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Entrevista a Diego Sztulwark

por RedaccionA junio 17, 2025
junio 17, 2025
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Por: Blog Márgenes de la Filosofía. 17/06/2025

En 2023 entrevistamos a Diego Sztulwark en la Biblioteca de Humanidades y Artes de Rosario. Fue una mañana de mates, risas y preguntas —muchas preguntas— que Diego respondió con generosidad y lucidez. Hablamos de sus inicios en la universidad en los años 90, de su relación con la lectura y la militancia, el clima de época, y también de muchos autores que, desde Márgenes de la filosofía, también admiramos: Rozitchner, Marx, Foucault, Deleuze, Hadot, Benjamin, Horacio Gonzalez. Pero más allá de los nombres, lo valioso fueron las conversaciones que se tejieron. En esta publicación compartimos algunos fragmentos destacados, pero sobre todo, los invitamos a leer la entrevista completa en [margenesblog.com.ar] (link en bio).

La primera pregunta es un poco genealógica, es decir, busca retomar algo de tu paso por la academia en los años 90. ¿Cuál era tu relación entre la lectura y la militancia? ¿Cómo te vinculabas con el dispositivo académico en aquel entonces?

Yo entré a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA a comienzos de los años 90. Ya tenía una militancia política con las Madres de Plaza de Mayo y con un grupo de izquierda cuyo referente por aquel entonces era Eduardo Luis Duhalde, que muchos años después fue secretario de Derechos Humanos en el gobierno de Kirchner. Eran espacios donde nos relacionábamos con personas de generaciones anteriores, que nos pasaban lecturas. Entonces, cuando entro a Sociales, por ejemplo, ya estaba muy familiarizado con Antonio Gramsci, con Lukács, con John William Cooke… eran autores que los militantes ya conocíamos porque teníamos ese contacto con viejos militantes que nos acercaban textos, por ejemplo, Fanon, y por supuesto Marx. Esas eran lecturas que circulaban entre nosotros. Pero eran lecturas de tipo militante, que no es lo mismo que la lectura de tipo universitaria.

En mi caso, me anoté en la carrera de Ciencias Políticas porque tenía la idea —hoy me doy cuenta de que era una impresión equivocada— de que el alfonsinismo, y todo un movimiento intelectual que se había organizado en torno al alfonsinismo —particularmente en torno a lecturas de Gramsci (me refiero a la influencia de autores como Portantiero, que terminó siendo una figura canónica en la Facultad de Sociales)—, era algo así como la referencia teórica con la que correspondía discutir en ese momento. O sea, yo pensaba que nos íbamos a formar intelectualmente discutiendo con una versión gramsciana-alfonsinista de la democracia. Eso era lo que me imaginaba en aquel momento, y me parecía que lo correcto era inscribirse ahí y dar esa discusión desde adentro. Pero, a los pocos años, me di cuenta de que no era así. El menemismo ya empezaba a mostrar que no era simplemente una coyuntura pasajera. El menemismo era una alianza entre el peronismo y el neoliberalismo que venía a trastocar todo de una manera mucho más profunda, que se articulaba con una transformación incluso a escala mundial. Entonces, lo que correspondía no era tanto seguir discutiendo con esa socialdemocracia gramsciana, sino empezar a tomar en serio el debate neoliberal.

La verdad es que los debates que a mí me interesaban estaban más en la carrera de Sociología que en la de Ciencia Política. En Sociología había varios docentes que venían de sus exilios, de las militancias de los años 70, y eran justamente esos docentes los que a mí me interesaban.

Pero tampoco puedo abusar mucho del «a mí» o del «yo» para decir esto, porque en mi caso, toda esta entrada a la facultad se dio en paralelo con la conformación de un colectivo intelectual-militante. Un colectivo que compartía lecturas y que también se hacía preguntas muy prácticas. Estamos hablando de una época muy difícil para quienes teníamos una idea — idea más utópica del conocimiento, de la política y de las instituciones.

