Por: Madelyyna Zicqua. 22/11/2022
Considerando que el anarquismo es un pensamiento vivo y en permanente actualización surge la necesidad de seguir desarrollando su modo de comprender la realidad. El anarcofeminismo queer (o sencillamente, anarquismo queer) en los últimos 20 años ha comenzado a retomar distintos tópicos que del feminismo y el anarcofeminismo del siglo XX, dándoles un lavado de cara y ajustándolos a nuestra comprensión actual de los problemas. Este trabajo en la misma línea.
¿Qué es lo que motiva la escritura de este texto? Este trabajo, que puede considerarse como una continuación de mi “Lucha trans y anarquismo queer. Desbaratando dogmas (trans)feministas por la liberación total” [1]. En aquél texto sugerí que la manera adecuada de acercarnos a la controversia sobre la definición de los que es el sexo/género era a través de interpretar estos conceptos desde la idea de normatividad (en la siguiente sección hago un recuento de estos argumentos, de modo de que no sea necesario leer el otro artículo si no se desea/puede). Lo que no quedó claro, sin embargo, es cuál es estatuto de los trans y los cis si es que allí se rechazó lo que llamé la normatividad trans. En este texto se busca reivindicar el concepto de lo trans, pero situándolo en el marco del anarquismo queer que aspira a lograr la abolición del género, que nos obligará a repensarlo radicalmente.
Recuento y ampliación del artículo anterior
Los individuos nos orientamos el mundo gracias a que portamos una serie de normas acerca de cómo los objetos se nos hacen presentes en la experiencia. Tengo en mi inventario de normas, por ejemplo, el sentido de lo que es un zapato, y por consiguiente sé que los zapatos lucen de una determinada forma y que puede admitir ciertas variaciones, que se usan de ciertas manera, que puedo desplegarlos en situaciones concretas, que cuando está oscuro su color se distingue menos, etc. De hecho, lo que me hace saber que, precisamente, lo que tengo en frente son zapatos y no cucharones u ollas es que conozco las reglas a través de las cuales yo atribuyo el sentido “zapatos” a un par de objetos de mi experiencia. A la vez, sé que si esto que yo tenía por zapato un día despliega unas alas y me dice que ya no aceptará más que introduzca mis pies en ellos, sé que aquello no podría ser un zapato, en la medida que los zapatos, ni hablan, ni tienen alas.
La normatividad que portamos (por lo menos en este nivel de análisis), evidentemente, tiene un origen social. Dependiendo del tipo de objeto del que hablemos, aprendemos las normas por medio de la educación, por medio de las prácticas –viendo cómo las personas se refieren o se comportan ante ciertos objetos– o por nuestra propia experiencia. A la vez, en este ámbito, el de los sentidos de origen social, sabemos que éstos obtienen su génesis en la sociedad y es sólo la sociedad la que los hace válidos en base consensos (tácitos o explícitos). Evidentemente esto no es poca cosa: no podemos hacer que un billete de 1 euro valga 100 euros aun cuando un país entero se congregue para tal fin. Los sentidos sociales tienen una estabilidad mayor o menor, que puede modificarse en el tiempo en determinadas circunstancias.
Teniendo este marco teórico a mano resultó sencillo darnos cuenta que los significados acerca del género y el sexo, de qué es un hombre y qué es una mujer, están en controversia, y por eso hay acercamientos dispares y contradictorios entre ellos. De esto se planteó que podíamos distinguir dos núcleos normativos que se oponían unos al otro: por un lado, la normatividad que denominamos “patriarcal” y, por el otro, la normatividad que denominamos “trans”. Mientras que la normatividad patriarcal entiende que el sexo/género[2] de una persona consiste en adherir a un conjunto de predicados particulares al momento de presentarse públicamente (es decir, que ser mujer u hombre es, de hecho, “verse” como mujer u hombre), la normatividad trans asevera que la adscripción a un género es algo que radica totalmente en la autoidentificación, sin que opere forzosamente ninguna performatividad.
