Por: Luis Armando González. 24/09/2023
Introducción
Para comenzar es oportuno señalar que lo que se hará, en la reflexión que sigue, es intentar describir algunas de las dinámicas más relevantes que están marcando, en estos momentos y de manera fáctica, la situación y rumbo de El Salvador. Se trata de una mirada sociológica en la que se busca dejar entre paréntesis las valoraciones positivas o negativas sobre lo que sucede en la coyuntura actual. De ahí el énfasis en lo factico y no en lo valorativo, aunque sin dejar de reconocer que, ante algunas dinámicas nacionales, es casi imposible no tomar una postura sustentada en los valores que se tienen.
Y ya aquí se puede apuntar un rasgo característico de la situación actual: la emotividad que tiñe el análisis y las opiniones sobre lo que sucede en El Salvador; esa emotividad hace que lo más inmediato sea estar a favor o en contra de algo, y lo normal es que, desde una u otra postura, se pondere la mucha o poca importancia de distintos hechos o situaciones. La mirada fría, objetiva y apegada lo más posible a lo que sucede en la realidad suele estar ausente en el debate público y en las opiniones ciudadanas de todos los días; esta mirada es necesaria, dado que, si no se presta atención a lo que, guste o no, difícilmente se podrán tomar las decisiones que, efectivamente, le puedan atinar a las adversidades y amenazas reales.
A continuación, pues, se hace –como ya se anotó— un somero recorrido descriptivo sobre algunas dinámicas de la coyuntura nacional actual, comenzando, en primer lugar, con el ámbito político; para pasar, en segundo lugar, al ámbito social; y, en tercer lugar, al ámbito cultural. Se cierra la exposición con una reflexión crítica sobre dos temas: la tesis que sostiene que los “criminales no tienen derechos” y que eso es parte de una nueva visión de los derechos humanos y la tesis que sostiene que están emergiendo, precisamente, unos “nuevos derechos humanos”. A ambos asuntos se le dedica al final, como se acaba de decir, una reflexión que es una invitación a debatir sobre dos cuestiones ciertamente delicadas.
1. Ámbito político
En este ámbito se pueden destacar, entre otros asuntos relevantes, los siguientes: la dinámica electoral y el funcionamiento del Estado. Del primer eje –la dinámica electoral— cabe decir que se reviste de características totalmente distintas a las de los procesos electorales tenidos desde 1992, o incluso desde 1982, que es cuando en el país se inicia una secuencia de elecciones periódicas ininterrumpidas y con mandatos presidenciales completos. Lo nuevo en este momento es la posibilidad de una reelección presidencial. Y es que, desde la década de los años 40 del siglo XX, no ha tenido un presidente reelecto ni que expresamente manifestara –más allá de las limitantes constitucionales— su intención de reelegirse. Incluso, antes de la llegada al poder del general Maximiliano Hernández Martínez (1931), desde el siglo anterior se habían establecido constreñimientos constitucionales a la reelección presidencial, entendiendo por esta a la reelección de un Presidente en ejercicio o que ha terminado su mandato previo a las elecciones inmediatas a esa finalización.
Es cierto que, a lo largo de las décadas que siguieron a la salida del poder (en 1944) de Hernández Martínez, se dieron dinámicas contrarias a la democracia, como los golpes de Estado y los fraudes electorales. Así, el último golpe sucedido en El Salvador se dio el 15 de octubre de 1979. También es cierto que los procesos electorales que van de 1982 –elecciones para Asamblea Constituyente— hasta 1989 –elecciones presidenciales, en las que resultó electo Alfredo Cristiani, del partido ARENA—, se dieron en el marco de una guerra civil que ponía severas limitaciones a la participación ciudadana. De todos modos, en este periodo las elecciones periódicas y el respeto a sus resultados, lo mismo que el cumplimiento de los tiempos de mandato legislativo y presidencial, se afianzan.
En la década siguiente, con los Acuerdos de Paz, no sólo se pone fin a la guerra, sino que se impulsa un conjunto de reformas políticas encaminadas a desmilitarizar a la sociedad y a apuntalar el naciente ordenamiento democrático. La creación del Tribunal Supremo Electoral, el Consejo Nacional de la Judicatura, la Policía Nacional Civil y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos son piezas centrales en este nuevo andamiaje institucional.
