Por: Joan Santacana Mestre. 21/04/2021
Joan Santacana diserta sobre cómo, a lo largo de la historia, las sociedades fueron aceptando innovaciones que restringían sus libertades, desde los salvoconductos hasta los actuales controles algorítmicos.
Las pestes medievales obligaron a las autoridades a emitir salvoconductos para que algunos pudieran viajar. Desde entonces, la gente se vio obligada a desplazarse mediante estos documentos so pena de ser encarcelados. Y a la mayoría de la gente les pareció sensata la idea. En realidad, era una medida de emergencia, pero los salvoconductos se quedaron para siempre. Pasaron siglos y nos acostumbramos a ellos. En el siglo XVII, un anatomista italiano se dio cuenta de que las marcas de los dedos humanos son distintas en cada uno de nosotros; y en 1823, a otro anatomista, Jan Evangelista Purkyně, se le ocurrió clasificar las huellas dactilares, pero la idea no pasó de aquí, hasta que a un oficial británico, en 1877, se le ocurrió estampar en los papeles de contratos los dedos de los trabajadores, mediante tinta. Esto ocurrió en la región hindú de Bengala. Hacia 1892 las huellas dactilares sirvieron por primera vez para resolver un crimen en Argentina. Desde entonces, se generalizó la práctica de identificar personas con las huellas digitales. Y a la mayoría de la gente le pareció sensata la idea.
Tras la primera guerra mundial, cuando tantas fronteras cambiaron en Europa y millones de personas fueron adscritas a nacionalidades distintas a las que tenían al nacer, surgió en la Sociedad de Naciones la idea de establecer la obligatoriedad de disponer de pasaportes. Decían que el pasaporte seria una especie de escudo que permitiría a nuestros respectivos gobiernos protegernos. Y a la mayoría de la gente les pareció sensata la idea. Desde los años veinte del siglo pasado, la gente no podía cruzar ninguna frontera sin él.
En España, despues de la Guerra Civil, al general Franco le pareció buena la idea de crear un documento nacional de identidad. Los primeros que estuvieron obligados a ello fueron los presos y los que debían estar bajo libertad vigilada; aquellos que por su profesión cambiaban frecuentemente de domicilio. Hacia 1951 se generalizó el modelo para todos. Se decía que el DNI facilitaba la captura de delincuentes y daba seguridad a los buenos ciudadanos. Y a la mayoría de la gente le pareció sensata la idea. Hacia el año 2006, a este documento se le añadió un chip electrónico que permitía agilizar los tramites a la administración; y también a la mayoría de la gente le pareció sensata la idea.
En 1998, Larry Page y Sergey Brin, dos estudiantes de doctorado en ciencias de la computación de la Universidad de Stanford, fundaron un motor de búsqueda llamado Google, capaz de mostrar resultados de búsqueda en un orden jerárquico, condicionado per el número de visitas. Desarrollaron asimismo muchos servicios adicionales, desde mensajerías instantáneas hasta mapas. Y a la mayoría de la gente le pareció genial la idea y empezaron a utilizarlo masiva y mundialmente.
En 2003, Mark Zuckerberg, entonces un desconocido estudiante de informática a la Universidad de Harvard se le ocurrió la idea de crear Facebook. Era una idea genial que permitía a los humanos interconectarnos en una red que se extendió mundialmente. La idea, a la mayoría de la gente le pareció sensata, y hoy esta red dice poseer 1,23 mil millones de cuentas abiertas.
De esta forma, hoy vivimos en un mundo absolutamente intercomunicado, pero, como Jano bifronte, este hecho tiene dos caras, una aparentemente buena y otra objetivamente perversa. ¿Y que ocurre ahora con todo esto? Lo que voy a escribir lo escuche de boca de Boris Johnson, el actual primer ministro de Gran Bretaña, un personaje que no es precisamente un modelo para mí, pero que me pareció lúcido en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 26 de septiembre del 2019
Se interrogaba el primer ministro británico sobre los límites de la inteligencia artificial y decía que hoy podemos ocultar nuestros más íntimos secretos a la esposa, a los padres o a los hijos, pero no los podemos ocultar a Google; en el futuro, con la internet de las cosas, podremos hablar con la nevera, la cual nos dirá los productos que deberíamos comprar, y si es necesario, la misma nevera hará el pedido al supermercado. Estaremos rodeados de sensores que nos abrirán y cerrarán las puertas, contadores de electricidad que nos recomendaran la tarifa correcta, vehículos a los que ordenaremos de viva voz la dirección a la que queremos ir y que obedecerán, siempre con la velocidad adecuada; sensores corporales que nos indicarán nuestro peso perfecto y lo que tenemos que andar cada día; ropa inteligente que se adaptará a los cambios de clima, algoritmos que nos buscarán nuestra compañera o compañero ideal, drones o similares que nos traerán a casa la compra que un ordenador a programado cada día de la semana para nosotros; aparatos de televisión que seleccionarán, sin errores, los programas y temas que nos gustará ver, etcétera. Nada de lo que he escrito aquí es una utopía. Este futuro ya ha comenzado. Y también, a la mayoría de la gente le pareció cómoda y sensata esta realidad.
En este mundo futuro, no habrá un lugar en la Tierra en el cual podamos refugiarnos y resguardar nuestra intimidad. Las máquinas y los robots ejecutarán aparentemente nuestras órdenes, sobre gustos nuestros que ya han sido previamente condicionados. Las redes están a nuestro servicio, pero en realidad nosotros no somos sus clientes, sino el producto que ellas venden; venden los datos de los miles de millones de usuarios que continuamente se conectan. Cuando utilizamos un smartphone dejamos rastro; hoy todos dejamos rastro. Es imposible no dejar rastro. Hoy, si alguien quiere, puede saber a qué hora me levanto, cuándo he salido de mi casa, adónde he ido, dónde y cuándo he tomado un café, con quiénes me he entrevistado, cuántas calorías he ingerido, cuántos kilogramos he adelgazado o no, qué temas me interesaron a lo largo del día y, por supuesto, si he quebrantado alguna norma —la velocidad, por ejemplo— o si consumo algún medicamento. Todo esto y más saben sobre mi y lo pueden utilizar, para manipularme distorsionando la información o inducirme a pensar incluso en contra de mi conciencia.
Los algoritmos deciden por nosotros; ellos deciden si el banco nos dará un crédito o nos lo negará; si nuestra mutua de seguros nos autorizará una prueba o nos la negará e incluso en dónde puede aparcar mi coche. También deciden si la Maja desnuda de Goya es arte o pornografía, así como si puedo o no puedo ver determinados contenidos incorrecto. Nos hemos convertido de los consumidores que queríamos ser en mercancías.
Si los monarcas feudales que iniciaron la práctica de los salvoconductos, aquellos reyes de la Europa moderna que quisieron censos de población o catastros y aquellos funcionarios que idearon formas de control de las personas, como las huellas dactilares, los pasaportes o los documentos de identidad, salieran de sus tumbas, no podrían creer lo que los poderosos del mundo hacen con nosotros y cómo el género humano admite que esta forma de vivir es mejor que todas las anteriores. Y yo mismo, cuando escribo este artículo, espero que se comparta en la Red y que ustedes lo lean en sus pantallas o en sus smartphones. Ni ustedes ni yo podemos luchar contra este sistema, pero podemos tomar conciencia del poder que tiene e impedir que se aplique en contra de nuestra conciencia.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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Fotografía: El cuaderno digital