Por: Luis Armando González. 31/07/2021
Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Antonio Machado
La actividad (mental) reflexiva es una capacidad indubitable de nuestro cerebro. Del cerebro de cualquier primate sin pelos de la especie Homo sapiens. Como un miembro más de esta especie tan dada a los juegos mentales –que, por cierto, no sólo incluyen los reflexivos—, me atrae meditar sobre distintos asuntos que, creo, afectan mi vida y la de otras personas, a veces (o muchas veces) no tan cercanas a mi entorno inmediato. Quiero compartir, con quienes lean estas líneas, algunas de mis reflexiones sobre dos temas que, entre un mar de situaciones problemáticas, que no dejan de llamar mi atención desde hace un tiempo para acá. Quizás me está pesando más de la cuenta el hecho de que este 1 de agosto cumpliré oficialmente 60 años. No lo sé.
El primer tema se refiere la contradicción, evidente en distintas situaciones, entre determinados marcos normativos (ético-morales o religiosos) o conceptuales y nuestros comportamientos efectivos (no me pongo fuera de esa contradicción, pues estoy seguro de haber caído –y seguir cayendo— en ella). O sea, podemos estar empapados de una doctrina o un marco normativo (porque la hemos aprendido en cursos, seminarios, charlas o talleres) que nos prescribe, por ejemplo, el trato digno hacia otros, pero en determinadas circunstancias (en esas en las que nuestra conducta debe expresar lo que conocemos, lo que hemos aprendido) la puesta en práctica de lo aprendido no se realiza. Me parece que bastante de eso se da con la enseñanza de los Derechos Humanos (normas, exigencias, valores relativos, en esencia, al respeto de la dignidad humana), de los cuales no se puede decir que no se hayan impartido los conocimientos suficientes a miles y miles de personas (tanto en la esfera pública y privada, como en distintas partes del mundo).
Pero, no son inusuales las experiencias en las cuales esas enseñanzas (y el tiempo y los recursos que se invirtieron en ellas) no se traducen en los comportamientos esperados. O, en otro ejemplo, hay personas que conocen (y hablan) con la profundidad suficiente de la importancia de las emociones en la salud (o poca salud) de las personas (conocen la literatura y los conceptos en boga), pero tampoco son inusuales las conductas en las cuales no se toman en cuenta los estados emocionales de los demás (que pueden ser críticos, dada una situación de salud complicado, la enfermedad de un miembro de la familia o la muerte de un ser querido).
Puede suceder que la persona que conoce la literatura sobre las emociones, y posiblemente explique regularmente los conceptos sobre la materia a otros, se muestre indiferente y fría ante situaciones difíciles de otras personas (que posiblemente les estén causando inestabilidad emocional) con las que se relaciona, o incluso las someta a tensiones emocionales adicionales dando muestras de una ausencia extrema de empatía. No se trata aquí de quienes gustan (o parecen disfrutar) del agobio emocional de los demás, pero no tienen ningún tipo de conocimiento especializado sobre la vida emocional; se trata de personas que conocen los conceptos y a lo mejor también las orientaciones prácticas para fortalecer la salud emocional propia y ajena.
En esos dos ejemplos, y en muchos otros, no se da el ensamblaje entre los conocimientos, los conceptos, las normas y los valores que se manifiesta poseer (y que se poseen porque han dedicado tiempo y energías para ello) y los comportamientos efectivos, en los cuales –en hipótesis— deberían expresarse esos conocimientos, conceptos, normas y valores. El porqué de ese desensamblaje invita a la reflexión. Los neurocientíficos están metiéndole trabajo al asunto y pronto se tendrán pistas firmes para descifrar el enigma. La científica Lisa Feldeman Barret, en su libro La vida secreta del cerebro: cómo se construyen las emociones (Barcelona, Paidós, 2018) ofrece un análisis de las emociones que, posiblemente, será la ruta para una explicación científica de la contradicción apuntada. Tengo la sospecha –desde esa y otras lecturas—de que nuestros estados emocionales –la manera en que los construimos— son claves para empatizar (o no) con los estados emocionales de los demás; y que, a lo mejor, el desensamblaje entre determinados conocimientos (normas, valores, conceptos) y los comportamientos (esperados) obedece a que los primeros no son parte de la fragua de nuestra vida emocional (aunque los repitamos de manera perfecta), y a lo mejor son otros los conocimientos, normas y valores que la nutren (en los cuales los comportamientos efectivos tienen pleno sentido). Una reflexión bastante confusa ésta, pero es algo que ronda en mi cerebro en estos días.