De ahí en adelante, a medida que esa nueva institucionalidad se va asentando y gracias a ella, los procesos electorales se desarrollan en un contexto distinto del de décadas previas; debido a que el asesinato político, las restricciones a la participación ciudadana y a la libertad de organización y de opinión, el fraude y los golpes de Estado dejan de estar presentes en la realidad nacional. A partir de esto, hay quienes sostienen que la transición democrática salvadoreña se da precisamente en la fase histórica que sigue a la firma de los Acuerdos de Paz.
En lo que concierne a la reelección de un presidente éste ni siquiera fue un tema de debate; es probable que cualquier insinuación al respecto hubiera dado lugar a un conflicto político fuera de control, el cual nadie sensato deseaba propiciar. Así, Cristiani deja el mandato, en 1994, en manos de Armando Calderón Sol; éste, en manos de Francisco Flores, en 1999; Flores en manos de Antonio Saca, en 2004; Saca en manos de Mauricio Funes en 2009; Funes en manos Salvador Sánchez Cerén, en 2014; y este último, en manos del actual mandatario, en 2019.
Después de la firma de los Acuerdos de Paz, cada uno de los presidentes salientes, desde 1994 hasta 2019, no sólo ciñó al tiempo de su gestión estipulado por la Constitución vigente, sino que, de hecho, no hizo algo que expresamente indicara que pretendía reelegirse. Esa práctica fue una condición que favoreció el arribo a la gestión presidencial de los sucesivos presidentes, incluido el actual Presidente de la República. Una interrupción, por reelección presidencial en cualquier gestión previa, hubiera cambiado el curso de las cosas en el país y hubiera puesto en jaque la gobernabilidad democrática que con dificultades se estaba construyendo.
En el momento actual, la mera candidatura de un Presidente en ejercicio altera las reglas de juego que, emanadas de la Constitución, han regulado el quehacer electoral en las últimas décadas. Eso, en sí mismo, hace del actual proceso prelectoral algo inédito en la historia reciente de El Salvador. De tal suerte que no es correcto posicionarse ante este proceso como se hizo ante eventos prelectorales y electorales previos. Que un Presidente en ejercicio intervenga como candidato, además de ser algo lleno de claroscuros legales, hace de la campaña electoral algo sumamente desigual para quienes están compitiendo con alguien que tiene a su disposición, de una u otra manera, recursos materiales y simbólicos propios de un Presidente de la República.
Si se diera la eventualidad de un triunfo del Presidente-candidato, un Presidente reelecto gobernaría por primera vez en casi un siglo desde la última vez que otro Presidente –Hernández Martínez— lo hiciera. Se estaría creando un precedente que, de hecho, cambiaría el modo cómo se ejerce el poder político desde el Ejecutivo: se tendría a una misma persona en el cargo por diez años, con la posibilidad de que esa misma persona, dado lo oscuro de la legalidad que supuestamente la ampara, decida continuar por un periodo más (o varios) en el cargo.
Pero, aunque sólo durara diez años, el Presidente de relevo –digamos en 2029— podría aspirar a gobernar hasta 2039. Como quiera que sea, aun en el caso en que el Presidente actual no resultara electo, queda el precedente de que un Presidente en ejercicio se puede postular como candidato, con lo que se estará distorsionando el esquema de competencia política en favor de quien funge como mandatario y es, a la vez, candidato.
En fin, se podrá alegar que su renuncia al cargo, meses o semana antes de la contienda –algo poco claro legalmente y que, dada esa poca claridad no se sabe en qué tiempo y bajo qué condiciones se dará— lo pone en igualdad de condiciones con el resto, pero esta sutileza sirve de poco para anular la ventaja acumulada de quien ha estado, gracias a los recursos del Estado, en el imaginario social como el gestor de transformaciones nunca vistas, amén de todos los amarres que tienen con él los operadores estatales que le han servido desde su arribo a la presidencia en 2019. No es descabellado suponer que ya se hayan trabajado las piezas institucionales que facilitarán –pese a que quizás no garanticen—su victoria en las elecciones.
