Por: Azam Ahmed. The New York Times. 21/11/2017
Había rezado para que el dolor cediera, para que Dios le diera fortaleza. Hoy sería el allanamiento, la culminación de años de seguir a los carteles y de misiones de búsqueda solitarias para encontrar a su hija.
Durante mucho tiempo le había rogado a los funcionarios que hicieran algo, lo que fuera. Ahora se preguntaba si podría incluso caminar.
“¿Por qué hoy, Dios mío?”, había implorado en el hospital, retorciéndose debajo de la mirada estéril de las luces fluorescentes. “He esperado por esto durante tanto tiempo”.
Había pasado los últimos seis años buscando a su hija Karla y, con una obsesión cercana a la locura, se ha enfrentado a todo tipo de obstáculos: amenazas por parte de los carteles, la indiferencia del gobierno, problemas de salud e, incluso, a sus otros hijos, que temen que su afán imparable los ponga en peligro ante quienes se llevaron a su hermana.
Vicky Delgadillo lo observó salir de la cama y tomar un bastón. También tiene una hija desparecida, Yunery, a quien Saldaña ahora considera también suya. Durante los últimos dos años la pareja ha compartido una casa, una vida y un amor nacido de la pérdida. Ella entendió la fijación que define la vida de Saldaña: también ha definido la suya.
Sus oraciones fueron escuchadas antes del amanecer. Si bien no se había recuperado del todo, Saldaña pudo por lo menos ponerse en pie. La voluntad y la adrenalina se encargarían del resto, permitiéndole ir al rancho donde sabía, en lo profundo de su ser, que ambas chicas estaban enterradas: dos de los miles de desaparecidos en el estado de Veracruz, que representan apenas una parte de los decenas de miles en todo el país.
La pareja se movió por el apartamento en silencio, revisando una y otra vez sus bolsas. Vicky empacó un almuerzo para ambos: manzanas, zanahorias y un guisado de verduras, teniendo en mente el malestar estomacal de Saldaña. Calentó agua para hacer café y tostó pan mientras Saldaña juntaba sus artículos básicos: binoculares, guantes, botas y un cargador de batería.
Las nietas de Delgadillo —las pequeñas hijas de Yunery— dormían en la otra habitación. Después de preparar el desayuno, Delgadillo se paró frente a un espejito sobre la pared de la estancia, del otro lado del gabinete donde guardan una vajilla desgastada, y se puso rímel en los ojos mientras Saldaña terminaba de empacar.
“No creo que necesitemos esta hoy”, dijo Saldaña mientras sacaba una varilla de atrás de su pequeño sofá: una herramienta tosca que a menudo han usado para buscar fosas ellos mismos. “Creo que otros llevarán las suyas para la búsqueda”.
Esa mañana de junio, después de los preparativos, salieron antes del amanecer con cuatro bolsas y muchas emociones encontradas, esperanzados y temerosos de lo que pudieran encontrar.
‘El estado entero es una fosa’
El gobierno mexicano reconoce oficialmente la desaparición de más de 30.000 personas: hombres, mujeres y niños que están atrapados en un limbo, ni muertos ni vivos, víctimas silenciosas de la guerra contra el narcotráfico.
La verdad es que nadie sabe realmente cuántas personas desaparecidas hay en el país.
Ni el gobierno —que no tiene un registro nacional de los desaparecidos— ni las familias atrapadas en ese purgatorio emocional ni las autoridades de los estados mexicanos, como Veracruz, donde Karla y Yunery desaparecieron en el mismo periodo de 24 horas.
Cuando el nuevo gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, comenzó su mandato en diciembre de 2016, la cifra oficial de desaparecidos del gobierno estatal era de unos cuantos cientos. El gobernador, después de una revisión básica, corrigió la cifra a casi 2600.
Tan solo en el último año han sido desenterrados los restos de casi 300 cadáveres de fosas clandestinas en Veracruz: fragmentos no identificados que apenas son el inicio de una historia de lo que ha sucedido en el estado, y en todo el país, durante la última década.