Otro asunto que me ocupa mentalmente guarda relación con el anterior, sólo que se refiere a las condiciones, tanto de nuestro organismo como externas, que nos hace tener un buen (o mal) rendimiento en las metas que nos proponemos lograr, ya sea de tipo personal o de tipo laboral-profesional. En su libro Cómo funciona el cerebro (Madrid, Alianza, 2017) el neurocientífico Francisco Mora explica, entre otros temas, las diferencias emocionales, afectivas y psicológicas entre las personas (debidas a la imbricación entre las redes neuronales y los entornos de vida) en su desempeño escolar o laboral. Pensando en los logros (metas) laborales-profesionales que las personas nos proponemos, tengo claro que, en la realización de esos logros, cada cual usa distintos recursos disponibles (propios y del entorno) y que quienes obtienen mejores resultados son los que se ven menos constreñidos o forzados, desde el exterior, para seguir determinados pasos. La uniformización impuesta de los caminos a seguir puede conducir (no es raro que suceda) a resultados no tan buenos como los que se hubiese podido lograr por rutas menos impuestas, y con un coste energético menor.
Muchas personas, que están en la capacidad de tomar decisiones educativas, laborales y profesionales muchas veces desconocen que los individuos (todos los seres vivos) gastamos mucha energía en vivir, lo cual incluye todas las cosas que hacemos y pensamos, Gastamos energía para obtener energía, pero el coste de lo primero no debe (no debería) superar lo conseguido en la segunda. Eso es contraproducente para la vida. Hay que saber administrar los recursos energéticos de nuestro cuerpo y, en éste, el cerebro consume un 20% del total de la energía corporal. Esa buena administración energética incluye realizar los pasos más eficaces (no es una eficacia mercantil o burocrática, sino biológica) para conseguir determinados objetivos. No es fácil realizar, siempre y en todo lugar, los pasos más eficaces para el logro de metas; los condicionamientos sociales, institucionales, políticos y culturales pueden llevarnos –y pareciera que eso es lo normal— por caminos sinuosos y más costosos de lo necesario en energía corporal (incluida la neuronal) gastada.
Para el caso del mundo laboral-profesional, quizás si no se perdiera de vista, en la actividad de una persona, el objetivo que se persigue (y este fuera importante) se buscarían las mejores rutas (las menos costosas y más eficaces) para que ella alcanzara el objetivo trazado, que bien puede ser un producto escrito o un producto tecnológico, otro resultado. Tuve la suerte de haber desarrollado buena parte de mi vida profesional-laboral en una institución universitaria que, justamente, esperaba productos concretos de sus académicos, facilitando las condiciones para que cada cual eligiera el camino que le resultara más cómodo. Casi 22 años de trabajo en esa institución me permitieron cultivar algunos estados emocionales-afectivos, lo mismo que algunos hábitos, que estimo me han sido sumamente provechosos en mis resultados laborales-profesionales. Menciono algunos de ellos que ojalá se cultiven en ambientes académicos-investigativos en los cuales se tiene como propósito –tal como debe ser— generar productos académicos concretos (investigaciones, artículos, columnas de opinión o clases de excelencia para los alumnos).
