia trágica ausencia. No obstante, la política no puede limitarse a las murallas de la polis; más aún si con esto nos referimos al perímetro estatal. Esto es especialmente cierto en el escenario del nuevo milenio, que es complejo, inestable y fragmentado. En el horizonte de la gobernanza no es posible explicar ni las inestabilidades y tensiones internas ni los movimientos que sacuden el ámbito transfronterizo, más allá de las fronteras, tachado de mero caos, de gris desbarajuste. Todo lo que viene de «afuera» adquiere una apariencia fantasmal: es una sombra ilusoria y a la vez una amenaza inminente. Igual que se clandestiniza la migración, se hace pasar la revuelta por un desorden oscuro y apolítico. Un enfoque regulativo y gubernamental no puede hacer otra cosa.
Solo una política que haga el camino inverso, que se mueva desde los bordes, que quebrante las barreras, sustrayéndose de la función policial, puede rescatar su nombre. Una política así, que está presente allí donde estallan los conflictos, donde surgen las luchas, pone en común la injusticia, muestra el disenso, pone luz en los invisibles y los repudiados, se pone del lado de los que no tienen parte, niega la partición y la división, muestra la contingencia del orden, rompe la jerarquía policial del arché, que quiere el monopolio del principio, que dice haber establecido el mando. No hay política más que en la interrupción anárquica, en el vacío en el que, apenas perceptible, la llamada a la igualdad desdice la lógica del gobierno, donde en un movimiento incesante se reconstituye una y otra vez el ser-juntos de la comunidad.
SI EL DISENTIMIENTO ES UN CRIMEN
¿Por qué casi todas las formas de conflicto parecen salirse del marco de la legalidad? El paso de la protesta de la fábrica a la calle también marcó el cambio de lo que está en juego y su ampliación: de la cuestión económica de los salarios a la cuestión biopolítica del habitar.
Las reivindicaciones relativas a las condiciones de trabajo mantienen su importancia inalterada, pero las formas legales de lucha, orgullo y conquista del movimiento obrero van perdiendo gradualmente su intensidad, casi destinadas a desparecer. Esto es aplicable a toda la polifacética gama del repertorio sindical – en particular para la huelga, que, habiéndose convertido en una práctica casi institucional, sigue siendo eficaz, sin tener la explosividad del pasado-. A pesar de esto, los sindicatos siguen siendo una piedra angular de las luchas salariales, más imprescindible aún si consideramos la crisis estructural en la que llevan debatiéndose desde hace décadas los partidos, completamente desprovistos de atractivo ahora.

La manifestación, ilegal durante mucho tiempo, se ha convertido en un derecho reconocido, una libertad fundamental en el contexto democrático. Sin embargo, ha perdido su carácter espontáneo, ha perdido en su mayor parte su poder subversivo, acabando por ser domesticada y reabsorbida por el marco legal, organizativo y político. La prefectura la autoriza y supervisa; las organizaciones tradicionales (sindicatos, partidos, asociaciones de partidarios, etc.), y muchas veces también los movimientos, la solicitan y coordinan (no siempre con los resultados deseados). Incluso puede suceder, como sucedió en Francia el 11 de enero de 2015, a raíz del ataque a Charlie Hebdo, que una gran manifestación por la libertad de expresión, liderada por varios jefes de gobierno, sirva de pretexto para promulgar un estado de emergencia liberticida.
La domesticación de la manifestación no indica que el conflicto haya desaparecido y la sociedad esté en paz. Más bien, a medida que cambian los contenidos, cambian también las formas de lucha. Y lo que la gobernanza no logra institucionalizar es sencillamente expulsado de la ley y criminalizado. De esta forma se señala el límite entre lo permitido en el espacio público y lo rechazado. Paralelamente a las protestas legales se multiplican esas luchas extralegales, relegadas a los márgenes, pero cada vez más significativas [2], hasta el punto de que la tendencia a criminalizarlas no impide que el centro de gravedad del conflicto trascienda inexorablemente el espacio público y lo desestabilice.
Los protagonistas de las luchas extralegales tienen rostros diferentes: de ciberactivistas, que envían señales de alerta desde el ciberespacio, a militantes zadistas, que intentan desarrollar nuevas formas de vida; de nuevos desobedientes, con sus gestos a veces descarados, a quienes trabajan en organizaciones no gubernamentales que cruzan fronteras, en zonas de mar abierto, enarbolando todavía la bandera de la justicia, la bandera de la humanidad. Contra ellos, que asisten a los refugiados en los campamentos, que ayudan a los migrantes, se dirige un verdadero fuego de artillería para neutralizarlos. Esto significa que no solo el militante, empujado a inventar nuevas formas de lucha, está excluido de la ley, sino también quien realiza un acto humanitario, un acto que, como tal, debe ser reconocido y valorado.
Surge así, de los acontecimientos políticos y judiciales más recientes, el papel protagonista que asume el Estado en la criminalización y, por ende, en la despolitización del conflicto. En su deriva soberana y aseguradora está de hecho dispuesto tanto a declarar ilegales actos que de otra manera son presentados como derechos o deberes democráticos, como a convertir en criminales a quienes se atrevan a realizarlos. Con este soberanismo amargo y resentido prepara el terreno para la represión, pero acaba debatiéndose en dilemas sin precedentes que no pueden dejar de afectar a la democracia misma.
¿Son los nuevos desobedientes temibles forajidos que deberían ser condenados penalmente, o son ciudadanos ejemplares a cuya audacia se debe la vitalidad de la democracia? ¿Amenazan el orden público o permiten que la ley redescubra el sentido perdido de la justicia? Así se puede resumir el dilema que ha ido entrando progresivamente en el orden del día[3].
La desobediencia no solo es válida en regímenes disposicionales. Es la sal de la democracia. Los ciudadanos no son súbditos y, por tanto, no pueden aceptar servilmente una ley que, incluso antes que los límites de la constitucionalidad, sobrepasa los de la humanidad. Como si fuera obvio hacer del rescate un crimen, como si fuera obvio para poner la ética patas arriba: cualquiera que se comprometiese a salvar vidas sería culpable de dañarlas. Allí donde se considera subversión la defensa de los derechos humanos corre el riesgo de derrumbarse la democracia. La acusación de rebelión es un pretexto. Quien desobedece no viola la ley: la desafía. Y la desafía en nombre de una ley superior, de una Constitución traicionada, de una falta de justicia.
- Cfr. J. Ranciére. «Il tomo: politica e polizia». en Il disaccordo. Politica e filosofia, trad. de B. Magni. Roma. Meltemi. 2007. pp. 41-60 (ed. cast.: El desacuerdo. Política y filosofía, trad. de H. Pons. Buenos Aires. Nueva Visión. 1996.
2. Basta recordar la forma en que se criminalizó en Italia el movimiento No TAV, contrario a la línea de ferrocarril de alta velocidad.
3. Han removido la opinión pública los casos de Domenico Lucano, Carola Rackete y Pia Klemp.
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Fotografía: Fundación filosófica