“Hay una cantidad infinita de personas con demasiado miedo como para decir algo, de cuyos casos no sabemos nada”, dijo el fiscal general del estado, Jorge Winckler.
El estado no puede con más víctimas. En marzo, Veracruz anunció que ni siquiera tenía dinero para hacer pruebas de ADN a los restos ya encontrados, lo que llevó a padres como Saldaña a pedir dinero en las calles para conseguirlo ellos mismos.
El gobierno estatal, abrumado, decidió parar temporalmente todas las nuevas búsquedas de fosas clandestinas. Simplemente ya no hay dónde poner los cadáveres.
“Veracruz es una fosa enorme”, dijo el fiscal general.
Durante más de una década, los carteles en todo México han asesinado a sus rivales con una impunidad flagrante y dejan los restos en fosas clandestinas por todo el país. A menudo, los soldados y las fuerzas de seguridad hacen lo mismo, lo que ha dejado a muchas familias demasiado aterrorizadas como para pedir ayuda a un gobierno que perciben como cómplice.
Es sumamente eficiente y cruel: sin un cadáver, no puede haber un caso. Además, las desapariciones infligen una prolongada tortura psicológica: les quita a los seres amados incluso el fin que implica la muerte y les deja un dolor perpetuo alimentado por la esperanza.
“Lo más cruel de una desaparición es que te deja con esa esperanza desesperada de que tu hijo podría seguir vivo en algún lado”, dijo Daniel Wilkinson, director en Human Rights Watch. “Quedas atrapado en un limbo horrible donde no puedes ni tener un duelo ni seguir adelante porque eso sería una traición, como si estuvieras matando a tu propio hijo”.
De la pérdida nace el amor
En el verano de 2013, la vida amorosa de Saldaña se caía a pedazos. No era la primera vez. Sin embargo, ahora no iba despreocupadamente de mujer en mujer, como lo había hecho de joven.
En esta ocasión, su matrimonio se caía a pedazos debido a la pérdida.
En los dos años desde que desapareció Karla se había vuelto un hombre consumido por una mezcla de furia e impotencia, enfocado en un solo propósito. Pasaba todos los días planeando la próxima búsqueda de su hija, su siguiente entrevista con los amigos de ella o cómo seguir vigilando a los hombres que consideraba responsables.
Su esposa en ese entonces, que no era la madre de Karla, no pudo soportarlo. Era como si su obsesión hubiera dejado otro vacío en su hogar. Después de más de una década juntos, se separaron.
Entonces Saldaña pegó las fotos de su hija sobre las paredes de su nuevo apartamento, una especie de altar. La amaba profundamente, pero su relación había sido tortuosa y volátil. Karla lo consideraba un padre de medio tiempo, una acusación que le dolía, especialmente porque era cierta.
En una vida regida por los impulsos, había tenido nueve hijos con distintas mujeres. Él es un hombre bajo, tiene panza y bigote, y buscaba conquistar mujeres como algunas personas devoran la comida: casi como una adicción. No fue a la universidad para mantener a sus familias y empezó a trabajar como chofer, dejando un rastro de amargura.
Encontrar a Karla sería para él, en cierto modo, algo que lo redimiría.
Había desaparecido junto con otro de sus hijos distanciados, Jesús, a quien casi nunca veía porque la separación de su madre había sido en malos términos. Pero los medios hermanos eran cercanos.
Jesús y Karla habían salido juntos el 28 de noviembre de 2011 a una fiesta. Ellos disfrutaban de la vida nocturna, aunque las discotecas y los bares a veces eran frecuentados por integrantes de grupos del crimen organizado. La última vez que alguien los vio iban en el auto de Karla. El vehículo fue encontrado dos días después en manos de un policía fuera de servicio.
Saldaña se pregunta si algún miembro de un cartel trató de conquistar a Karla en el bar esa noche o si ella y Jesús fueron testigos de algo que no debieron haber visto. Como en la mayoría de los casos, las circunstancias de su desaparición no están del todo claras.
