Por: Mario Campuzano. La Jornada. 16/10/2017
hombres y mujeres jóvenes
vuelan en parvadas
hacia el árbol derribado
con sus alas desentierran
dentro de los escombros
a los vivos y a los muertos
picos y palas sin nivel social
trabajan juntos y se abrazan…
Gustavo Ponce, 2017
Lo que parecía imposible sucedió: un nuevo y devas-tador terremoto en el aniversario 32 del anterior, lo cual obliga a una reflexión y evaluación sobre las diferencias y semejanzas entre uno y otro, sobre todo en quienes, por la edad, hemos vivido e intervenido en uno y otro, en mi caso desde el campo de la salud y, en especial, de la salud mental.
Clásicamente, los desastres suelen dividirse en causados por el hombre o sociales y naturales. En los primeros, la fuerza destructiva es de origen humano, ocurren en ámbitos construidos por el hombre y dependen de actos humanos de omisión o comisión. Ejemplos de este tipo son incendios, explosiones, accidentes vehiculares, colapso de construcciones, exposición a químicos tóxicos o radiaciones nucleares, terrorismo o guerra. Son clasificados como naturales los terremotos, las inundaciones, las avalanchas, los maremotos, los ti-fones, las erupciones volcánicas, etcétera. Las fuerzas destructivas en este tipo de desastres están compuestas de elementos básicos: aire, agua, tierra y fuego.
La característica diferencial entre uno y otro tipo de desastres es la génesis humana o natural del fenómeno, aunque los datos epidemiológicos han mostrado la participación constante de factores sociales en los llamados desastres naturales, por ejemplo, se ha demostrado que la tasa de defunción excesiva en los terremotos de algunos lugares ha estado relacionada con las técnicas constructivas y factores de clase social que determinan la calidad de la vivienda (Lechat Michel f. “The epidemiology of disasters”, en Proceeding of the Royal Society of Medicine, 1976). Naturalmente este enfoque define responsabilidades tanto al ámbito de los constructores privados como a las autoridades gubernamentales.
Ese fue el caso en el sismo de 1985 donde las cifras oficiales de defunciones fueron creciendo de 3 mil inicialmente hasta 10 mil, aunque otras fuentes como el Servicio Sismológico Nacional las llevó hasta 40 mil, cifra que parece más cercana a la realidad (Periódico Milenio digital, 19/ix/ 2017).
Una mortalidad tan alta solamente es explicable por la mala calidad de las normas de construcción de la época, lo cual llevó a modificarlas en fecha posterior. La importancia de estas normas se comprobó en el reciente terremoto, donde las cifras de defunciones son de cientos en vez de miles. Sin embargo, todavía son mu-chas las muertes y muchas las construcciones afectadas, lo cual abre la sospecha de corrupción en las constructoras privadas y públicas, así como de complicidad de las autoridades encargadas de establecer las normas y supervisar su cumplimiento, lo cual se vuelve más evidente con la noticia de que se “cayó” el sistema de datos de Seduvi sobre las construcciones en Ciudad de México tras el temblor, es decir, ya no hay registro de responsables, ni públicos ni privados (La Jornada, 29/ix/ 2017). Es necesario investigar por qué se cayeron edificios de reciente construcción o aún en proceso de edificación y por qué ahora, como en el pasado, hubo tantas escuelas y hospitales afectados: ¿corrupción?, ¿incompetencia profesional?, ¿normas que todavía no garantizan la seguridad de las construcciones?
Una nota informativa de los Grupos de Sismología e Ingeniería de la unam del 23 de septiembre da algunas respuestas preliminares. Informan que uno de los elementos que usan los ingenieros civiles para calcular las estructuras de los edificios de Ciudad de México es la aceleración máxima del suelo producida por las ondas sísmicas (Amax) y la de 2017 fue el doble de la de 1985 en suelo firme. Pero, “gran parte de la ciudad está edificada sobre sedimentos blandos de los antiguos lagos que existieron en el valle. Estos sedimentos provocan una enorme amplificación de las ondas sísmicas de Ciudad de México”. Y agregan que la amplitud de las ondas sísmicas en la zona blanda, por ejemplo, colonias Roma, Condesa, Centro y Doctores, puede llegar a ser cincuenta veces mayor que en un sitio de suelo firme y, bajo ciertas condiciones, hasta trescientas o quinientas veces mayor. En relación a normas detalla: “No tenemos hasta el momento indicios de que los criterios de resistencia estructural actualmente vigentes se hayan excedido durante el sismo del 19 de septiembre de 2017. Por lo tanto, los edificios construidos en los últimos años no deberían haber sufrido daños… los daños observados se explican mejor con una falta de observancia de las normas más que por posibles de-ficiencias en el reglamento de construcción actual.”