Fueron los años en que Menem, desde el gobierno, impulsa lo que finalmente fue la Ley de Descentralización Educativa —la Ley Federal de Educación—, por la cual, por ejemplo, las escuelas pasaban a manos de las provincias sin que se les transfiriera el presupuesto correspondiente. Entonces, en la Facultad de Ciencias Sociales se arma un cuerpo de delegados, porque el Centro de Estudiantes, que estaba en manos de la Franja Morada, nos parecía a todos completamente ineficaz para sostener una resistencia política en la calle.

Yo participé en una agrupación independiente llamada “El Mate” hasta que terminé la carrera, y después, un grupo de los que veníamos de “El Mate” nos desprendimos y —ya muchos años después— formamos un colectivo que se llama “Colectivo Situaciones”.

En la carrera de Ciencia Política yo no encontré demasiados estímulos. Son pocos los nombres de profesores que hoy puedo mencionar como marcas duraderas. El proyecto de la carrera de Ciencia Política nunca me gustó demasiado, nunca me interesó, así que me anoté en muchas materias de Sociología. Y, como ya les decía, para mí la experiencia fuerte con los libros estuvo marcada más por ese corredor alternativo de las militancias. En ese momento, uno suponía que podía encontrarse con los profesores que más le interesaban, pero de otra manera. De otra manera quiere decir: compartiendo una pasión político-intelectual que no pasaba exactamente por el parcial o por el programa de la materia. Entonces, yo diría que el tipo de lectura que aprendí en la facultad no fue académico, porque la academia supone un conjunto de reglas, y yo creo que toda la experiencia de lectura de la que puedo hablar —el “nosotros” que construimos— nunca fue muy dócil a ese sistema de reglas. Fue, más bien, una lectura que intentaba conectarse con el mundo de los años 70, que intentaba apropiarse de la práctica de lectura en un sentido mucho más… ¿cómo decirlo?… como quien se apropia de armas, y no de instrumentos para el mercado.

O sea, no nos estábamos preparando para ser politólogos o sociólogos, nos preparábamos para ser agentes activos de una cultura, pero de una manera crítica. Entonces, nos interesaba leer un montón de cosas que quizás no estaban en los programas, que quizás no encajaban con el tipo de país que soñaban las élites universitarias de ese momento.

Si tengo que pensar en la carrera de Ciencia Política, tengo un gran recuerdo de un profesor, que es Eduardo Grüner, que nos dio unas pocas clases. Pero claro, pocas clases que nos abrían un programa de lecturas extraordinario. Todavía hoy estamos intentando leer todas las cosas que Grüner, que en aquellos años, nos decía que había que leer. En Ciencia Política nos hablaba de psicoanálisis, nos hablaba de Estética, nos revelaba las lecturas de fondo detrás de Maquiavelo… en fin, una maravilla.

Otro profesor que, en mi caso, fue muy influyente es Rubén Dri, que al mismo tiempo es un gran referente de la teología de la liberación del movimiento Sacerdotes para el Tercer Mundo. Él nos enseñaba Hegel, nos enseñaba filosofía, nos enseñaba Kant, nos enseñaba Marx. Y para mí fue muy maravilloso esto, el hecho de que mi primera experiencia como docente fue en su cátedra, que era la cátedra de Filosofía de la materia Sociología. Muy motivados —no sé si por el plan de lectura, que para mí era muy nuevo leer a Hegel—, sino que lo más motivante era trabajar con alguien que tenía un proyecto de conocimiento completamente vinculado a una dimensión histórica, una dimensión territorial. Es decir, uno daba clases ahí con Dri, pero en el caso mío, después, con nuestro grupo de amigos y compañeros, nos vinculamos con el movimiento piquetero de Solano. Entonces, no estaba tan separado Hegel del movimiento piquetero. Ese tipo de cosas eran muy formativas, muy valiosas para nuestra manera de leer, de dar clase, de relacionarnos con nuestros docentes.