Después de ese momento, la vida de Saldaña se reconfiguró alrededor de una sola misión: encontrar a Karla y, con ella, a Jesús. Se unió a un colectivo de familias en situaciones similares y comenzó a asistir a las reuniones.
Buscar a un ser querido desaparecido en México es llevar una vida de emprendimiento desesperado. Las familias, resignadas a buscar por ellas mismas, crean coaliciones, presionan y convencen a funcionarios gubernamentales, y se aferran a cualquier pedacito de esperanza.
Saldaña se abocó a ello, dirigiendo búsquedas en zonas donde creía que los delincuentes podrían haber llevado a cabo asesinatos, organizando pruebas de ADN gratuitas y recabando dinero para pagar por todo eso.
Él y otros exploraron lotes de tierra sospechosos en busca de señales de tierra removida. Cuando encontraban una zona así, martillaban largas cruces de metal de dos metros en el suelo y luego las sacaban para olfatear en busca del olor a descomposición. Así es como ellos buscan a sus muertos.
Fue durante su primer año como parte del colectivo que conoció a Delgadillo, de 43 años y madre de cuatro hijos, de piel morena reluciente y ojos verdes. Ella le dio la bienvenida.
Igual que él, iba a todas las reuniones, todas las colectas de fondos y todas las campañas ante los medios, denunciando la falta de acción o la ineficacia del gobierno. También era cálida; una presencia reconfortante en un grupo a menudo dominado por la ira.
Ella y Saldaña tenían un vínculo especialmente emotivo. Sus hijos habían desaparecido con menos de un día de diferencia y creían que fueron secuestrados por el mismo grupo criminal. Les parecía inevitable que sus hijos estuvieran enterrados en el mismo lugar.
Saldaña había peinado todo Veracruz en busca de cualquiera que pudiera compartir algún detalle sobre cómo operan los delincuentes, dónde llevan a cabo sus negocios, en qué lugar entierran a sus enemigos. Un amigo de Karla le contó sobre un rancho donde se creía que los miembros de un cartel disolvían a sus víctimas en ácido. Sentía, de alguna manera, que ahí era donde habían llevado a sus hijos.
Compartió sus sospechas, fruto de su investigación en solitario, con Delgadillo. Fundieron sus batallas individuales en una sola y se encontraban para tomar café y comparar sus notas o en ocasiones solo para hacerse compañía. Poco a poco, la amistad se transformó en algo más, un amor surgido de las inevitables fuerzas que moldeaban sus vidas.
“Éramos amigos y compañeros en esta lucha”, dijo Saldaña. “Pero decidimos pasar nuestra vida juntos y vivir esta batalla unidos”.
Su siguiente cumpleaños —el 24 de mayo de 2015— se mudó con ella; llevó sus pocas pertenencias al apartamento de dos habitaciones construido con tabiques donde Delgadillo vivía con las dos hijas de Yunery.
Sus vidas giran al mismo ritmo estos días, en una extraña cadencia que es tanto consoladora como aislante. Sus amigos, e incluso sus otros hijos, temen el camino que han tomado: la búsqueda sin fin, la presión constante a las autoridades estatales, las campañas en los medios.
Ellos ya no le cuentan a la gente cuando encuentran cartas con amenazas sobre el parabrisas de su Volkswagen ni cuando entran llamadas de extraños a sus teléfonos y estos les dejan mensajes crípticos y amenazantes, exigiéndoles que abandonen su cruzada. Esos traumas los han acercado más como pareja, pero los han alejado más de sus familias.
“Simplemente te deja muy poco tiempo para criar y ser padre del resto de tus hijos”, dijo Delgadillo, cuyo contacto con sus otros dos hijos ha disminuido en los años recientes.
Saldaña asintió. “Una de mis hijas me llamó hace poco y me dijo que quería platicar. Fuimos a tomar un café y me dijo: ‘Papá, por favor, te quiero pedir que dejes de hacer lo que estás haciendo. Tengo miedo, por ti, por mí y por todos nosotros. Por favor, para’”.