¿Pero por qué se habla de “presentarse públicamente”? En efecto, muchas posiciones al interior del feminismo olvidan que los conceptos de sexo y género no son conceptos científicos, sino que provienen de una descripción de las normas bajo las cuales operamos en nuestra vida cotidiana. Este olvido conlleva a tratar a estos conceptos con criterios de optimalidad científico-natural que escasamente tienen que ver con el modo en que los usamos en la cotidianidad (que es donde ocurre la opresión patriarcal). Es así cómo se proveen una serie de conclusiones erradas. En primer lugar, y este es el prejuicio positivista propio del feminismo radical, presume que los conceptos de hombre/mujer tienen que tener algún tipo de realidad tal que trascienda su mero origen social: buscar su fundación, presuntamente, en la biología, presumiendo, falsamente, que puede distinguirse lo biológico de lo social en la vida cotidiana[3]. En segundo lugar, y esto tiene que ver estrictamente con la normatividad patriarcal: presume que ser mujer u hombre es algo que sólo puede conocerse óptimamente cuando se hace desde la “visión de ninguna parte”, que es el criterio de conocimiento óptimo del conocimiento de la naturaleza. Los usos de los conceptos de sexo/género son, en realidad, diferentes. Como constató hábilmente la teoría queer, y aquí sigamos limitándonos solo a la normatividad patriarcal, ser mujer u hombre es algo que está sujeto al reconocimiento social: solo seré mujer u hombre si es que, en cada circunstancia, me presento con, performo, las características propias de una mujer o un hombre. Y aquí aparece lo importante del presentarse públicamente: en cada situación, los criterios para evaluar que aquello que tenemos en frente es, efectivamente, lo que decimos que es, son muy variados y ocurren en situaciones concretas (y todos esos criterios emergen de la norma que tiene un origen social (de una sociedad patriarcal)). Véanse las siguientes situaciones. 1) Para que haya acoso en el metro, los acosadores tienen que reconocer que la persona que tienen en frente es, de hecho, una “mujer”. ¿Qué criterios utilizarán para saber tal cosa? Probablemente, el cómo se vea: la forma de su cuerpo, su estatura, los rasgos de su cara, la ropa que utilice, etc., todo lo que “se vea” y, en menor medida, lo que “se escuche” (el tono de voz, los matices, etc.). 2) Para que puedan existir insultos misóginos en redes sociales entre gente que no se conoce, quien insulta debe poder reconocer que la persona insultada es una “mujer”. ¿Cómo puede saber el insultador que ese usuario de Instagram o de Twitter es una “mujer”? Podrá saberlo por el nombre de usuario, si acaso tiene una foto de perfil con una “cara de mujer” reconocible, si acaso tiene fotos de sí misma, si acaso se refiere a sí misma con pronombres femeninos, etc. 3) Para que el encargado de recursos humanos pueda, a partir del montículos de currilum vitae, preseleccionar a los “hombres” para un cargo gerencial, debe tener criterios para reconocer a las “mujeres” y a los “hombres”. ¿Cuáles podría utilizar? Antes se estilaba la fotografía. Ahora que ya no es tan común, tendrá que basarse probablemente en el nombre. 4) Para que un grupo de personas desde un balcón pueda gritarle “maricón” a un “hombre” que viste de rosa y plumas, deben estar en condiciones de reconocerlo como un “hombre”. ¿Qué criterios utilizarán para ello? El cómo se vea, que lleve barba, sus proporciones corporales, la forma de caminar, etc. Todos estos ejemplos vienen a mostrar cómo la normatividad patriarcal opera precisamente a través de lo que se muestra en instancias concretas. Quien quiera oprimir utilizará la norma para identificar y, luego, disponiendo de esos criterios, hará uso de ella para oprimir: dado que, a partir de lo que se ve, de la performance, reconozco que esta persona es “mujer” puedo entonces acosarla (en mi calidad de persona que acosa “mujeres”); dado que reconozco que la persona del internet es una “mujer”, puedo entonces insultarla y decirle “puta” o “zorra”. Pero la norma también admite grados de variabilidad a los que las personas tienden más o menos, y que también pueden fundar distintas opresiones: reconozco que la persona que tengo en frente es “un hombre” y, por consiguiente, no puede vestir “como mujer”; reconozco que la persona de allí es “mujer”, pero sus rasgos (el llevar el cabello corto, el exceso de vello facial, etc.) la hacen ver “masculina”. Dado que el sentido de “hombre/mujer”, además, no sólo tiene carácter normativo, sino también cognoscitivo, los grados de variabilidad pueden confundirse con el carecer de evidencias para juzgar qué se tiene en frente. Esto es lo que ocasiona esas situaciones bien conocidas, con las que se hace parodia aún hoy: la persona que se acerca para cortejar a la “mujer” que ve de espaldas y descubre, al girarse, que es un “hombre” con el pelo largo; la chica lesbiana que conoce a “Andrea” en internet y, luego, descubre que es un “hombre” italiano, etc.