Esto es en Ciencia Política, pero después en Sociología (Rubén Dri estaba también en Sociología) había toda una camada de profesoras y profesores que uno iba conociendo en la facultad. Algunos teníamos la suerte de haber conocido sus nombres en militancias anteriores, pero ahí entramos en un contacto muy directo. El nombre de Horacio González, por ejemplo. Horacio González es una persona que hoy quizás ya triunfó en la cultura argentina, pero en aquel momento era un joven profesor que —yo no sé— tendría 40 años cuando lo conocí.

Y era maravillosa la experiencia de las revistas como El Ojo Mocho, donde escribían muchísimas personas (incluído Horacio Gonzalez). Una idea de gratuidad y de extensión en la escritura, y de poner en discusión todo. Entrevistas larguísimas.

Recuerdo la participación de esos docentes en nuestras acciones —hacíamos muchos cortes de calle, clases públicas— por diversos motivos. Estos profesores participaban, circulaban, estaban completamente abiertos a las iniciativas que hacíamos nosotros: charlas, actividades, algunas más teóricas, algunas más políticas. Con Dri, por ejemplo, hicimos todo un taller por nuestra cuenta. Se trataba de un taller libre que se hacía los lunes a las 10 de la noche para leer La Lógica de Hegel. Hacíamos desde eso hasta una discusión sobre el carácter represivo del gobierno de Menem.

Entonces, entre esas personas, por ejemplo, estaba León Rozitchner, que a la larga, para mí, se convirtió en un referente principal. Estaba Alcira Argumedo. A mí me tocó, gracias a la amistad que tengo con María Pía López, también dar algunas clases ahí, en la cátedra de Alcira Argumedo. Estaba Horacio Tarcus, dando Teoría del Estado. Es decir, podría seguir nombrando gente, pero lo que más me interesa no es la suma de nombres, sino decirles que el carácter prestigioso que tienen esos nombres no surge del hecho de que sean cuadros académicos formados de acuerdo a los criterios de los posgrados y los doctorados. Son más bien modos de conocer y modos de pensar que se forjaron en las militancias, en las contraculturas, en las revistas, en las editoriales, en todo tipo de prácticas de conversación.

Por eso, más o menos para la época en que murió Rozitchner, recuerdo muy bien una entrevista que le hicieron a Horacio González en Página 12 y que nunca más encontré (por lo cual, si algún lector o lectora de esta entrevista, de esta conversación, encontró el artículo y sabe de qué hablo, le agradecería un montón si me lo puede pasar). Es una entrevista larga, de dos páginas, en donde González dice algo así como que cuando mueren o son jubilados docentes que se han formado de esta manera que estoy diciendo —es decir, no cuadros académicos, sino cuadros contra-académicos que habitan la universidad; que se forman no de acuerdo a proyectos académicos, sino por medio de experiencias que no son dóciles a la academia e igual trabajan en la academia, que son una especie de afuera intelectual adentro de la institución—, cuando ya no están, no hay cómo reemplazarlos. No tienen reemplazo posible. La universidad no puede producir cuadros que tengan como su lugar de enunciación esas experiencias históricas, militantes, de pasión literaria. Eso no lo da ningún doctorado, ni lo da nada. No se pueden sustituir, no se pueden constituir mecánicamente.

Entonces, mi melancolía con la universidad está vinculada a ese espacio. Luego me pasó que no hice ni maestrías ni doctorados, y más bien, en lo personal, me pasó que nunca me llevé bien con el espacio de cursada, con estar sentado escuchando tanto tiempo, con leer de acá y acá para el examen. Nunca fui aplicado; nunca me imaginé que yo podía tener una vida en el interior de la institución.