“Le dije: ‘¿Cómo podría dejar de buscarla? Es mi hija, es tu hermana’”, dijo. “Nunca voy a dejar de buscarla”.
Se limpió una lágrima de la mejilla y carraspeó.
“Es como si también perdieras a tus otros hijos”, dijo.
Una guerra sucia, entonces y ahora
Desaparecer tiene un significado particular en América Latina, un vocabulario compartido por las naciones que han sufrido esta trágica distinción. No es solo esfumarse, sino ser esfumado, ser llevado a la fuerza y, a menudo, no ser visto nunca más.
Sucedió en el siglo XX en Argentina y Chile, donde las dictaduras desaparecieron a miles de supuestos opositores y separaron a cónyuges, padres e hijos. También en Guatemala y El Salvador fueron arrasadas comunidades enteras, tanto antes como durante sus extremadamente violentas guerras civiles.
México también fue parte de esa campaña: acumuló unas 1200 desapariciones en los años sesenta y setenta a manos del Partido Revolucionario Institucional, que gobernó durante más de 70 años y ahora está de nuevo en el poder. Los historiadores llaman ese periodo de desapariciones la Guerra Sucia.
Pero a diferencia de Argentina, Chile o Uruguay, México nunca ha investigado sus atrocidades: mientras que en otras partes de la región comisiones de la verdad y exhumaciones de entierros masivos buscaban exorcizar los pecados de regímenes pasados, en México la responsabilidad del gobierno sigue en gran medida sin salir a la luz. Los intentos por cambiar esto a principios de la década del 2000 se vinieron abajo, condujeron a pocos arrestos o enjuiciamientos.
Para entonces, mientras el país aún batallaba con ese capítulo de su historia, otro iba comenzando.
Las desapariciones continuaron, en una nueva forma. Se trataba de casos aislados y su propósito era muy distinto del de versiones anteriores: no eran políticas, sino criminales.
Esta vez las desapariciones eran perpetradas por el crimen organizado en su lucha por ganar territorio para el narcotráfico. A lo largo de la frontera con Texas, las cifras fueron aumentando poco a poco. El gobierno declaró una guerra contra el crimen organizado en 2006. A medida que la violencia aumentó en todos los flancos, también lo hizo la cantidad de desaparecidos.
Los carteles no son los únicos responsables. En cientos de casos, el ejército y la policía han sido acusados de desaparecer personas en las costas, desiertos y montañas de México.
Las familias de las víctimas en el estado de Baja California han documentado meticulosamente 95 casos en los que habrían participado las autoridades y llevaron su evidencia ante la Corte Penal Internacional para solicitar que se investiguen. En el estado de Coahuila se han registrado quinientos de esos casos, que también fueron enviados a la corte en La Haya. Desapariciones similares en Chihuahua y Guerrero han sido llevadas ante varios organismos internacionales.
Hasta hace poco, las desapariciones eran ignoradas, en gran medida, por un gobierno ni capaz ni dispuesto a enfrentar eficazmente las atrocidades. Sin embargo, conforme las familias se han organizado, su terrible situación ha sido más difícil de ignorar.
En 2012, documentos filtrados mostraron que el gobierno creía que había 25.000 desaparecidos en todo el país, quizá la primera vez que salió a la luz cualquier reconocimiento oficial del problema. Este año, el total ascendió a cerca de 33.000.
La búsqueda en el rancho
El convoy salió puntual a las 6:30 de la mañana, una procesión de camiones con pintura de camuflaje con marinos, policías y funcionarios. Saldaña y Delgadillo iban en una pequeña furgoneta que transportaba a las familias.
Después de incontables llamadas telefónicas suplicando la ayuda del gobierno, cientos de horas de seguir pistas, años de reunir a otras familias y perseguir a los funcionarios con el megáfono del dolor, Saldaña y Delgadillo tenían una oportunidad. Quizá su única oportunidad.