Un caso que es digno de comentarse, y que ocurre en el marco de la normatividad patriarcal, es el fenómeno que se denomina cispassing, que hace alusión a cuando una persona trans es reconocida como el sexo/género al que aspira realizar su transición; en otras palabras, que las personas no se den cuenta que es trans. ¿Cómo se explica el fenómeno del cispassing? En el marco de lo que se ha sugerido, la comprensión es relativamente sencilla. Antes que todo, hay que decir que no existe el cispassing absoluto, porque, repitámoslo, todo reconocimiento ocurre en situaciones concretas. Un “hombre trans” que habla con un tono de voz convincentemente “de hombre”, podrá hacer cispassing en una llamada telefónica. Una “mujer trans” puede ser víctima de piropos vertidos desde un balcón en la medida de que, desde esa distancia, por su cuerpo, ropa, cabello, etc., pueda ser reconocida como “mujer”. Es una hipótesis plausible el sugerir que, como sugiere la literatura, los “hombres trans” luego de la transición hormonal adquieren mejores niveles de salud mental que las “mujeres trans”[4], precisamente porque las hormonas hacen emerger las características propias de una performance de “hombre” más notoriamente que en el caso de las “mujeres trans” (el caso del cambio del tono voz, por ejemplo, es expresivo en esto). Lo que muestra el fenómeno del cispassing es que es, precisamente, la performance y el cómo ésta es juzgada de acuerdo a las normas patriarcales, determina tanto la identificación de un sexo/género (es decir, literalmente, si se es “hombre” o “mujer”) y, ulteriormente, las posibilidades de opresión.
Resulta, sin embargo, necesario ampliar estas consideraciones respecto de la normatividad patriarcal. En el momento en que se describió la normatividad patriarcal en el trabajo anterior, no se tuvo en cuenta los efectos del integracionismo reformista propio de las dinámicas patriarcales, precisamente para garantizar su supervivencia. Es necesario, por esto, tomar conciencia de la posibilidad de concebir lo trans fuera de la normatividad trans, sino dentro de la normatividad patriarcal. ¿Pero cómo esto? Para comprenderlo, habrá que hacer una distinción dentro de la normatividad patriarcal: la que podríamos llamar la normatividad patriarcal conservadora y la normatividad patriarcal progresista o liberal. Ahondemos en ello.
Para la normatividad patriarcal conservadora no existe la gente trans. Las personas, de acuerdo a la performance y a lo efectiva que sea esta para encajar dentro de la normas, son “hombres” o “mujeres”, y ya está. Este el modo de pensar propio del feminismo radical que puede utilizar eslóganes tan vejatorios como tratar a las “mujeres trans” como “hombres con vestido”, al igual como lo haría cualquiera neonazi o sacerdote. Desde la normatividad patriarcal liberal las cosas tienen una capa más de complejidad. Esta posición está a medio camino entre la normatividad patriarcal y la normatividad trans. Sigue siendo patriarcal porque sigue concibiendo que la pertenencia a un género/sexo depende de realizar determinada performance, pero su criterio de evaluación hace malabares entre el resultado de la performance y la intencionalidad de esta. Me explico. Quien opera con esta normatividad admite la existencia de la gente trans. Una persona trans es aquella que, en términos de performance, es reconocida como perteneciendo a un sexo/género, pero en término de intencionalidad, se reconoce como perteneciendo al sexo/género contrario. En estos casos, precisamente porque es una posición progresista/liberal, la intencionalidad prima sobre el resultado de la performance. De esta forma, el progresista reconoce a esta persona como “mujer” en base a su performance, pero observa que tiene el pelo corto, usa ropa “masculina” y utiliza pronombres masculinos y, por consiguiente, al captar la intencionalidad que está detrás de estas acciones, admite tratarle como “hombre”. En qué medida el progresista puede captar esta intencionalidad está absolutamente subordinado tanto a la situación en la que ocurre en el encuentro con la persona trans, el modo en que se despliegue la performance y qué tan a medio camino entre la normatividad patriarcal conservadora y la normatividad trans esté. Normalmente, quienes encarnan esta posición no están en condiciones de reconocer que este “hombre” es una “mujer trans” si es que no performa determinados predicados pertenecientes al estereotipo que son las “mujeres” (si no “se viste como mujer”, no se pinta las uñas, no usa ni nombre ni pronombres femeninos, no puede ser una “mujer”).