Por suerte para mí, me encontré en un cierto momento con un historiador que es una persona que tuvo mucha influencia en lo personal, pero que tuvo también una influencia importante —aunque trágicamente interrumpida— en la cultura, que es Ignacio Lewkowicz. Un historiador de la UBA, que además de profesor de Historia, Psicología y Arquitectura, siendo muy joven, organizaba grupos de estudio. Tenía un pequeño estudio, un departamento de un ambiente en la calle Rivadavia y Medrano, y ahí coordinaba grupos de estudio. Lo conocí y me propuso formar parte —yo siendo 10 años más joven que él— de la coordinación de grupos de estudios, y a partir de ahí, toda la vida trabajé de eso.

Entonces, mi relación con la academia es contradictoria, porque sigo leyendo con mucho entusiasmo buenos libros universitarios. Por ejemplo, no sé, filósofos a los que yo leo con mucha obsesión: las cosas que se escriben sobre Spinoza. Yo agradezco muchísimo que existan estudios académicos rigurosos sobre Spinoza, porque si no, las fantasías intelectuales que yo tengo sobre Spinoza serían totalmente ilimitadas. Entonces, me es muy importante saber qué dijo una cosa o la otra, cómo discutía con Descartes, si leía o no leía a los estoicos, ¿no? Es totalmente imposible independizarse del registro técnico, del registro riguroso, historiográfico, de una imaginación muy desarrollada al interior de una tradición muy precisa. Pero a mi modo de ver, son insumos, no son el modelo de producción. Son libros que me resultan muy fundamentales como base, como recursos, como insumos. Pero los libros que a mí me terminan gustando son aquellos que están desbordados por la imaginación filosófica. El modelo extraordinario de Deleuze de relacionarse con la filosofía. De eso, digamos, en la facultad es rara la relación que la facultad tiene con esos autores. Por momentos los incorpora bajo la forma de una cátedra, por momentos los acepta como por una especie de presión, por momentos los detesta como si fueran modas extranjeras que vienen a cuestionar los modos pedagógicos.

Yo no leí a Deleuze en la facultad, por ejemplo. Solamente en una cátedra de marxismo nos daban a Deleuze como el ejemplo de lo posmoderno, de lo casi neoliberal de una generación, como lo que había que refutar. Me acuerdo con mucha vergüenza haber hecho una monografía leyendo a Perry Anderson sin haber leído a Deleuze, diciendo: “No, Deleuze es un posmoderno”. Hay que refutarlo antes de leerlo, ¿no? (risas)

A partir de una frase de tu libro La ofensiva sensible —“Encontrar un lenguaje es encontrar un mundo”—, queríamos preguntarte, en relación a todo lo que venís planteando: ¿ese lenguaje puede encontrarse o contruirse dentro de la academia, en sus márgenes o necesariamente por fuera de ella? ¿Cómo lo ves?

No me acordaba de esa frase que citás, pero intuyo que debe estar en relación con un autor que a mí me importa mucho. Se llama Henri Meschonnic. Es, por otro lado, más bien un poeta, un ensayista sobre el lenguaje y un teórico de la traducción. Es un personaje que conocí casi de casualidad (llamando “casualidad” al hecho de que una vez León Rozitchner me dijo: “Leé esto”). Hay muy pocos libros traducidos de él. Algunos amigos, como Eduardo Rinesi, también lo citaban. Entonces, en Tinta Limón Ediciones junto con Cactus, tradujimos dos libros suyos, particularmente uno que me obsesionaba, que es Spinoza: poema del pensamiento.

Alguien dijo que Meschonnic es una metralla que dispara contra todo el mundo. El dice cosas como, por ejemplo, que en torno al lenguaje hay una disputa política fundamental. Se pregunta si el lenguaje es un conjunto de signos, o si el lenguaje es más bien la manera en que esos mismos signos son cargados de efectos corporales. Llama poema al hecho de que el lenguaje esté cargado de corporalidad, y llama puro signo a un régimen más bien teológico, según el cual la letra, la frase, tendrían una consistencia en sí mismas —no deberían remitir a ningún exterior afectivo. Y él también dice que los modos de vida crean lenguaje. Es decir, el lenguaje crea formas de vida, y las formas de vida crean lenguaje. Hay ahí una tensión sobre cómo se crea existencia, que me parece fundamental. Tomado así, el lenguaje es el espacio en el que se singularizan existencias.

