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Trump y el Estado fallido.

por La Redacción marzo 28, 2020
marzo 28, 2020
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Por: Azahara Palomeque. ctxt. 28/03/2020

El darwinismo social se extiende ante una emergencia sanitaria tratada de la misma forma que otras crisis humanitarias preexistentes, aplicando la máxima del sálvese quien pueda.

Fayth traga saliva. Su trabajo estable, que consiguió tras sacarse dos títulos universitarios por valor de 100.000 dólares en préstamos que todavía arrastra, no le ofrece seguro médico. “Confío en que no me pase nada”, afirma, pero no puede evitar un tono que, aun mediado por la distancia telefónica, suena a temor y a angustia. No es la única que vive preocupada. Kathy, embarazada de ocho meses y medio, me confesó hace poco que le iban a inducir el parto. Le pregunto que por qué, si el bebé viene sano y lo normal sería esperar a que naciera de manera natural. “Los médicos esperan una avalancha de pacientes en pocas semanas; me han dicho que es mejor dar a luz ahora, antes de quedarse sin equipo, sin camas…”. En Philadelphia, una ciudad cuyos principales motores económicos son la educación y la medicina, conocida nacionalmente por sus centros de investigación y hospitales, están tomando medidas preventivas antes de que ocurra el colapso que ahora vive Nueva York. Epicentro de la pandemia en Estados Unidos, alberga al 5% de la población mundial de afectados por el coronavirus y no cuenta con los medios suficientes para atender a los casos críticos. Le doy ánimos, saldrá todo bien, no te preocupes, hasta que noto que el móvil vibra y alguien más manda noticias: “Nos vamos a Canadá”, reza un mensaje de Paul. Otro amigo que desaparece buscando la atención de una sanidad pública que no discrimine según el bolsillo. Ya lo hicieron también algunos españoles que conozco.

Desigualdad intrínseca

Debido al coronavirus, pero también a la pésima gestión política y a las características inherentes a un Estado del bienestar que ha sido progresivamente sustituido por la codicia corporativa, Estados Unidos vive una crisis de salud pública que arrastra al país hacia una catástrofe humanitaria. Aunque no existe un conteo fiable de las carencias a nivel nacional, representantes de todo el territorio ya han denunciado la falta de suministros sanitarios: en Nueva York, el gobernador pedía abiertamente la ayuda federal en la adquisición de respiradores –hay 3.000 en todo el estado, pero precisan de 30.000 más–; en Georgia, un hospital agotaba los recursos de cinco meses en apenas seis días.

Al margen de los casos que la prensa recoge, surgen historias personales que dan cuenta de la emergencia. Por Facebook, Laurie pide desesperada que le mandemos camisetas viejas para poder confeccionar mascarillas; las enviará a una clínica de Oregón, donde trabaja un familiar, médico y ya no quedan. La tela de esta prenda, informa el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés), cumple los requisitos para proteger mínimamente del virus, aunque también recomiendan utilizar pañuelos o bufandas en caso de que sea necesario.

Si el nivel de desprotección de la población general es evidente, hasta el punto de que el organismo oficial encargado de la pandemia, el CDC, ofrece directrices para la fabricación casera de material médico, también lo es el fracaso del sistema sanitario más caro del mundo, y donde los resultados son, proporcionalmente, más nefastos. Más de medio millón de personas se declaran anualmente en bancarrota por no poder hacer frente a los gastos médicos, y unos 28 millones de estadounidenses no cuentan ahora mismo con seguro médico, a los que se suman 11 millones de inmigrantes indocumentados. En contra de lo que suele pensarse, no son solo los sectores más desfavorecidos los que sufren las injusticias de la sanidad americana, sino también las clases medias, aquellos a quienes, como a Paul, profesor universitario, les costaría asumir los costes de una simple visita a urgencias, incluso con seguro. Frente a estas circunstancias, no es de extrañar que más del 40% de la población del país evite acudir al médico por miedo a las facturas. No hace falta recalcar que, en tiempos de pandemia, esta tendencia puede resultar catastrófica.

El coronavirus ha destapado una serie de inequidades intrínsecas a la sociedad americana que se encontraban bien asentadas antes de la pandemia: a la falta de sanidad pública se puede añadir la práctica total carencia de una red de servicios sociales que en otros países componen el Estado del bienestar; así, por ejemplo, la ciudad de Nueva York fue de las últimas de la zona en cerrar los colegios. Alegó que 114.000 estudiantes vivían sin techo y el centro educativo era el único lugar al que podían acudir para obtener alimentos. Hay hambre e indigencia en una proporción inaceptable para una potencial mundial y casi la mitad de la población sobrevive en condiciones de dificultad financiera –eufemismo para indicar pobreza–. Si existe un valor que compensa la precariedad dominante y mantiene la maquinaria del capital a flote, ese es el trabajo. Sin embargo, en un país donde el empleo constituye la base sobre la que cada cual se aprovisiona de lo necesario para subsistir, la emergencia del COVID-19 ha dejado claras las limitaciones del individuo frente a adversidades de tal calibre. La autoexplotación neoliberal que teorizaba Byung-Chul Han es insuficiente para asegurar casa, salud, y comida; sin un mantenimiento del aparato público, la vulnerabilidad crece hasta niveles inusitados ante el menor imprevisto. Ahora que tantas empresas han echado el cierre y más de un millón de estadounidenses viven confinados en sus hogares, las estadísticas auguran un 30% de paro, lo que transciende las fronteras de indicador macroeconómico para convertirse en una profecía del desastre.