La posición trans y los límites del concepto de identidad
Sobre la posición trans, hay poco que decir adicional al artículo anterior. La normatividad trans sostiene que ser “mujer” u “hombre” responde a una mera autoidentificación, sin ningún tipo de exigencia performativa. Es decir, para poder reconocer que una persona es una “mujer” o un “hombre”, basta con que la persona afirme lo que ella es, para que a mí, si encarno esta forma de normatividad, me baste para reconocer a la persona como “mujer” u “hombre”. Esta es la posición más radical fuera de la posición, defendida por el anarquismo queer, en favor de la abolición del género. Su radicalidad se basa en que elimina el componente esencialmente opresivo de la normatividad patriarcal, relativo a la serie de exigencias a los que los sujetos se tienen que amoldar para ser lo que se supone que son. Sin embargo, esta posición tiene de virtuosa lo mismo que tiene de absurda, y nos invita a tratar de superarla.
El problema de la normatividad trans es que vacía de contenido los términos de “hombre” y “mujer”, de tal forma que ellos no significan absolutamente nada. No hay nada esencial que diferencia lo que es una mujer de lo que un hombre para esta normatividad. Algunas personas exponentes de esta posición sostienen que la “mujer” o el “hombre” que somos es algo que reside en nuestro mismísimo interior, y eso es lo que determinará que queramos ser reconocidos como “hombres” o como “mujeres” independiente de la “expresión género”. Sin embargo, esto no deja de ser una mera excusa para no sacar la conclusión, mucho más radical y mucho más obvia: los mismos términos de “mujer” y “hombre” carecen de sentido y el objetivo, en la medida de que queramos mantener nuestra aspiración antijerárquica, radica en que nos deshagamos de ellos, para velar que cada quien pueda actuar, presentarse, vestirse, etc., como desee, sin siquiera tener que reivindicar qué se supone que somos. Que nuestras acciones sean las que hablen por nosotros. La normatividad trans es simplemente el abolicionismo de género en etapa de feto.
En “Desesencialización del feminismo anarquista: lecciones del movimiento transfeminista” J. Rogue[5] ha sostenido que es necesario tener una actitud crítica respecto de posiciones, y aquí entran tanto la patriarcal liberal como la trans, que buscan reivindicar un concepto de identidad que se base más en una oscura interioridad, en lugar de en prácticas. Esto porque conllevan una cristalización de las identidades, sin mencionar que remiten a una interioridad de tintes metafísicos. Por mi parte, creo que la crítica al concepto de identidad, concretamente en este ámbito, debería sustentarse en algo más sencillo. Es claro que todas las personas queremos vivir nuestra vida actuando como más nos acomoda y autodeterminarnos tanto en lo más vital y trascendental, como en lo más insignificante. La aspiración que tiene el abolicionismo de género que defendemos consiste en algo tan simple como reivindicar que cada ser humano pueda vivir como le acomoda. La idea de comodidad puede sonar impropia y poco técnica, pero es porque el patriarcado ha convertido en predicados importantes de las identidades que nos impone cosas que no dejan de ser meran nimiedades. Si nos despojáramos de las imposiciones provenientes de la sociedad patriarcal y comenzáramos a vivir acorde a como nos acomoda, es muy probable que, al momento de pensar el núcleo de los que nosotros somos, eso que resulta lo más vital de cada uno, no será el decidir si usar falda o pantalón, si pintarnos las uñas o no afeitarnos el bigote. Si realizar estas prácticas se ha convertido en algo que da la impresión de ser tan importante (véase los casos en que una persona trans comienza a transicionar en público) es porque el patriarcado ha venido a poner reglas sobre los aspectos más intrascendentes de la vida misma. Queremos abolir el género para poder ocuparnos de lo que realmente importa, para que nadie se preocupe de vigilar lo superfluo[6].
¿Tiene sentido seguir hablando de cis/trans fuera de la normatividad patriarcal y trans?