Otra investigación de los institutos de Ingeniería y Geofísica de la unam, posterior al temblor, establece que casi noventa por ciento de los edificios colapsados en Ciudad de México a causa del sismo del 19 de septiembre fueron edificados con los códigos y requerimientos de reglamentos de construcción previos a 1985 (La Jornada, 27/ ix/ 2017). Este dato abre las poderosas interrogantes: ¿Por qué no se informó a los dueños de esas propiedades sobre las posibilidades de actualizar su seguridad mediante los avances tecno-lógicos de la ingeniería contemporánea?, ¿por qué no incluso se les exigió que así lo hicieran? ¿Será un mero descuido o es que la reconstrucción es un buen negocio porque, como decía Hank González, “de las obras quedan sobras”?
El terremoto del ’85 puso en alerta a los profesionales relacionados con la construcción sobre la impor-tancia de la mala calidad del subsuelo en lo que fueron cuencas de lagunas o canales acuíferos. Esa es la razón de una mayor afectación, tanto en 1985 como en 2017, en ciertas colonias como la Roma, la Condesa, la Doctores y el Centro Histórico, y ahora, además, en un eje que pasó por el lago de Xochimilco y luego se dirigió a la zona de transición entre tierra firme y blanda del antiguo lago de Texcoco para seguir después hacia el norte. ¿Cuáles fueron las causas de la ubicación de esa estela destructiva? Se requiere una amplia inves-tigación para saberlo y definir si esas zonas requieren normas y medidas diferenciales para garantizar la seguridad de las construcciones.
Lechat también ha señalado otras formas de la participación humana en desastres naturales ya que “la tasa de mortalidad puede depender del reconocimiento precoz de un desastre inminente y de un sistema apropiado de prevención que dé a la población suficiente tiempo para huir a buscar refugio”.
Por ello la necesidad de que funcione de manera eficaz la alarma sísmica en un país con un largo historial de problemas en ese tipo de desastres. Tampoco se ha logrado formar servicios preventivos eficaces de Protección Civil y de ayuda una vez que suceden los desastres, con rescatistas dotados de los elementos tec-nológicos y el entrenamiento adecuados, lo cual fue evidente ante el contraste con rescatistas venidos de otros países.
Pero también este momento es una oportunidad para que los investigadores de ingeniería, geología y autoridades correspondientes desarrollen e impulsen, tanto en las zonas urbanas como rurales, modelos de vivienda y formas de construcción (incluyendo a las tradicionales como las de bajareque, por ejemplo, o las de otras culturas como los muros poligonales de los incas) que sean realmente antisísmicas. No necesariamente debe reconstruirse bajo los patrones tradicionales de vivienda.
Es necesario mencionar un concepto que tiene cada vez más importancia para entender y atender los efectos de los desastres naturales: el doble evento traumático. Es decir, el hecho de que la población sufre el impacto traumático del desastre natural en sí y, además, un segundo efecto traumático generado por los aspectos sociales ligados al desastre natural, por ejemplo, las carencia de alimentos, agua, servicios sanitarios y vivienda; la falta de apoyo y ayuda de las autoridades, que pueden proporcionarla y no lo hacen; la participación humana inadecuada por omisión o comisión, etcétera. Estos desastres son de ocurrencia natural y facilitación humana. Raros son los desastres naturales “puros”.
Etapas en las repercusiones psicosociales
Para atender adecuadamente las necesidades de la población es importante conocer las etapas de efectos psicosociales, ya que se requieren distintas intervenciones y ayuda en cada una de ellas. Los efectos suelen clasificarse en tres fases generales: de impacto, de tensión y de resolución. En lo psicológico suelen denominarse: de impacto, de reviviscencia y postraumática.
El período de impacto es un período de emergencia, donde la atención se centra en intentar resolver los efectos inmediatos del desastre: rescatar a las víctimas, atender a los heridos y los que tienen alteraciones emocionales, dar albergue y comida a los afectados en su vivienda, etcétera.