El otro aspecto desde el que yo puedo haber pensado esa frase tiene que ver con el hecho de que, muchas veces, cuando uno aprende y se fascina con un autor, queda alienado en el lenguaje de ese autor. Pasa con Lacan, con Derrida, con Deleuze y Guattari, con toda una parte de la filosofía francesa. Cuando uno los estudia y se fascina, empieza a repetir la jerga. Y es una época un poco innoble de todos nosotros, medio vergonzosa. Vivimos diciendo “el objeto a”, o “la différance”, o “el cuerpo sin órganos”. Creo que es más o menos inevitable que, en el momento en que uno se fascina entendiendo esos textos, quede un poco repitiéndolos.

Pero finalmente, la cuestión del lenguaje propio me parece que pasa por el modo en que uno llega a un momento en el que los mastica a su manera, como puede, con el tiempo que puede, y los convierte en su propio lenguaje. Porque los pone a trabajar en relación con los otros lenguajes de la ciudad, y con los problemas. Entonces, también en ese sentido, descubrir un lenguaje sería no quedar demasiado subordinado a lenguajes teóricos, que son importantes en la medida en que transportan pensamientos muy relevantes de la tradición filosófica, pero que, si uno queda capturado por un lenguaje técnico-administrativo, repitiendo una jerga filosófica, se priva del uso posible que esas ideas podrían tener en situaciones como las nuestras.

En el Teeteto, Platón señala que, en tiempos de crisis —como la guerra, la enfermedad o la tormenta—, los hombres depositan su esperanza de salvación en quienes se les supone que saben algo. En tu libro La ofensiva sensible, mencionás que Hadot le reprocha al cristianismo su sobrenaturalismo: una confianza en una salvación trascendente que implica, a la vez, desconfianza en la vida y desvalorización de la naturaleza. A partir de esto, ¿de qué modo podría pensarse al neoliberalismo como una teología político-económica? ¿Qué vínculo guarda con esta lógica salvífica que describías?

Pierre Hadot tiene una experiencia personal por la cual fue prácticamente rescatado por la Iglesia, y formado como intelectual dentro de ella. Tiene un conocimiento muy erudito de idiomas y de fuentes clásicas. Pero, al mismo tiempo, Hadot entra en crisis con la institución eclesiástica cuando descubre cómo la Iglesia Católica solía proteger a funcionarios, a sacerdotes que estaban implicados en situaciones extremas (por ejemplo, abuso de menores en la comunidad). Hadot se sorprende y se decepciona porque ve que la Iglesia protege la relación de fe que liga al sacerdote con la trascendencia. Eso es lo que le preocupa a la institución, más que el daño comunitario que esa situación causa.

Entonces, Hadot llega a la conclusión de que la Iglesia Católica con la que él estaba comprometido considera que la naturaleza humana es perdición, y que solo a través de una trascendencia —de un más allá de la naturaleza— estaría la salvación. Pero, releyendo los textos clásicos, Hadot descubre que eso no era así en los griegos. Con lo cual, ahora habría que volver sobre Platón con ese descubrimiento de Hadot.

Hadot dice que, si uno lee las escuelas del pensamiento griego antiguo, se va a dar cuenta de que no hay un modelo de verdad cerrado. No son textos que intentan capturar la realidad, sino discursos para enseñar a vivir. Con lo cual hay toda una dimensión de discurso, de enseñanza al discípulo, de discurso sobre la ciudad. Si hay que enseñar a vivir, es porque no se sabe vivir. Porque el ser humano, por sí solo, no sabe vivir. Entonces, la filosofía habría tomado muy tempranamente a su cargo un discurso que enseña a vivir. Una serie de ejercicios espirituales, dice Hadot.