Sobre el segundo eje –el funcionamiento del Estado— se pueden destacar, en el momento actual, tres aspectos sin duda preocupantes. En primer lugar, la erosión o debilitamiento de los marcos normativos que hasta hace un par de años se consideraban firmes. El principal marco normativo afectado por esta erosión o debilitamiento es la Constitución de la República y, a partir de ello, otras normas, reglamentos y procedimientos que han dejado de ser referencia y punto de apoyo para saber que hacer ante y que esperar de quienes conducen el aparato del Estado. La certeza jurídica ha dado paso a una especie de incertidumbre acerca de si lo establecido en una norma, reglamento o procedimiento, o incluso en la Constitución, es algo válido, exigible o esperable sólo en ciertas condiciones que, además, se desconoce cuáles son.
En segundo lugar, la opacidad institucional. En el análisis político se suele usar la expresión “opacidad” para describir situaciones institucionales (acciones, decisiones, procedimientos, etc.) ocultas, total o parcialmente, para la ciudadanía o para analistas interesados en informarse más en detalle del quehacer institucional. De esas situaciones es poco (muy poco) o nada lo que se puede conocer por el secretismo con el que manejan los asuntos o por las dificultades, casi insuperables, que se ponen para acceder a la información institucional.
En El Salvador actual, existen prácticas o hechos institucionales en diferentes instancias estatales de la cuales se sabe muy poco o prácticamente no se sabe nada. Un campo en el cual la opacidad es extrema es de las finanzas públicas, en áreas como las fuentes y montos de financiamiento, recursos disponibles, inversión y manejo de esos recursos, estrategia financiera del Estado (si la hay), sus prioridades y justificación. En rubros como el de la apuesta por el Bitcoin la falta de claridad es extrema. Y, en estos momentos, se ha anunciado la “digitalización del Estado” sin explicar a la sociedad cómo se va a financiar ese mega propósito o cuáles fueron los criterios para semejante decisión, y no para invertir en infraestructura sanitaria o educativa, o para invertir en el fortalecimiento de las capacidades de la educación superior pública y privada.
En cuanto a los planes, programas y políticas públicas lo que suele llegar a la población es información parcial, divulgada desde instancias oficiales (usando, por lo general, redes sociales) o filtrada por los medios de comunicación. Para el caso, circula información parcial sobre una supuesta reforma educativa en marcha, pero no hay, accesible a los ciudadanos, un planteamiento formal sobre un asunto tan delicado y complejo, en el que se puede hipotecar, si no hace con seriedad y conocimiento, el futuro de la sociedad. Algunos medios han informado de un proceso formativo para docentes encaminado a facilitar la enseñanza del uso de Bitcoin en las escuelas, y cabe preguntarse por el lugar de esa decisión en una estrategia sensata y seria de desarrollo educativo.
En tercer lugar, la discrecionalidad en las altas esferas de poder político, principalmente en el Ejecutivo. En el análisis político, discrecionalidad significa tomar decisiones de envergadura para el funcionamiento y rumbo de la sociedad fuera de los marcos legales o adaptando esos marcos a la voluntad de un gobernante o su equipo cercano de gobierno. Asimismo, se impone precisamente ahí en donde los marcos normativos e institucionales se han vuelto débiles y opacos, y en donde los mecanismos de control estatal institucional (el más importante: la separación de poderes) se han erosionado.
A mayor erosión de esos mecanismos de control legal e institucional, mayor discrecionalidad. Y la discrecionalidad da lugar a abusos en el manejo de los recursos financieros del Estado –lo que se traduce en corrupción de altos quilates— y en el uso del aparato estatal, especialmente el coercitivo, para contener las críticas o demandas de información sobre cómo se maneja los recursos y el patrimonio públicos. Una discrecionalidad fuera de control puede llevar a despropósitos (financieros, educativos, sanitarios, medioambientales, etc.) que pasen factura, en el corto, mediano o largo plazo, al bienestar social, a la paz social y a la estabilidad política.
América Latina y Centroamérica han conocido en diferentes momentos de su historia dos fenómenos que frenaron el bienestar y la tranquilidad de sus habitantes: el presidencialismo y la ingobernabilidad. En las transiciones a la democracia de los años ochenta y noventa (del siglo XX), se diseñaron distintos mecanismos institucionales, con las características de cada nación, que ayudaran a poner límites al presidencialismo y que permitieran generar una gobernabilidad democrática. El Salvador de los años noventa fue escenario de esfuerzos en esa dirección, no sin la renuencia de importantes sectores de la élite política y económica.