La solidaridad es la reacción más frecuente. Muchas de las operaciones iniciales de rescate son organizadas por las propias víctimas, especialmente en el epicentro del desastre. El resentimiento y la hostilidad son poco frecuentes, salvo en el caso de su preexistencia al desastre o cuando las víctimas del mismo no recibieron la ayuda necesaria por parte de quienes estaban en condiciones de proporcionarla.
Operativamente esta etapa termina cuando ya no hay posibilidades de rescatar personas con vida, aunque queda el problema del rescate de los cuerpos de los fallecidos. Esta etapa dura de dos a cuatro semanas, aproximadamente.
El período de reviviscencia, de descarga extemporánea y espontánea para que los sujetos afectados recuperen su equilibrio emocional, está caracterizado por dependencia infantil, necesidad de compañía y de ventilación de sentimientos que fueron congelados previamente por la necesidad de ser operativos para enfrentar la situación extraordinaria.
El período postraumático o de resolución se da cuando el individuo evalúa los efectos personales, familiares, materiales y de vivienda que generó el desastre, lo que puede llevar a la aparición de síntomas como ansiedad o depresión.
Estos efectos pueden ser temporales o durar toda la vida, según la correlación existente entre lo intenso del trauma y la labilidad o fragilidad de la personalidad de la víctima.
En todos los casos, el problema es la elaboración con respecto a la cercanía de la muerte y las huellas permanentes que esta experiencia puede dejar, así como la afectación de la vivienda y las pérdidas materiales y laborales. De ahí la necesidad de un adormecimiento emocional (a veces permanente) para soportar esta experiencia y la sensación de una gran culpa por haber sobrevivido mientras otros murieron (culpabilidad que puede restarle a la vida la posibilidad de obtener placer en su devenir, y que ha dado origen a la denominación “culpa del sobreviviente”).
Se considera que quienes necesitan particulares cuidados en los desastres son los viejos (que tienen mayores dificultades para recuperarse de las pérdidas); los niños (cuya etapa de desarrollo implica, en mayor o menor medida, la dependencia de los adultos como fuente de seguridad y protección), así como los enfermos mentales que tengan afectada la capacidad de enfrentarse a la realidad.
Estrés y depresión
Los síndromes emocionales que generan los desastres son fundamentalmente dos: el estrés postraumático y la depresión (duelo) por las pérdidas sufridas: pérdida de la vida de seres queridos, afectación de la salud o la integridad corporal, pérdidas de vivienda o afectación de ellas, pérdidas materiales y laborales, etcétera. Estos síndromes aparecen en la primera y segunda etapas a fin de lograr una descarga catártica mediata, dada la postergación inicial de los efectos traumáticos en función de resolver las emergencias que el desastre genera y suelen resolverse de forma espontánea a través del tiempo, pero cuando son muy intensos o persistentes (duración mayor a un mes) requieren de atención profesional especializada.
En Chile, una región intensamente sísmica, tras su intercambio de experiencias con Japón, consideran la aparición de tres estresores: los del trauma en sí, los de las pérdidas consecuentes y los de la vida cotidiana que se vuelve muy complicada tras el desastre.
El impacto social
Cuando la tierra se mueve se pierden seguridades reales y simbólicas, ya no hay “tierra firme”, se producen temblores internos que modifican los puntos de equilibrio y dan lugar a pasos adelante o atrás en la situación emocional. También produce un impacto social: los esfuerzos de solidaridad de la población tienden a modificar la re-lación sociedad política-sociedad civil y pueden diluirse las posiciones de dominación de las élites políticas sobre la sociedad civil, que es lo que más temen. Después de 1985 la sociedad civil se volvió más partici-pativa políticamente e impulsó el movimiento de la izquierda electoral con Cárdenas a la cabeza dando lugar, en las elecciones de 1988, a un gran fraude electoral, el primero de muchos que le siguieron. Esa izquierda electoral desapareció por el Caballo de Troya de los chuchos y hoy es un elemento más del conjunto de los partidos oficiales. ¿Qué sucederá después de este temblor cuando están tan cercanas las elecciones de 2018? Esa es la pregunta abierta y actual.
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Fotografía: semanaljornada