Cuando pasamos a la tercera estación de este razonamiento —que es el neoliberalismo— y leemos, por ejemplo, los trabajos de Foucault sobre el tema, vemos que el neoliberalismo no es solamente, como a veces dicen nuestras izquierdas, un programa económico de las élites que el Fondo Monetario Internacional difunde desde el Consenso de Washington. Es evidente que es eso, pero quizás sea mucho más que eso, el paso del tiempo nos está mostrando hasta qué punto es mucho más que eso.

¿Qué quiere decir que es más que eso? Que entre sus múltiples dimensiones, una sería también, una idea sobre la vida. Es decir, que el neoliberalismo tendría también una propuesta sobre la vida “como algo a organizar”. Algo a organizar bajo la forma de una protocolización de la existencia, tomando como instrumentos redes sociales, aplicaciones… Y esas aplicaciones son ejercicios, no espirituales, pero sí prácticos, sobre qué hacer con cada cosa.

También hay una farmacología. Hay todo un diseño sobre cómo estabilizar subjetividades precarizadas. Y también creo que hay una propuesta de modo de conocimiento que hoy, en la política argentina, vemos groseramente desplegada a partir del hecho de que una figura como Milei —esto lo destaca mucha gente—, a diferencia de otras derechas, incluso del mundo, habla de autores. En televisión, Milei habla de autores, habla de libros, explica fragmentos de teoría. Es como si hubiera una obsesión por decir: la relación con el conocimiento tiene que ser esta. Y esa relación con el conocimiento —fíjense— desborda ampliamente el discurso económico.

No estamos hablando de un Cavallo, no estamos hablando de un economista clásico. No estamos hablando de alguien que haya triunfado gestionando situaciones económicas. Estamos hablando de un difusor de ideas, que se hace fuerte en un punto: la idea de que los modos de conocimiento dependen completamente de una instancia llamada «mercado». Y que es esa instancia la que orienta. Orienta en todos los sentidos: en términos de psicología individual, de problemas de seguridad urbana… Es decir, prácticamente no hay nada que escape a un tipo de racionalidad —que ya nos viene hecha, que nos viene dada— llamada «de mercado», a la cual hay que despejarle todos los obstáculos: la casta, los funcionarios, los políticos, los movimientos sociales, la justicia. Todo eso debería ser eliminado. La justicia social, por ejemplo, aparece como un paradigma que obstaculiza el modo de conocimiento del mercado.

Y es el mercado el que, una vez bien instalado, nos informa quiénes somos. No solo quiénes somos, sino también qué merecemos. Es el gran distribuidor de lo que nos corresponde. Entonces, si usted es una persona fracasada, que no le aporta nada a la sociedad, el mercado se lo va a comunicar. Y si usted es una persona exitosa, cuyos esfuerzos son altamente valorizados por el mercado, usted tiene derecho a practicar prácticamente cualquier cosa —y el mercado se lo comunicará.

Me parece que es más que un plan económico. Me parece que es más que una operación mediante la cual el capital racionaliza su propia vocación de aumentar su tasa de ganancia, extrayendo valor de la naturaleza y de la sociedad. Es un plan de vida, es un plan de conocimiento. Y me parece que esta vieja discusión —por un lado, que no sabemos vivir; por otro, que apelamos al pensamiento, a los modos de problematización, a las formas de conocimiento para inventarnos, a través del lenguaje, modos de vida— está hoy seriamente amenazada por esa dimensión del neoliberalismo.

Rozitchner dice: “cuando el pueblo no lucha, la filosofía no piensa”. Si, como vos decís, “pensar de otra manera” requiere “sentir de otra manera”, entonces a la batalla de la idea debería precederla —o al menos acompañarla— una ofensiva sensible. ¿Qué relación hay entre lucha, sensibilidad y pensamiento?

