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Violencia a la alza, gobernabilidad a la baja.

por La Redacción agosto 4, 2017
agosto 4, 2017
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Por: Tlachinollan. 04/08/2017

De acuerdo con información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), nuestro estado presenta una tendencia creciente en el número de homicidios que se registran a nivel nacional. Para el INEGI Guerrero se encuentra 49 puntos arriba de la tasa nacional que es de 20 homicidios por cada 100 mil habitantes. También nos defiere que el punto neurálgico de la violencia se ha centrado en el Puerto de Acapulco.

Un reporte del periódico El Sur, nos presenta de manera pormenorizada las oleadas de violencia que han azotado a las y los acapulqueños desde 1991 a la fecha. En 2006 con el enfrentamiento que se suscitó en la garita entre policías y grupos de la delincuencia organizada pertenecientes al cártel del Chapo Guzmán, marcaron con sangre estos once años que padecemos las y los guerrerenses de esta disputa a muerte del control de las 7 regiones y de los 81 municipios de nuestra entidad. Con esta información oficial logramos ver a contraluz lo que sufre el pueblo de Guerrero. Las historias trágicas que han enlutado a miles de hogares por los homicidios cruentos han quedado en la impunidad. Las autoridades han sido cómplices de este destino funesto. No solo la autoridad es complaciente sino que ha sido incapaz de revertir esta espiral de violencia y construir con la misma sociedad otro modelo de seguridad que se centre en la población.

La violencia en Guerrero hunde sus raíces en la forma como se gobierna nuestra entidad. La clase política ha usado el poder para enriquecerse y para delinquir. Se asumen como los patrones que pueden manejar discrecionalmente los recursos públicos tratando a las ciudadanas y ciudadanos como sus vasallos. Esta forma rudimentaria de gobernar la entidad es la que nos ha colocado al borde de la barbarie, porque se ha implantado un sistema político donde la ley es suplantada por la fuerza y donde el respeto a los derechos humanos se ha convertido en graves violaciones como  desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos forzados y una práctica sistemática de la tortura como método de investigación.

Estamos en un continuum de la impunidad donde los gobernantes tienen permiso para masacrar a la población, para reprimirla y desaparecerla. Los años cruentos de la guerra sucia nos muestran la radiografía de los crímenes del pasado y la forma letal como actuaron las fuerzas represivas del Estado.

Los gobiernos emanados de un sistema unipartidista que sometió por más de 7 décadas a una población ávida de justicia y democracia, devino en un sistema de partidos que al final de cuentas reproducen la misma cultura política del engaño, la manipulación y el uso mafioso del poder. La apuesta por una alternancia política generó altas expectativas entre vastos sectores de la población de que un presidente salido de las filas de otro partido político acabaría con las estructuras corporativas y mafiosas del llamado partido de Estado. Los intereses macroeconómicos y el gran poder del capital transnacional han demostrado que el verdadero poder de los corporativos multinacionales está por encima de cualquier alternancia política. La gobernabilidad desde las alturas del poder pasa necesariamente por los tratados de libre comercio, por la protección a las empresas extranjeras y la apertura de los bienes estratégicos del país a los grandes consorcios mundiales.

La democracia en el libre mercado es una ideología hecha a la medida del capital transnacional, se requiere un sistema político que fortalezca el paradigma del libre mercado y que el sistema democrático centrado en la partidocracia sea el instrumento que asegure el cumplimiento de todo el entramado comercial a través de reformas estructurales. Es decir construir un marco legal que les dé certeza a los grandes inversionistas de que en México la democracia defiende prioritariamente a los dueños del capital, que son la parte sagrada e intocable de este modelo. Los ciudadanos y ciudadanas están reducidos a su mínima expresión, como entes que votan, que “libremente llegan a la urna” para decidir qué candidato o que partido regenteará este país. A lo más que ha podido llegar el ciudadano y la ciudadana en este sistema electoral es denunciar los fraudes, protestar en las calles y resistir contra la imposición del candidato ganador. Sin embargo el aparato gubernamental tiene la suficiente capacidad para controlar vía la represión, persecución o asesinatos selectivos a la población que se revela y protesta. Estos movimientos disruptivos han obligado a la clase política a realizar cambios que son más cosméticos que reales para vender a la opinión pública que esté sistema se transforma de raíz y que consolida su democracia.

