Por: Luciano Concheiro.Revista de la Universidad de México. 26/10/2017
A Álvaro Matute, quien me enseñó que la historia (de la historia) importa
La anécdota se repite a menudo. En 1972, durante la visita del presidente Richard Nixon a China, alguien le preguntó al primer ministro Zhou Enlai su opinión sobre la revolución francesa. Después de una pausa, respondió lacónicamente: “Es demasiado pronto para valorarla”. Como las buenas anécdotas, que en sentido estricto son dispositivos de síntesis, al parecer es poco exacta (cuentan ahora que Enlai dio esa respuesta porque creyó que le preguntaban sobre los hechos sucedidos durante el 68 francés). La fidelidad de la anécdota poco importa en tanto mantiene su capacidad para condensar una serie de problemas clásicos de la teoría de la historia: ¿cuánto tiempo debe transcurrir para que podamos valorar o comprender una revolución (léase, un evento histórico)? ¿Cómo entender un proceso cuyas consecuencias siguen en marcha, un proceso que sigue sucediendo? En términos epistemológicos, ¿la distancia temporal del sujeto cognoscente con el momento histórico que estudia resulta positiva o negativa? ¿Cómo escribir la historia del presente?
Algunos creen que a veces los eventos mismos nos fuerzan a dejar de lado la prudencia de los que esperan el transcurrir del tiempo para valorar la historia. Argumentan que, en ocasiones, la lógica de la historia se muestra en el devenir mismo de los acontecimientos. Afamadamente, Hegel dijo:
La lectura del periódico por la mañana temprano es una especie de oración matinal realista. Uno orienta su actitud para con el mundo bien en Dios o bien en aquello que el mundo es. Ambos proporcionan la misma seguridad: saber a qué atenerse.
Yo sólo tengo claro algo: frente a la historia de las resistencias, más que palabras, hay que “preparar los pies”, “abrir los ojos” y tener el “oído atento”.
Con la lucha zapatista sucede que desde el 1 de enero de 1994, desde su declaración de guerra, quedó clara su potencia y densidad histórica. Su grito (¡ya basta!) irrumpió como un terremoto: fue un acontecimiento que quebró la historia del país en dos. Al mismo tiempo sucede que su lucha continúa, que su historia es una historia viva. Su movimiento telúrico nos sigue sacudiendo.
La lucha de los zapatistas atraviesa un momento singular —aunque no del todo inédito—. Hace unos cuantos meses decidieron que apoyarían la iniciativa del Congreso Nacional Indígena (CNI) de lanzar a María de Jesús Patricio, mujer indígena de origen nahua, como candidata independiente a las elecciones presidenciales de 2018. En sentido estricto, Marichuy, como se le conoce, es la vocera de un Concejo Indígena de Gobierno, conformado por concejales provenientes de las distintas tribus, pueblos y naciones que forman parte del CNI y regido por siete principios (“servir y no servirse, construir y no destruir, obedecer y no mandar, proponer y no imponer, convencer y no vencer, bajar y no subir, representar y no suplantar”).
Matt Verges, Tierra y libertad, 2010
Hay que subrayar lo que algunos medios de comunicación, casi con un afán sensacionalista, han soslayado. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y las comunidades zapatistas no son lo mismo que el Congreso Nacional Indígena. Este último reúne a pueblos indígenas del país entero y funciona bajo sus propios principios. Fue fundado un simbólico 12 de octubre (de 1996)
planteándose ser la casa de todos los pueblos indígenas, es decir, un espacio donde los pueblos originarios encontráramos el espacio de reflexión y solidaridad para fortalecer nuestras luchas de resistencia y rebeldía, con nuestras propias formas de organización, de representación y toma de decisiones.