Hay una tesis muy buena, como todas las que escribió Walter Benjamin sobre el concepto de historia. Empieza con una cita de Hegel que dice algo así como: “primero tendrán el pan y después accederán al cielo”. Y después viene la tesis. Ahí Benjamin dice: “para las clases dominantes, lo espiritual tiene la forma de un botín de guerra”. Es decir, se presenta como una mercancía de alta gama, digamos. Mientras que para los oprimidos, lo espiritual aparece en los rasgos que emergen en la lucha por el pan. Se da bajo la forma del coraje, del humor, de la confianza, de la ironía.

Entiendo que lo que Benjamin está diciendo es que la idea que tenemos de una lucha por cosas muy elementales es, en sí misma, un desafío a la forma de mirar esas luchas. Uno puede verlas simplemente como luchas puntuales por cuestiones básicas, o puede verlas como experiencias en las que se juegan nuestras primeras vivencias libres dentro del lazo social. Y por lo tanto, como momentos en los que se empieza a cuestionar el orden institucional. Un cuestionamiento en doble sentido: por un lado, se impugnan esas instituciones —quizá por el nivel de injusticia al que nos someten— y, por otro, se las conoce con cabeza propia. Se entienden sus mecanismos, se comprende cómo se genera una fuerza propia. Se empieza a entender toda esa situación compleja en la que nos entendemos, no nos entendemos, nos peleamos, nos aliamos, chocamos con textos, discursos… Todo eso ocurre en el marco de las demandas más elementales. Me parece una forma de romper con la idea de una “alta cultura” separada, y una “cultura baja” a la que solo le corresponde pedir pan. Me parece una buena forma de entrarle al tema.

Una segunda entrada posible es ir directo a Rozitchner. Iba a pasar por Lukács, pero mejor vamos directo a Rozitchner, porque no se trata de un problema de autores.

Cuando Rozitchner dice que la filosofía piensa bajo condición de lucha social, creo que está buscando reintroducir ese saber artificialmente separado —el universitario, el académico— en los grandes dilemas de la ciudad. Y uno puede suponer que incluso en Sócrates eso ya era así, ¿no? Los grandes temas del pensamiento son los grandes temas de la polis. La filosofía no es tanto un pensamiento estructurado “aparte”, sino un sistema de interrogaciones en torno a las distintas figuras de lo urbano.

Entonces, la idea de que una lucha despierta a la filosofía, la llama, la activa, le impone problemas, la obliga a salir de su autocomplacencia, se liga muy bien con una manera de leer a Spinoza. Porque Spinoza dice que hay dos atributos que se dan en paralelo. No usa exactamente la palabra “paralelo”, pero sus comentadores sí, para referirse al atributo de la extensión (que corresponde a los cuerpos) y el del pensamiento (que corresponde a las ideas). Ambos siguen el mismo orden y conexión. Es decir, que la forma en que las ideas se concatenan es la misma en que los cuerpos se relacionan. Por lo tanto, lo que podemos comprender como naturaleza desde los cuerpos es lo mismo que podemos comprender como naturaleza desde las ideas.

Ahora bien, Rozitchner lo historiza, y al atributo extenso lo llama “lucha”. Es decir: ¿qué pasa cuando la concatenación entre los cuerpos es la del aumento de la potencia, la democratización, el cuestionamiento al terror y al poder? ¿Y qué pasa cuando eso mismo —con el mismo orden de conexión— se da en el pensamiento? Ahí, el pensamiento mismo se involucra con la práctica de desarmar las formas del terror, los dogmatismos, y se abre a una consideración libre del mundo y a un cuestionamiento de sus formas guionadas.

Me parece que esa es una fórmula filosófica y, al mismo tiempo, una fórmula política que tiene la virtud de integrar conocimiento y ciudad, pensamiento y lucha social. También permite evitar una doble reducción: la que encierra al pensamiento en un salón de libros viejos, separado del resto de las cosas, y la que reduce la lucha a algo puramente automático, pobre, encerrado en una jerga, destinado a unos militantes que habrían renunciado a la complejidad. ¿Cómo evitar esa doble reducción y reencontrarse, de otra manera?