Fue principalmente esa renuencia la que impidió avanzar de forma sostenida hacia una consolidación democrática, de tal suerte que la democracia salvadoreña de postguerra siempre tuvo bases institucionales (sociales, económicas y culturales) débiles. El presidencialismo y la amenaza de la ingobernabilidad (es decir, de un Estado incapaz de atender las demandas y necesidades ciudadanas) siempre estuvieron al acecho. En la situación actual del país, el presidencialismo ha irrumpido de modo brutal; y la ingobernabilidad se va abriendo camino sin mayores reparos, sólo a la espera –no se puede predecir cuándo ni dónde— de que la incapacidad del Estado para atender demandas y necesidades ciudadanas se traduzca en desbordes de calle periódicos y masivos.
2. Ámbito social
En este ámbito que inmediatamente llama la atención es el control y erradicación casi total, por parte del Estado salvadoreño, de las actividades de las maras o pandillas. Ya se sabe: la detención y encarcelamiento de algo más de 70 mil pandilleros –según la versión de algún funcionario de gobierno— ha terminado (o casi) con el crimen pandilleril, el cual estaba presente en distintos territorios de la república y condicionaba la convivencia de sus habitantes.
No se puede cerrar los ojos ante el impacto social que tiene la drástica disminución (o contención casi total) del crimen pandilleril; pero tampoco es prudente sólo fijar la mirada en ese tipo de actividades criminales, pues hay otras importantes sobre las que prácticamente no se dice nada serio y sistemático, salvo algún anunció esporádico relativo al decomiso, por ejemplo, de unos cuantos kilos de cocaína: narcotráfico, tráfico de armas, contrabando de vehículos, trata de personas y prostitución, las cuales son propias de organizaciones criminales con una alta capacidad operativa y logística. En poco más de un año y medio que tiene de vigencia el Régimen de excepción, el mismo –cual “caja china”, como se suele decir en México— ha ocupado la atención prácticamente de forma exclusiva, desviando la atención de otros muchos asuntos relevantes de la realidad nacional.
Así, una grave problemática a la que conviene prestar atención es la que atañe al deterioro de las condiciones socio-económicas de los sectores populares y de la clase media. Ante todo, se tiene un incremento de precios fuera de control, lo cual no sólo tiene que ver con bienes suntuarios o relativamente exclusivos, sino con bienes de consumo que son parte de la canasta básica mínima (principalmente, alimentos y vestuario). Estos incrementos se cruzan con otros factores críticos, como los bajos salarios y su estancamiento, los recortes en (o supresión de) prestaciones adquiridas o, en el límite, la pérdida del empleo por piezas clave para la estabilidad familiar.
Han proliferado, asimismo, actividades económicas que, además de mal pagadas, son inestables y sin garantías laborales básicas en seguridad social (trabajo uberizado y de call center) para las personas trabajadoras, en su mayoría (pero no siempre) jóvenes. Se trata de formas de explotación laboral relativamente nuevas que se suman a otras que vienen de décadas anteriores, como la que se dan en la agricultura y la industria maquilera y no maquilera. Los derechos económicos y sociales de amplios sectores sociales están siendo vulnerados en formas que recuerdan lo que sucedía, cuando menos, en la década de los años setenta del siglo XX.
El manto protector legal –presente en la actual Constitución de la República, y que viene de los años cincuenta— de los trabajadores de los sectores público y privado se está dejando de lado con impunidad. Derechos laborales adquiridos a partir de jornadas de lucha y de sacrificio simplemente están siendo pisoteados desde el Estado. Así, de un largo periodo histórico en el que se asentó firmemente que la estabilidad laboral, el bienestar y el trato digno eran un supuesto inamovible se ha transitado hacia una situación en la cual la inestabilidad laboral, el malestar y el trato indigno son moneda de uso corriente.