Condujeron durante casi una hora, bajando la velocidad en el pueblo de Cosautlán de Carvajal, la última población antes del rancho del que había oído Saldaña. Como muchos de los lugares en los que el crimen organizado tomo el control en las áreas rurales de México, la propiedad era poco mencionada en el pueblo. Los habitantes del lugar sabían que no debían preguntar qué hacían allá los hombres armados. Ellos comenzaron a murmurar a medida que pasaban por las calles estrechas, preguntándose qué sucedía.
Después de un arroyo que fluye sobre un camino sin pavimentar, llegaron a la entrada. Los marinos bajaron de los vehículos y llevaron a cabo un operativo de reconocimiento que duró tres horas.
El rancho, que serpentea a lo largo de un extenso terreno, había sido abandonado, pero hacía poco tiempo. Un equipo —formado por científicos forenses, policías y soldados— descubrió caballos saludables, ganado y ovejas bien cuidadas pastando por la propiedad cuando llegaron.
La pareja deambuló por el rancho como sonámbula, guiada más por su instinto que por pistas. Se toparon con un bote grande de metal lleno de basura y prendas de vestir aleatorias, quizá —pensaron—, pertenecientes a los cautivos.
Como había sido el motor que impulsó el allanamiento, Saldaña trató de tomar el control, gruñendo órdenes.
Los funcionarios se cansaron de obedecerlo. Señalaba a tierra firme, en la que los perros no distinguían ningún olor.
“No solo estoy buscando restos”, gritó. “Sé que ustedes quieren encontrar partes de cuerpos, pero yo tengo información de que quizá disolvieron a nuestros hijos en ácido o los quemaron”.
“Estoy buscando ropa enterrada”, dijo, “y cenizas”.
Una mujer de la procuraduría federal intervino.
“Todas las autoridades presentes están aquí para prestar atención a lo que solicite la pareja”, instruyó a los demás.
Al día siguiente, siguieron buscando pero encontraron más preguntas que respuestas. En una habitación construida con tabiques había un colchón manchado y cadenas —una siniestra cámara de tortura, se imaginó la pareja—. Cerca, había un montón de ropa interior femenina que había sido atada.
Qué otro uso podría haber tenido esta habitación, sino el de torturar y encarcelar a la gente, se preguntaba Saldaña.
“Nadie podría oír aunque alguien se desgañitara desde aquí”, dijo Saldaña.
Él y Delgadillo continuaron caminando hacia abajo del cerro por un kilómetro más. Saldaña llevaba una vara de metal con un gancho sujeto en un extremo, para recoger artículos de interés sueltos sobre la tierra. Su gancho se atoró con una prenda de vestir, luego con otra y otra más. Las apiló a sus pies y solicitó ayuda.
El especialista forense se hizo cargo, dibujando un círculo alrededor del punto. Cavaron. Una hora después, tenían ante sí una pila de 500 artículos: ropa de bebé, blusas de mujer, pantalones de mezclilla desgastados y zapatos.
Una profunda tristeza embargó a Saldaña. No encontró consuelo en haber hallado la ropa que había exigido a los policías que buscaran, en haber estado en lo correcto. Solo le recordó lo lejos que estaban de encontrar a Karla, Jesús y Yunery.
“Me pregunto si esta ropa será lo más cercano que estaremos jamás de nuestros hijos”, le dijo a Delgadillo. “Si el hecho de que esté aquí significa que quizá nunca los encontremos”.
Las autoridades les dieron a las familias un día más para buscar dentro de la propiedad, una extensión de tierra ondulante que requeriría diez veces más la cantidad de personas que había para cubrirla en una semana completa.
Ya no encontraron nada.
‘Un cuerpo, cualquier cuerpo’
Aquí en Veracruz, miles de los desaparecidos no solo están enterrados en fosas clandestinas, sino también perdidos en pequeñas libretas negras, donde sus nombres y detalles se escapan a la era moderna.
La jefa del laboratorio forense del estado, Rita Adriana Licea Cadena, sacó un libro de registros. En él, dijo, podría haber miles de individuos que hubieran entregado su ADN con la esperanza de que pudiera coincidir con uno de los muchos restos desenterrados de las fosas comunes por todo el estado.