Ahora bien, ¿qué es la sensibilidad? Yo creo que en los últimos años se pensó mucho ese tema entre nosotros. Hay tres autores que, para mí, son claves en ese camino: Rozitchner, Rita Segato y Franco “Bifo” Berardi, que han trabajado la cuestión de la sensibilidad de manera muy potente.

Franco Berardi dice que la sensibilidad es una capacidad amenazada del ser humano, que nos permite entender lo “no dicho”. Es la capacidad de leer afectos que no se expresan directamente bajo la forma de consignas. Entonces, en la medida en que la universidad y las formas de conocimiento se reducen a captar consignas, a captar “lo dicho”, lo codificado, lo previamente compatibilizado… cuando nos limitamos a captar un sistema de informaciones, lo que se pierde es ese trasfondo afectivo que es el verdadero dador de sentido.

La sensibilidad, por lo tanto, adquiere una importancia enorme cuando entendemos que el valor de las cosas no está en su contenido meramente informativo o asertivo, sino en nuestra capacidad de percibir la dimensión existencial de lo que vivimos, atravesada por afectos.

Creo que las formas más radicales e interesantes del feminismo, de los derechos humanos, del ecologismo, del trabajo precario, etcétera, insisten mucho en retomar esa conexión sensorial, sensual o erótica del pensamiento como una dimensión fundamental para provocar y captar sentido, para crearlo.

La idea de que la sensibilidad es objeto de una ofensiva en su contra me parece clave. Desde el terrorismo de Estado hasta el neoliberalismo, siempre se ha atacado la sensibilidad. Ya sea bajo la forma del terror militar o bajo la forma del terror implícito en la economía política o en las formas de precarización.

Y si pensamos en los grandes momentos de esta ciudad —Buenos Aires, Rosario, nuestro país en general—, creo que hay que partir del modo en que ciertas formas de resistencia se convirtieron en formas de rehabilitación de una sensibilidad.

Voy a tomar solo el ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo, porque ellas retrabajan la sensibilidad en dos direcciones fundamentales. Una, en relación con las luchas del pasado. Poder entender las luchas del pasado es, precisamente, lo que la derecha argentina quiere cortar y atacar una y otra vez. Que no haya posibilidad de una comprensión actual sensible respecto de esas luchas.

¿Por qué digo sensible? Porque si uno toma el texto estricto de las luchas del pasado, casi que queda obligado a repetir lo mismo que se decía en otra época, a organizarse igual, a vestirse igual. Y eso es absurdo, es una caricatura. Cuando decimos sensible, nos referimos a captar ese mundo de organización afectiva que le da sentido a esos enunciados. Nuestro mundo de preocupaciones sensibles necesita otros enunciados, pero en conexión con aquel mundo. Así es como conocemos posibilidades, nos inspiramos en continuidades que no son formales, ni lingüísticas, ni organizativas, ni estéticas. Entonces, en torno a las Madres de Plaza de Mayo, nosotros podemos recuperar —Benjamin diría “a través de imágenes dialécticas”— el pasado.

A eso le llamo sensibilidad. Y también le llamo sensibilidad al hecho de que, en el periodo de 2001, por ejemplo, los movimientos piqueteros, los movimientos de desocupados, encontraban en las Madres un espacio de reconocimiento. ¿Qué significa “espacio de reconocimiento”? Un espacio de encuentro entre luchas distintas: podían ser las de los hijos de desaparecidos, las de fábricas recuperadas, o tantas otras luchas parciales sin un lenguaje político común articulado. Es decir, fragmentos que hablaban idiomas distintos podían encontrar, en el espacio que abrían las Madres, un lugar sensible para comprenderse y empezar a construir un lenguaje compartido.

Ahí hay un modelo de politización que a mí me parece fundamental.

A la agresión que se le hace a la dimensión sensible, le responde una contraofensiva también sensible, que después el feminismo retomó, y que hoy —me parece— es fundamental que volvamos a poner en juego.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Lobo suelto

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