Pensar antes de realizar alguna tarea académica (laboral o no): este ejercicio, que practico constantemente a lo largo del día y por las noches, me hace sentir bien, me da seguridad y me prepara para las acciones necesarias para cumplir con lo que tengo en la mira como producto o resultado. Pienso mucho, medito mucho, doy vueltas a las cosas en mi cabeza, construyo los pasos que daré… y eso me lleva un tiempo importante, con el gasto de energía cerebral correspondiente. Quienes me conocen dicen que siempre estoy pensando, y no se equivocan. Pero eso no es ninguna genialidad; todos podemos hacerlo, pues tenemos un cerebro potente que, alimentado con lecturas y experiencias adecuadas, puede dedicarse a cosas útiles y no malgastarse en divagaciones o en planes para causar daño a otros.
Caminar: camino mucho y aprovecho la menor oportunidad para hacerlo. Caminando voy pensado, a la vez que oxigeno mi cerebro y tonifico mis músculos. Camino donde se pueda: el centro de San Salvador, el centro de Santa Tecla, un centro comercial, la colonia en la que nací. Quienes me ven caminando han de creer que ando matando el tiempo, pero no: en mi cabeza fluyen ideas, piezas hipotéticas, de lo que quiero escribir o de la clase que tengo que dar. Creo que las personas que trabajan con ideas (en ambientes académicos o de las que se espera productos académicos) deben caminar y pensar mucho antes de sentarse las horas que sean –ante una pantalla de computadora—a escribir algo o antes de ponerse ante un grupo de alumnos a impartir una clase.
Silencio y aislamiento: me gusta el silencio cuando escribo o leo y me gusta estar aislado. ¿Insociable? Es posible. Pero me perturban incluso las personas que están a la par mía. ¿Puedo escribir o leer con alguien a la par? Claro que sí, pero mi estado emocional sería más estable –y mi rendimiento sería mejor—sin ruidos, pláticas o presencia inmediata de otras personas. En fin, no me gusta distraerme en lo más mínimo cuando me pongo manos a la obra, pues va en contra de la realización del producto que quiero generar, ya sea porque laboralmente se me ha pedido o porque tengo un interés propio en generarlo.
Espacio para la lectura: siempre busco espacios para leer, en los que me sienta cómodo no sólo por el tipo de mesas (las mesas pequeñas no me sirven) sino por sus bajos niveles de perturbación por ruido. Estoy convencido que un académico que se precie no debe dejar nunca de leer literatura especializada en los campos de su interés. Y también estoy convencido que una persona que respete la vida académica debe valorar a quienes leen y favorecer su tiempo de lectura. Esto lo aprendí en la UCA –la institución a la que me referí sin nombrarla— y quedó en mí como una gran enseñanza de sus intelectuales históricos. Las cafeterías, con un buen café y una mesa grande, son un buen lugar para que pueda meterme en un libro, y pensar, de una manera productiva.
En mi caso particular, esos hábitos y estados emocionales positivos han funcionado bien en los propósitos académicos que me he planteado a lo largo de casi 33 años de desempeño profesional-laboral. Voy a cumplir 60 años este primero de agosto –cumplimiento formal, pues los cumplí realmente el 26 de abril pasado— y a estas alturas de mi vida puedo decir que, con la calidad que sea (seguramente más mala y regular que buena) hay un conjunto de productos académicos míos (en publicaciones regadas por ahí y en algunos cientos de alumnos atendidos), que concretan metas que me propuse cumplir y para lo cual los hábitos y estados emocionales reseñados –y otros—me fueron de gran ayuda. Trataré de seguirlos cultivando, pero eso dependerá de las circunstancias laborales y profesionales que me toque vivir después de cumplir 60 años de dar vueltas, pegado a este planeta tan genial y tan trágico, alrededor de esa estrella de mediano tamaño que los humanos llamamos Sol.
San Salvador, 29 de julio de 2021
Fotografía: Aforisticamente