No sabía cuántos había. Nadia había podido digitalizar los registros, que se obtuvieron entre 2010 y 2013: algunos de los años más violentos en el estado. En una libreta, como están estos, los datos son prácticamente inútiles. Nadie podría buscar de manera realista las muestras de ADN para encontrar una coincidencia.
“Simplemente no tenemos suficiente personal para hacer ese trabajo”, dijo en marzo.
Afuera de sus oficinas, una familia estaba sentada en silencio en el vestíbulo, esperando noticias. Las familias van a menudo y hacen preguntas para las que no hay respuestas.
“Una mujer llegó a mi oficina llorando, pidiéndome que le diera un cuerpo, cualquier cuerpo, para poder enterrarlo como su hijo”, relató Mario Valencia, el encargado de todos los asuntos forenses en el estado. “Le dije que no podía hacer eso: ‘¿Cómo le voy a quitar el hijo a alguien más para dar satisfacción a su sufrimiento? ¿Qué hay del de ellos?’”.
La causa de los desaparecidos era frecuentemente olvidada, hasta que 43 estudiantes desaparecieron la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, lo que forzó al país entero a prestar atención.
Los estudiantes, que se preparaban para convertirse en maestros normalistas, se dirigían a una protesta en Ciudad de México. Habían tomado varios autobuses para llegar ahí, una práctica más o menos aceptada a través de los años.
Sin embargo, esa noche la policía disparó y desató un pánico que causó la muerte de seis personas. Los 43 estudiantes, aterrorizados, fueron detenidos por policías municipales y entregados a una organización criminal.
El motivo del ataque nunca ha sido explicado por completo y, después de más de tres años, los restos de solo uno de los estudiantes han sido identificados.
Tras el secuestro masivo, cientos de miles de mexicanos salieron a las calles a protestar. El mundo entero estaba conmocionado. El Estado no solo había fracasado en encontrar a los estudiantes, sino que muchos funcionarios eran claramente cómplices en el crimen.
Las imágenes de familiares buscando fosas en la sierra de Guerrero, equipados con poco más de picos, palas y determinación, reforzó la dimensión del fenómeno.
La presión pública ayudó a generar una nueva ley, promulgada este mes, para combatir las desapariciones. Su creación ha dado esperanza a algunos.
“No resolverá el problema, pero es un comienzo”, dijo Juan Pedro Schaerer, jefe de delegación del Comité Internacional de Cruz Roja para México, América Central y Cuba, quien ha estado profundamente involucrado en darle forma a esa legislación. “El reto será implementar la ley”.
La Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas crea un registro nacional de los desaparecidos, algo que actualmente se mantiene a través de múltiples listas de distintas agencias. También debería destinar mayores recursos para investigaciones forenses y el manejo de información de ADN.
“Atender a los desaparecidos es mi prioridad principal, tanto como servidor público y como humano”, dijo Roberto Campa, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación de México.
Sin embargo, en México las leyes son rara vez el problema; en papel son perfectas. Pero los cambios dependen de la voluntad y la capacidad de hacerlas cumplir. Quienes trabajan con el problema de los desaparecidos colocan sus esperanzas en esto.
La reforma legal concluida el año pasado para remplazar un sistema anticuado ahora enfrenta un ataque de parte del gobierno que la puso en práctica.
En medio de nuevas leyes para proteger a los representantes de los medios en México, este año han sido asesinados más periodistas que en cualquier otro en la historia reciente.
Mientras tanto, los esfuerzos para combatir la corrupción aprobados con aplausos han registrado escándalo tras escándalo y un rechazo a investigar.
Nuevas esperanzas y otras hechas pedazos
El siguiente objetivo de Carlos y Vicky, un rancho en medio de unas colinas muy verdes, ya estaba abandonado cuando llegaron, a finales de septiembre.
Un abogado local de la fiscalía había aceptado acompañarlos, más que nada por solidaridad. Mientras subían una colina, Saldaña volteó a ver al joven fiscal y le preguntó dónde estaba su arma.
El hombre sacó una Biblia de su bolsillo y dijo que esa era toda la protección que requería.