Otros dos ejes del ámbito social que se tienen que mencionar son, por un lado, el de la desarticulación del sector informal en San Salvador (y que se anuncia o se está ejecutando en otras ciudades del país). Esta desarticulación ha pasado por el desalojo (de las zonas en las que realizaban sus actividades comerciales) de una población de la cual se desconoce, en rigor, su cantidad, su paradero y sus condiciones de vida después del mencionado desalojo. Sostener que la informalidad urbana en El Salvador surgió para cobijar a las maras o pandillas significa desconocer que este fenómeno se remonta, en su expansión más fuerte y reciente, hacia mediados de los años ochenta del siglo XX, es decir, antes de que las maras se convirtieran en un foco importante de criminalidad. Tampoco es válido el argumento de que contar con calles y avenidas transitables para peatones y vehículos hace irrelevante indagar la situación en la que han quedado quienes fueron desalojados o vuelve irrelevante preocuparse por sus derechos humanos.
Por otro lado, el recorte en planta laboral del sector público que de dependencias adscritas al Ejecutivo se va extendiendo hasta instituciones autónomas. Se trata de un recorte del cual hay poca claridad respecto de su lógica, pues involucra despidos sin previo aviso, confusos decretos de retiro voluntario con una compensación económica (cuyas fuentes de financiamiento son desconocidas) y no renovación de contratos. A esto se suma el ofrecimiento de plazas para relevar a una parte (o si es a la totalidad, no se sabe) de los despedidos, de los no recontratados o de los que han dejado de laborar por haberse acogido a algún decreto de retiro voluntario. En este recorte de la planta laboral en el sector público hay un sesgo en contra de las personas mayores de 60 años que están recibiendo un trato que vulnera su dignidad y el respeto que se merecen como seres humanos. Así, pues, hay un impacto negativo en el segmento de las personas adultas mayores de la planta laboral estatal, impacto que trasciende hacia quienes dependen económicamente, de ese segmento: principalmente, pareja, hijos, hijas y nietos.
3. Ámbito cultural
Es difícil hacer una caracterización global de la cultura salvadoreña en la actualidad. Pero quizás sea útil, para hacerse una idea de lo que está sucediendo en términos culturales, pensar en algunos rasgos de la cultura en los años noventa del siglo XX y compararlos con lo cultura de estos inicios de la tercera década del 2000. Distintos estudios culturales de aquella década, que la del fin de la guerra y la de los Acuerdos de Paz, mostraron que se trató de una cultura en la que destacaban, como valores centrales, el éxito fácil y la confianza en la mejora continua en el bienestar individual y familiar; y como actitud básica, el consumismo exagerado. Esos valores y esa actitud florecieron en un contexto nacional en el que la guerra había terminado y el país se insertaba en un mundo globalizado, en el cual se estaba generando una “cultura globalizada” en el que el consumo de marcas y de bienes tecnológicos (consumo que se hacía en los centros comerciales o en el seno del hogar) era la mejor señal de éxito y bienestar.
Las reformas económicas neoliberales y la reforma educativa (1995-1996) afianzan una cultura de la competencia, del éxito fácil, del enriquecimiento a la vuelta de la esquina y del bienestar material accesible mediante un empleo estable, una profesión, un negocio o realizando actividades ilícitas. Se instaló un optimismo cultural que comenzó a verse alterado con la crisis financiera de 2007-2008, cuando las promesas de mejora individual y familiar de los gobiernos de ARENA chocaron con la realidad de deudas que no se podían pagar a un sistema financiero feroz. Se hizo presente, también, el malestar de amplios sectores sociales con las gestiones de gobierno de Francisco Flores y del presidente en ejercicio, Antonio Saca. Fue así como se abrió paso la oportunidad para que Mauricio Funes, como candidato del FMLN, accediera a la presidencia en 2009.
Pero el optimismo cultural de los años anteriores iba en declive. Con Funes pudo haberse mantenido a flote, pero cuando éste dejó la presidencia no había marcha atrás. Y con Sánchez Cerén no hubo manera de recuperarlo, pese a los intentos de fomentar una cultura del “buen vivir”. Una cultura pesimista cobró vigencia; una cultura en la cual adquiere un lugar destacado la creencia de que nada bueno se puede esperar o positivo se puede esperan en la vida; que lo único que queda por hacer es resignarse y aceptar lo que sea que suceda. Este pesimismo cultural tuvo un clima favorecedor en distintas expresiones religiosas que adquirieron una enorme relevancia en el debate público, en el quehacer comunitario y en las instituciones estatales.