La economía primero

Desde los comienzos de la crisis Trump se ha esforzado por transmitir un irresponsable optimismo en aras de evitar la reacción de unos mercados que le han negado precisamente esa confianza que buscaba. Según informa Politico, los esfuerzos presidenciales se han concentrado en mantener las cifras de contagios lo más bajas posibles, presionando a su gabinete para que difundiese únicamente buenas noticias, a pesar de que muchos miembros de su equipo sospechaban que el virus llevaba semanas propagándose silenciosamente. A la censura institucional de facto, se añade la escasez de test disponibles que permitan esclarecer el número de infectados. Así, a pocas horas de la declaración del estado de emergencia el pasado día 13 de marzo, las cifras apenas alcanzaban los dos mil casos positivos por coronavirus, lo que contrastaba significativamente con estimaciones de otros organismos oficiales: el Departamento de Salud de Ohio calculaba por las mismas fechas un 1% de contagiados solo en ese estado, aproximadamente 100.000 personas. En el fondo, ha sido la alarma dada por los diferentes estados y municipios lo que ha hecho a Trump tambalearse en una estrategia de gestión de la pandemia que, si en un inicio congeniaba con la misma pasividad que esgrimió al principio su aliado Boris Johnson, fue mutando hacia un posicionamiento de mayor cautela en constantes discursos llenos de contradicciones. El federalismo, ayudado por la prensa, ha permitido a algunas zonas de país tomar medidas de contención frente a la pandemia. Estados como California, Washington, Illinois o Nueva York han decretado un confinamiento obligatorio y se han cerrado los negocios considerados no esenciales en buena parte de ambas costas; pero el deseo de frenar la curva, heterogéneo y descentralizado, no ha logrado trasladarse al Despacho Oval, donde la preocupación por la salud de los ciudadanos vuelve a ser secundaria frente a la necesidad imperiosa de salvar el tejido empresarial.

Trump es metamórfico, pero hay una constante que subyace a todos los disfraces, la anteposición de la economía a todo lo demás. Justo en un año en que la hecatombe anunciada podría costarle la reelección en noviembre. Mantener los mercados a flote ha constituido la prioridad en su gestión de la crisis desde su fase embrionaria –cuando, obcecado aún en el negacionismo, identificaba el virus como una amenaza extranjera– hasta la más actual. Poco importó que algunas agencias de la inteligencia americana hubieran avisado del riesgo de contagio en Estados Unidos en enero, la cuestión era aplazar a toda costa la alarma social. Hasta que la caída bursátil le devolvió el elefante en la habitación, según la expresión en inglés. Desde entonces, las pocas medidas sanitarias comunicadas contrastan con la magnitud de las económicas. El 6 de marzo, el presidente anunció un desembolso federal de 8,3 miles de millones de dólares para el desarrollo de una vacuna, y Mike Pence, el vicepresidente, aseveró días más tarde que muchos seguros no cobrarían a sus pacientes por el test de coronavirus –aunque sí lo harían por la consulta y los tratamientos derivados. Frente a esto, la última iniciativa, sin precedentes en la historia estadounidense, consiste en inyectar dos billones de dólares a la economía. La propuesta de ley, aprobada la madrugada del 25 de marzo en el Senado tras múltiples luchas entre demócratas y republicanos, incluye una serie de prestaciones a los trabajadores –tales como bajas por enfermedad pagadas–, ayudas a los estados, y una partida de 500.000 millones de dólares para rescatar a las empresas más afectadas por la crisis. Sea como fuere, la urgencia económica parece conformar la última fase de la metamorfosis. El elefante se hizo visible cuando Trump proclamó, contradiciendo a los expertos, que las aguas volverían a su cauce; es decir, el fin cercano de las medidas de contención del virus –“en semanas, no meses”– en pro de mantener la maquinaria neoliberal bien lubricada.

Vulnerabilidad absoluta

La estrategia de Trump frente al COVID-19 es coherente con el statu quo: en un país donde los enfermos no importaban antes de la pandemia, ¿por qué habrían de preocuparles ahora? El darwinismo social que predomina en la vida estadounidense se extiende así a una emergencia de salud pública que está siendo tratada de la misma forma que otras crisis humanitarias preexistentes, aplicando la máxima del sálvese quien pueda. En este sentido, no sorprenden las declaraciones recientes del vicegobernador de Texas, Dan Patrick, en las que defiende que los mayores deberían sacrificar la vida para favorecer la prosperidad de sus hijos y nietos. Entre el grupo de mayores se encontraba él mismo, quien, cuan novio de la muerte, asumía su pronosticada defunción con tal de mantener intacta “la América que toda América ama”. La aseveración suicida del vicegobernador no debería eclipsar el mensaje latente bajo esa pátina de falso heroísmo: si por encima de todo prima la mano invisible del mercado es porque esta se encarga sistemáticamente de arrojar al abismo a los de siempre. Con coronavirus o sin él, la estrategia sigue siendo la misma, y lo único que el virus ha logrado transformar es el grado de visibilidad de una tragedia que ocurre a diario. La América que toda América ama está plagada de muertes silenciosas por falta de atención sanitaria accesible, de precariedad y endeudamiento masivos, de falta de servicios sociales públicos que dignifiquen la vida del ciudadano, de un individualismo tan recalcitrante que ha impulsado la compra de armas en una búsqueda desesperada de muchos por hallar la protección que el estado no garantiza. El virus no es el problema, solo lo acucia y revela la vulnerabilidad absoluta a  la que aboca un Estado fallido.

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Fotografía: ctxt.
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