Saldaña le dijo que era un tonto.
Los residentes que vivían cerca le habían contado a Saldaña que los sospechosos de la desaparición de su hija iban a ese sitio un par de veces al mes para hacer negocios y fiestas.
Saldaña decidió ir a echar un vistazo. Sufría respecto de si decirle o no a Delgadillo. Mientras empacaba sus bolsas, su bastón y sus binoculares, aún no se había decidido. Sintiéndose culpable, finalmente escogió hacerlo.
Como había sospechado, ella comenzó de inmediato a guardar sus propias cosas, haciendo caso omiso a sus protestas.
En abril, la pareja había estado peinando todo el estado, como usualmente lo hacían, pidiendo revisar los documentos de los casos, estudiando cuidadosamente las descripciones y las fotos de los desaparecidos. De pronto encontraron algo.
La chica era de baja estatura y tenía el mismo color de cabello y complexión que Yunery. Delgadillo casi no podía respirar. Les suplicó a las autoridades exhumar el cadáver y realizar una prueba de ADN.
“No era mi hija”, dijo, llorando un poco. “Pero siento algo de paz porque otra familia recuperó a su hija y puede dejar de buscar”.
Tras eso, Saldaña sabía que no podía pedirle que se quedara en casa mientras él iba a sus misiones. Acompañada por el fiscal, la pareja buscó en el rancho durante tres horas ese día de septiembre, abriéndose paso a través de los arbustos antes de toparse con un conjunto de establos. La entrada estaba cerrada. Saldaña escaló el muro y brincó hacia adentro.
De nuevo, regada por todas partes, había ropa para gente de distintas edades y sexos. Algunas prendas estaban quemadas, otras eran desconcertantes, como un montón de pesados abrigos en un estado donde las temperaturas van de calurosas a infernales.
Más adelante encontraron lo que parecían tumbas.
“Podría ser algo”, dijo Saldaña.
Sin embargo, no contaban con el tipo de equipo necesario para abrir las tapas y prosiguieron. Después de unas cuantas horas, escucharon el sonido de vehículos todo terreno, el medio de transporte preferido de los carteles.
Los tres huyeron colina abajo y se subieron al auto.
Sueños con los muertos
Los retratos estaban en línea sobre la explanada, pegados con cinta para enfrentar el viento del puerto. Una mujer se detuvo a estudiarlos, como para recordar cada detalle. La mayoría presentaban solo dos detalles: los nombres de los desaparecidos y la fecha de su desaparición, dos hechos simples anclados en el misterio.
“Te amé antes de conocerte y te amaré hasta el final de mis días”, se leía en un póster con las caras de más de una decena de niños desaparecidos, distribuidos en las ramas de un árbol.
Saldaña, mirando desde la sombra, se acercó tímidamente a la mujer para pedirle ayuda. El de su hija era uno de esos rostros, le explicó, y señaló hacia un retrato de Karla.
“El gobierno no tiene dinero para comprar el material de las pruebas de ADN”, le dijo a la extraña, mientras levantaba su sombrero de paja de su cabeza y se secaba la frente. “Así que estamos recolectando nosotros el dinero para pagarlas”.
Decenas de familiares de otros desaparecidos en México se habían reunido con él en el puerto de Veracruz ese sábado de octubre, con el fin de recabar dinero para un gobierno que, ante sus ojos, parece incapaz o no estar dispuesto a ayudarlos. Cuando supo sobre la campaña, el gobierno federal negó que fuera necesaria, y afirmó que brinda todos los recursos necesarios para las pruebas de ADN.
“Mi hermano también desapareció”, le dijo la mujer a Saldaña, asintiendo gravemente. Un año de búsqueda no había producido pistas, dijo, en ese estado llevado a la bancarrota por su exgobernador, a quien se ha acusado del robo de cientos de millones de dólares.
“Es el gobierno que tenemos”, concluyó la mujer, sacando un billete pequeño de su bolsa y poniéndolo en un bote con una ranura. “Se quedan con todo para ellos”.