Este pesimismo cultural es el que quizás permita explicar por qué, en 2019, entre el segmento de votantes favorables al actual Presidente hubo quienes lo eligieron con el argumento de que había que dar oportunidad a otros para favorecerse con los recursos del Estado, y que ya no fueran los “mismos de siempre” (según un eslogan al uso) los que lo siguieran haciendo. Es decir, como nada bueno se puede esperar de los gobernantes, lo único que cabe hacer es facilitar que sean distintas las personas o grupos que se aprovechen de los recursos públicos.
Este pesimismo se vio fuertemente reforzado por la pandemia del coronavirus que no sólo paralizó al país en 2020-2021, sino que generó un ambiente propicio para el cultivo de miedos ante lo desconocido. La incertidumbre se alió con el pesimismo, y ambas actitudes vitales se han afianzado ante –y han sido propicias para— un quehacer estatal marcado por la opacidad, la discrecionalidad, la erosión de la legalidad y la vulneración de derechos humanos económicos y sociales, y civiles y políticos. En el tratamiento que, desde el Estado, se ha dado a los miembros presuntos o reales de las pandillas se han explotado el miedo, el pesimismo y la incertidumbre de la población para validar todas y cada una de las decisiones y acciones estatales en su contra o contra sus familiares.
Hay posturas de las personas que emblematizan, en algunos casos de forma trágica, el pesimismo y la incertidumbre prevalecientes. Por ejemplo, el caso de la madre familia –que vive en pobreza extrema— que tiene a un hijo pandillero encarcelado, del que no sabe nada, pero que sostiene que su Presidente es lo mejor que le ha sucedido a El Salvador en toda su historia. O, en otro ejemplo, el caso del empleado público que no puede dormir, atormentado por el temor a ser despedido en cualquier momento, pero que dice, a quien quiere escucharlo, que San Salvador es la ciudad más hermosa del mundo ahora que los vendedores informales han sido desalojados del centro.
En fin, en ambientes culturales pesimistas e inciertos, los hechos irrelevantes o ilusorios se convierten en consuelo para quienes sólo esperan lo peor en su rumbo personal o familiar. Un alivio puede ser el ver que otros también la pasan mal, especialmente si tuvieron privilegios. No importa que esos privilegios pasen a otras manos, lo que importa que quienes los tenían los hayan perdido y si en el camino son vilipendiados mucho que mejor. Pesimismo e incertidumbre dan lugar a valores políticos antidemocráticos, permisivos del uso de la fuerza estatal y proclives a apoyar a figuras políticas redentoras o mesiánicas, es decir, unos valores propios de una cultura política autoritaria. El uso de la razón, la lógica, el análisis y la crítica pierden vigencia; en su lugar, se hacen presentes las falacias y las ilusiones colectivas, las creencias infundadas y el rechazo a las evidencias que ofrece la realidad. Se dejan las decisiones importantes en manos de una autoridad a la que se alaba y a la que se teme, con lo cual la responsabilidad ciudadana y el compromiso con los asuntos públicos se debilitan al máximo.
En un contexto así, construir una cultura de paz constituye un camino cuesta arriba, pues valores y aspiraciones que son propios de ésta –como la dignidad humana, la solidaridad, la tolerancia y la opción por quienes son más vulnerables— son negados e incluso atacados por las autoridades estatales, en tanto que, asimismo, se ha instalado un clima cultural que fomenta el “sálvese quien pueda”, la intolerancia, la agresividad y la aceptación de la coerción como instrumento privilegiado para dirigir y organizar a la sociedad.
4. Reflexión final
Para terminar, es oportuno reflexionar sobre dos afirmaciones que circulan en distintos ambientes. La primera de ellas sostiene que la tesis que dice que los “delincuentes no tienen derechos” es parte de una nueva visión o concepción de los derechos humanos que se está fraguando en el presente. Llama la atención que, en El Salvador, sostener que algo es “nuevo” lo convierte automáticamente en positivo (en bueno, en deseable, en algo que se tienen que aceptar), y eso por supuesto que no siempre es así: hay cosas nuevas que no son ni buenas ni deseables ni aceptables.
