Por: Manu Pineda. 13/05/2025
La política arancelaria de Trump, inicialmente una estrategia para revitalizar la industria estadounidense, se ha desintegrado en medidas erráticas y contradictorias. Esto ha exacerbado la inflación, afectado la producción y debilitado el liderazgo global de EE.UU. Su enfoque impulsivo ha generado culpables entre sus asesores, mientras las consecuencias afectan a la población vulnerable.
Lo que comenzó como una cruzada nacional-capitalista por la “recuperación” industrial estadounidense, hoy se desmorona entre vaivenes, rectificaciones y purgas internas. La política arancelaria de Donald Trump ha pasado de ser su estandarte económico a convertirse en un laberinto sin salida que está golpeando duramente a las mismas bases empresariales y sociales que lo auparon al poder. Tres meses después de su coronación en la Casa Blanca, la aparente firmeza ha dado paso a la improvisación, y el “arte del trato” se ha convertido en una coreografía de indecisiones que amenaza con colapsar la credibilidad del liderazgo económico estadounidense.
Una yenka arancelaria: un paso adelante, dos atrás
Desde su primera presidencia, Trump ha utilizado los aranceles como un instrumento de presión, no solo económica, sino política. Amenazaba con subirlos, luego los aplicaba de forma parcial, después los congelaba y más tarde los retiraba… solo para volver a anunciarlos días después. Este baile constante de medidas contradictorias ha paralizado la toma de decisiones en muchas empresas, ha erosionado la confianza de inversores extranjeros y ha convertido la política económica en un espectáculo de imprevisibilidad.
El caso más paradigmático ha sido su relación con China: primero lanzó una ofensiva arancelaria sin precedentes; luego, en medio de la presión de los mercados, aseguró que estaban “muy cerca de un acuerdo”; y finalmente, volvió a escalar el conflicto tras acusar a Pekín de espionaje tecnológico y manipulación monetaria. La política económica pasó de tener dirección estratégica a convertirse en una guerra de titulares.
Los efectos boomerang del proteccionismo
El resultado de esta guerra de tarifas no ha sido la revitalización de la industria nacional, sino el encarecimiento generalizado de productos de consumo, la caída de exportaciones agrícolas —particularmente en estados clave como Iowa y Wisconsin— y una presión inflacionaria que ha afectado directamente al bolsillo de los trabajadores. Irónicamente, muchas de las empresas afectadas por esta política pertenecen al entorno cercano del propio presidente, o están dirigidas por aliados suyos en la administración.
Sectores clave como el automotriz y el tecnológico han visto dispararse los costes de producción por el aumento de precios en insumos importados. Y, al mismo tiempo, las represalias arancelarias de otras potencias han cerrado mercados para los productos estadounidenses, debilitando la posición de EE.UU. en el comercio global.
Trump contra su sombra: la caza de culpables
Con los resultados cada vez más difíciles de maquillar, Trump ha optado por una estrategia clásica: no revisar sus propios errores, sino buscar chivos expiatorios. Ya han comenzado a caer altos funcionarios del área económica, y se esperan más salidas en el Consejo Económico Nacional. Los “expertos” en los que antes confiaba se han vuelto, en su narrativa, “blandos”, “traidores” o simplemente incompetentes.
No es la primera vez que el magnate actúa así: cuando la realidad contradice su discurso, la culpa es siempre de otro. En vez de replantear el modelo económico insolvente y caprichoso, opta por reconstruir el relato del líder incomprendido rodeado de saboteadores. El problema, sin embargo, no está en sus asesores: está en su visión económica, anclada en un nacionalismo industrial del siglo pasado, desconectado de las dinámicas complejas de la economía global.
Un imperio desorientado
Este giro errático de la política comercial es, además, sintomático de algo más profundo: la desorientación estratégica del poder estadounidense. Mientras China consolida bloques como los BRICS+, refuerza sus lazos en América Latina y África, y promueve un multilateralismo pragmático, Estados Unidos parece encerrado en una lógica de repliegue, reacción y miedo.
Los socios tradicionales de Washington miran con creciente escepticismo a una Casa Blanca que hoy amenaza, mañana retrocede y pasado mañana vuelve a cargar. Esta pérdida de coherencia y de fiabilidad tiene un alto costo geopolítico: la guerra arancelaria, lejos de fortalecer a Estados Unidos, ha debilitado su liderazgo y ha abierto espacio para otros actores globales.
El espejismo proteccionista y la factura del cortoplacismo
Trump prometió restaurar la grandeza de Estados Unidos a través de políticas duras y rupturistas. Pero la realidad es que su política arancelaria ha sido errática, contraproducente y profundamente dañina para la economía nacional. Más que una estrategia, ha sido un reflejo de su estilo de gobernar: impulsivo, personalista y renuente a la autocrítica.
Ahora, ante el fracaso evidente, busca culpables en su entorno. Pero el verdadero error fue suyo: creer que el mundo se puede gobernar a golpe de performances televisadas, tuits y amenaza, sin comprender que la economía —como la diplomacia— exige coherencia, previsibilidad y visión de largo plazo.
En lugar de hacer América grande de nuevo, su matonismo, caprichoso y errático, ha encogido su prestigio, empobrecido su economía y aislado su liderazgo. Y lo más grave: el precio lo están pagando las capas más vulnerables de los pueblos, mientras el magnate busca cabezas de turco para salvar su orgullo herido.
Manu Pineda
Responsable de Relaciones internacionales del PCE
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Fotografía: Mundo obrero