El anarquismo queer existe precisamente como movimiento que lucha por la abolición del patriarcado en vista de destruir la dominación y las jerarquías al interior del estilo de vida. Hay una serie de consideraciones que pueden hacerse respecto de la praxis anarquista-queer y de cómo éstas se alinean dentro de las políticas prefigurativas por las que aboga el anarquismo contemporáneo. Aquello debe ocuparnos en otro momento[7]. Lo que es necesario comprender es que el ser una persona trans tiene sentido a la luz de lucha por emancipar nuestro modo de vivir, precisamente porque seguimos habitando un mundo patriarcal.
Hagamos antes una precisión, también con la intención de cuestionar al feminismo radical. El feminismo radical ha comprendido inadecuadamente la liberación de nuestro modo de habitar la vida cotidiana, comprendiendo que debemos hacer precisamente lo opuesto a lo que se nos prescribe desde el patriarcado. Esto no deja de pensar el problema de la liberación en los mismo términos del patriarcado en la medida que interpreta una vida no-patriarcal como una que performa determinadas acciones y características. Es por esto que el feminismo radical, es necesario decirlo, no comprende la abolición del género, ni mucho menos la naturaleza de lo trans. Desde el anarquismo queer como indicaré de inmediato, la expresión cis debe ser abandonada y la expresión trans debe ser reivindicada.
Si queremos que cada persona viva como quiera, y si comprendemos que cada acción que realizamos en nuestra vida cotidiana está situada en distintos espacios con distintas lógicas, resulta claro que una persona que no es trans es aquella que se comporta, en términos de presentación, ropa, gustos, sexualidad, etc., de tal forma que no frustra ninguna expectativa del resto. Esto puede ser porque quienes nos rodean tienen unas expectativas que precisamente calzan con lo que nos acomoda hacer (y es por eso que, a pesar de que la feminidad se impone a las “mujeres”, no hay nada pernicioso en que a una “mujer” le acomode “ser femenina” (más allá de que sí es pernicioso que existan esas expectativas)), o bien, porque quienes nos rodean no operan de acuerdo a la lógica patriarcal y, por consiguiente, no tienen ninguna expectativa respecto de nosotros. La expresión “cis” ha de ser abandonada porque el que nuestro modo de actuar no choque con una expectativa ajena no es una propiedad nuestra, sino de la situación. Queremos, en un sentido muy particular, que todo el mundo sea cis, resultado de la caída de todas las expectativas. Sin embargo, la expresión “trans” denota lo opuesto, la persona que se presenta de un modo que frustra las expectativas del entorno en un determinado espacio. Nadie es, a secas, trans; nadie es una disidencia sin más. Cualquier persona puede, en un momento dado, estar inmersa en una situación particular donde alguien expecta de ella algo que no está performando, y en ese sentido esa persona está siendo, en ese momento, trans (piénsese cuando las personas disidentes vamos a visitar a la abuela que nunca vemos). Sin embargo, cuando estamos, por ejemplo, entre nuestras buenas amistades, nuestros vínculos amorosos, nuestros espacios seguros, no somos trans, somos simplemente nosotros mismos, esto que queremos ser sin que a nadie le importe.
[1] Disponible en: https://es.theanarchistlibrary.org/library/madelyyna-zicqua-lucha-trans-y-anarquismo-queer
[2] En mi “Lucha trans y anarquismo queer.
[3] Esta distinción sólo es posible una vez se ha asumido una actitud científica, que implica una determinada metodicidad. Esta, como resulta obvio, no es propia de la vida cotidiana, y el patriarcado existe incluso desde antes del nacimiento de la misma ciencia.
[4] Véase Lena Jellestad et al. (2018). “Quality of Life in Transitioned Trans Persons: A Retrospective Cross-Sectional Cohort Study”, Biomed Res Int. doi: 10.1155/2018/8684625
[5] Disponible en: https://es.theanarchistlibrary.org/library/j-rogue-desesencializacion-del-feminismo-anarquista-lecciones-del-movimiento-transfeminista
[6] Hay algunas consideraciones interesantes que se pueden hacer respecto del fenómeno del no-binarismo a la luz de las normatividades ya revisadas. Algo ya avancé sobre esto en mi “Lucha trans y anarquismo queer”. Sin embargo, estimo oportuno desarrollar más pormenorizadamente ese tópico en un texto independiente.
[7] Lo traté en mi texto “Praxis prefigurativa anarquista queer”. Disponible en: https://www.portaloaca.com/pensamientolibertario/textosanarquismo/praxis-prefigurativa-anarquista-queer/
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Fotografía: Portal oaca