Y la tesis mencionada sería una de ellas. Pero se trata, por cierto, de una tesis que no es nueva en lo absoluto: la aceptación de que los criminales eran sujetos de derecho sólo se dio cuando se superó la visión que predominaba en el siglo XIX en el sentido de que, “en lugar de ser considerados sujetos racionales que tomaban decisiones racionales, los delincuentes eran vistos cada vez más como dementes o personas que padecían de algún tipo de disfunción hereditaria, mental, moral o de conducta. El trabajo duro y la reflexión silenciosa acompañada de la Biblia, que caracterizaron las ideas de la reforma penal de principios y mediados del siglo XIX, fueron en consecuencia rechazados por muchos reformadores penales, que preferían el tratamiento realizado por los especialistas, principalmente por medio de la nueva ciencia del psicoanálisis. Para algunos delincuentes el tratamiento deja de darse en la prisión, y pasaron asilos para ´enfermos mentales´”[1].
Al superarse esta visión, los criminales, al igual que otros grupos excluidos, fueron considerados sujetos de derecho. De tal suerte que cuando se dice que los “criminales no tienen derechos” no se afirma nada nuevo, sino algo que se creyó hace mucho tiempo atrás, y que actualmente no tiene vigencia en los Estados democráticos de derecho. Pero, aunque fuera algo nuevo –que no lo es— no es aceptable ni deseable, ya que cualquier gobernante podría usar la institucionalidad para criminalizar cualquier actividad o proceder, privando a las personas que realizan esa actividad o ese proceder de sus derechos. Es grave que un Presidente promueva una concepción semejante o que, peor aún, altere la estructura institucional y legal para privar de derechos a quienes son identificados o son definidos como criminales. En Nicaragua se ha criminalizado la crítica y la oposición al gobierno y los acusados son privados, entre otros, de derechos patrimoniales (confiscación de sus bienes) y de ciudadanía (destierro y pérdida de nacionalidad).
Para terminar, otra afirmación que se suele escuchar es la siguiente: que en la actualidad están surgiendo unos “nuevos derechos humanos”. Al meditar sobre tal afirmación es inevitable –por lo menos para el autor de estas líneas— preguntarse qué se quiere decir con “nuevos derechos humanos”. Si lo que significa es que a los derechos humanos vigentes se están añadiendo otros –o sea, nuevos derechos— no hay nada que objetar, pues esa ha sido la dinámica –extender progresivamente el alcance de los derechos humanos— prácticamente desde la Revolución francesa.
Si, en cambio, lo que se quiere decir es que se está formando (o está naciendo, o se está construyendo) una nueva concepción de los derechos humanos, aquí sí hay muchas preguntas que hacer, comenzando con las obvias: a dónde y quiénes y con qué legitimidad están construyendo esa nueva concepción de los derechos humanos. Y luego, una interrogante de fondo: ¿esa presunta nueva concepción de los derechos humanos tiene fundamentos distintos y mejores que los de la dignidad humana, la igualdad, la libertad, la fraternidad, la justicia, la equidad, la inclusión, la tolerancia y la universalidad de la condición humana? ¿Cuáles, si los hay, son esos fundamentos distintos y mejores?
Porque el asunto no es que esa presunta nueva concepción de los derechos humanos sea buena y deseable sólo por ser “nueva”, sino que debería serlo porque nos hace ser mejores seres humanos, es decir, porque nos ayuda a humanizarnos. Difícil que haya algo distinto y mejor a la concepción actualmente vigente de derechos humanos. Y si se construye una nueva concepción cuyos fundamentos sean la indignidad, la intolerancia, la exclusión, el desprecio a los demás y la insolidaridad, se tratará de una concepción anti derechos humanos, o sea, de una concepción que los niega. No se debe permitir que una concepción de esa naturaleza se imponga; y se debe prestar atención a quienes, a veces sin ser conscientes de lo que dicen, la promueven con entusiasmo como lo mejor que puede darse –sólo por ser algo novedoso— en el ámbito de los derechos humanos.
San Salvador, 14 de septiembre de 2023
[1] Clive Emsley, “La historia social evolutiva de la criminalidad y de los sistemas de justicia penal”, Revista Historia N° 48, julio-diciembre 2003, pp. 155-179/155
Fotografía: letralia