El sol de la mañana arrojaba una luz ácida sobre el puerto mientras Saldaña regresaba a la sombra. Enormes navíos cargueros entraban y salían de los canales. Las grúas marinas se alineaban en el cielo como pájaros de origami.
Las otras familias se lanzaban al sol abrasador para acercarse a los transeúntes, o para atrapar los retratos de sus hijos que la brisa se llevaba.
Todos menos Delgadillo, quien permaneció en el lacerante sol la mayor parte del día, cuidando todos los retratos como si todos fueran sus hijos.
Era un trabajo degradante. La mayoría de los transeúntes pasaban de largo, sin decir palabra. Unos cuantos incluso aceleraban el paso cuando veían que algún padre se acercaba.
“A veces te preguntas cómo es que alguien no puede dar ni un dólar”, dijo Saldaña, después de acercarse a un francés que estaba de vacaciones, quien rápidamente se alejó. “Supongo que no saben lo que estamos viviendo”.
Sin embargo, la amabilidad surge donde uno no se lo espera. Christian Carrillo Ríos, un empleado del programa estatal de ayuda a las víctimas, llegó adonde estaban los padres poco después de las nueve, vistiendo una camisa de cuello y pantalones almidonados en el calor sofocante.
Se agachó para pegar los retratos y pidió monedas como si él también hubiera perdido a alguien. Avergonzado de que su oficina se hubiera negado a pagar refrigerios para las familias, llevó agua y bocadillos pagados de su propio bolsillo.
“Siempre me ha preocupado este asunto, pero cuando tuve un hijo el año pasado todo cambió”, dijo. “Si alguien me arrebatara a mi hijo, no sé cómo podría seguir viviendo”.
Dos pequeños hermanos estaban tan conmovidos por las historias de esas pérdidas que corrieron a casa a tomar el contenido de sus alcancías. Regresaron con una bolsa llena de cambio cubierto de polvo de barro.
Un padre que se enteró de la campaña en la radio condujo a toda su familia al lugar. Escuchó a una madre hablar sobre su hijo perdido mientras tomaba la mano del suyo y lloraba. Antes de irse, vació su cartera en la caja de la colecta.
“La mayor parte del tiempo nos sentimos impotentes e indefensos, pero cuando ves la bondad de la gente, eso te da fortaleza”, dijo Saldaña.
Las familias estuvieron ahí durante diez horas ese día, hasta que se puso el sol, y recabaron un poco menos de 600 dólares (el equivalente a tres pruebas de ADN).
Como pareja, Saldaña y Delgadillo han decidido adoptar un nuevo enfoque hacia su duelo. En lugar de aprender a vivir sin sus hijos, están tratando de vivir con ellos, para celebrarlos todos los días.
Este octubre, la pareja decidió hacer una fiesta conjunta por el cumpleaños de sus hijas, con pastel, velas y globos. Los cumpleaños de las chicas se celebran a solo días de diferencia, así que Saldaña y Delgadillo querían invitar a su familia extendida: los otros padres, maridos y esposas que han perdido a alguien.
“Queríamos hacer algo feliz con ellos”, explicó Saldaña.
“De esta manera, hasta que los encontremos, los mantendremos presentes en nuestra vida”, añadió Delgadillo.
Sus planes pronto cedieron ante la realidad. No hubo fiesta. Entre los viajes por el estado, la recolección de dinero y sus necesidades básicas, ya no les quedaba dinero.
A pesar de todo, Saldaña dijo que en estos últimos días tiene más esperanzas que nunca. Soñó con Karla, la sintió cerca, como si el fin se acercara.
En un sueño, hace poco, se enfrentó a los hombres responsables del secuestro de Karla. Peleó contra ellos con un arsenal de armas automáticas como un héroe de acción y acabó con todos.
En el sueño, dijo, dependía de él y de nadie más. No había un sistema fallido, sordo a sus súplicas. No había policías deshonestos ni cortes que con frecuencia no llegan a condenar a nadie. Solo había justicia.
“Si los matas, por lo menos se acaba esto”, dijo.
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Fotografía: nytimes