La realidad es que hoy las mexicanas y los mexicanos estamos sumidos en la pobreza y la violencia. La democracia electoral no se ha traducido en justicia social mucho menos en seguridad para las personas,  garantías de investigación y reparación de daños para las víctimas. La democracia en este sistema neoliberal es para blindar a la clase empresarial, asegurar que sus inversiones sean redituables. La verborrea presidencial y el manoseo de las cúpulas partidistas a nuestra constitución de 1917 han dejado de lado el espíritu transformador que movió a las legisladoras y legisladores de aquellos años a plasmar en la constitución las aspiraciones más sentidas de los trabajadores y trabajadoras de la ciudad y el campo. Hoy todo el impulso dado por estás reformas basadas en la justicia social han quedado desdibujadas y desarticuladas por las élites políticas y económicas que han pactado en diferentes sexenios para continuar con la privatización de nuestro patrimonio.

El pacto social en nuestro país está roto, la partidocracia se ha encargado de desmantelar las leyes y las mismas instituciones que velaban por los derechos del pueblo. Desde 1992 con las reformas impulsadas por Carlos Salinas de Gortari va aparejado este desmantelamiento del Estado social que trajo como consecuencia el abandono de las instituciones entre los sectores más depauperados. Los campesinos existían en la medida que se dejaban convencer por los nuevos funcionarios del sector agrario para incorporarlos al Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE).

Los obreros  enfrentaron la peor embestida al desarticular su lucha sindical autónoma para dejarlos en la orfandad. Los sectores populares pasaron a engrosar el ejército industrial de reserva sumiéndolos en la pobreza y en la pobreza extrema.

No es casual que la violencia en nuestro país se recrudeció con la emergencia de un movimiento ciudadano que no solo luchaba contra el fraude, sino al mismo tiempo se organizaban al margen de los partidos, para construir una agenda ciudadana. Fueron años aciagos, porque fue cuando la violencia empezó a sembrar de cruces nuestro país. El “ya basta” del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) desbalanceó al Salinato y obligó a los partidos políticos a simular una reforma sobre el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, para acomodar a su modo y achicar a su mínima expresión la exigencia de los pueblos a su autonomía y libre autodeterminación.

El abandono a las demandas ciudadanas no solo generó una crispación social sino que profundizó la brecha entre los ciudadanos y ciudadanas y los políticos. La crisis de representación vino a marcar este distanciamiento que se tradujo en luchas regionales de diverso calado, que dio la pauta al régimen neoliberal para emprender una estrategia guerrerista con el gran pretexto de hacerle frente a los carteles de la droga.

En Guerrero la escalada de la violencia que se inició con Francisco Ruiz Massieu se enmarcó en la persecución encarnizada que emprendió contra el movimiento ciudadano abanderado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Fue una violencia política que quedó impune y que tuvo continuidad con acciones criminales como la matanza de Aguas Blancas consumada en 1995 y la masacre de El Charco, municipio de Ayutla en 1998 perpetrada por miembros del Ejército Mexicano.

La declaración de guerra contra el narcotráfico del entonces presidente de la República Felipe Calderón Hinojosa en 2006, se tradujo en nuestro estado en una disputa sin cuartel por las plazas estratégicas que hasta la fecha pelean los diferentes grupos de la delincuencia organizada. El enfrentamiento de la garita marcó una tendencia ascendente de la violencia  que se expandió hacia la región Norte teniendo como centro de operaciones Iguala; la Tierra Caliente ubicándose Ciudad Altamirano como el punto principal del conflicto; la zona Centro siendo Chilpancingo el punto estratégico para el trasiego de la droga, los municipios de la sierra donde se ubican los productores de estos cultivos y la Costa Grande agudizándose la violencia en Zihuatanejo.

La violencia que hoy padecemos las y los guerrerenses se ha gestado en estos años cruentos donde los gobernantes en turno además de ignorar a la población y de sumirla en el olvido, se han coludido con los grupos de la delincuencia organizada, los han dejado crecer y expandirse y han hecho mancuerna con elementos de las corporaciones policiales y con miembros del Ejército. El gran negocio de la droga en Guerrero ha socavado la vida de las y los guerrerenses, ha trastocado estructura gubernamentales y se ha robustecido un sistema impune que usa la fuerza para reprimir a quienes protestan y pactan por debajo de la mesa con quienes controlan la economía criminal.

La elevación del índice de homicidios en Guerrero será imposible que se detenga sino se atienden las causas de esta descomposición social e institucional. Además de la estrategia de seguridad que no funciona dentro del mismo aparato gubernamental existen agentes del Estado que no están dispuestos a que se depuren las instituciones y se arranque de raíz lo que tanto daño nos ha hecho en este estilo de gobernar, de tolerando la impunidad y consintiendo la corrupción. Si no se atiende este problema que tiene un hilo la vida la violencia irá a la alza y gobernabilidad se vendrá en picada.

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Fotografía: Tlachinollan

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