De alguna manera, los ataques a la iniciativa del CNI eran predecibles. Estaba más o menos claro que en un país racista, clasista y misógino como lo es México, causaría resquemor la idea de que una mujer indígena sin trayectoria en la política electoral o la administración pública fuera propuesta para ser presidenta. También estaba claro que aquellos que sintieran que perjudicaría sus intereses electorales (es decir, las izquierdas institucionales) responderían agresivamente. En este sentido, es probable que lo más singular haya sido que la iniciativa fue celebrada por varios sectores e individuos que, en términos ideológicos, se oponen abiertamente al CNI y al zapatismo. Algunos de éstos leyeron el anuncio de su participación en los comicios del año que viene como un arrepentimiento. Más claramente: como una aceptación de la vía electoral como el mejor camino para la transformación de nuestra maltrecha realidad. No obstante, si se presta la mínima atención a lo que han dicho y escrito los miembros del CNI últimamente, es claro que no existe tal esperanza en el terreno electoral. Casi diría: todo lo contrario. Han manifestado: “nuestros sueños no caben en sus urnas”. Lo que buscan es develar la crisis estructural del sistema electoral y, de paso, implosionarlo: romperlo hacia dentro. Las palabras de María de Jesús Patricio Martínez son contundentes:
siempre los de arriba hacen su festejo en el tiempo electoral, siempre solamente deciden si organizan, y usan al pueblo porque quieren el voto. Por eso se decide participar y llegar, y voltearles pues. Otra forma de hacer política de los pueblos indígenas, a la forma como las comunidades se han venido organizando. Por eso se dice: vamos a echarles a perder la fiesta, porque ellos son los únicos que deciden, piensan y usan, imponen, no toman en cuenta y desde ahí planean pues toda la destrucción de, no solamente las comunidades, sino de toda la sociedad. Entonces, planteamos participar de esa fiesta, pero no para estar con ellos, sino para echárselas a perder, para nosotros imponer otra forma.
Congreso Nacional Indígena
Juan Villoro lo ha explicado con claridad: la propuesta de apoyar una candidatura independiente “en modo alguno vulnera la voluntad del EZLN de mantenerse al margen de la conquista del poder. ‘Para nosotros, nada’ es su consigna. Estamos ante un gesto simbólico, provocado por la digna rabia de quedar al margen de las grandes decisiones del país”.
Unos meses atrás viajé, junto con un grupo de amigos, a San Cristóbal de las Casas para asistir al seminario de reflexión crítica “Los muros del capital, las grietas de la izquierda” convocado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Presiento que, en el fondo, varios de nosotros íbamos en busca de respuestas. Supongo que esperábamos obtener algunas directrices políticas de aquellos a quienes tanto admiramos. Rutas de escape para estos momentos críticos. Lo que encontramos, no obstante, fue una nueva pregunta: “¿Y tú qué?”. Es decir: “organízate, lucha y trabaja, con resistencia y rebeldía. Organízate pueblos originarios del mundo. Organízate ciudadanos pobres. Nos organicemos mundo pobre.” O si se prefiere: “Construyamos nosotras y nosotros el mundo donde habrá vida. Para eso hay que estar organizados y organizadas”. No menos importante: encontramos un llamado a la irreverencia y a la creatividad (deberíamos decir: a la irreverencia creativa). “Así como no nos pidieron permiso si nos van a explotar, pues así no hay por qué pedir permiso de cómo vamos a organizarnos en contra de esa explotación.” Y en paralelo: “¿por qué ellos —o sea los capitalistas—, por qué ellos sí cambian de cómo hacer la explotación? ¿Por qué nosotros no cambiamos de cómo luchar para salvarnos en esto?”.
En un ensayo escrito hace algún tiempo, Pablo González Casanova ya argumentaba que
la lucha por la construcción del poder, desde las más pequeñas comunidades y municipios, hasta zonas y regiones articuladas, es la lucha concreta de los zapatistas. Constituye una contribución muy importante para el aumento de la fuerza necesaria en la transición a un mundo nuevo sin que se sostenga una “teoría general” de que en todas partes, todos, todo el tiempo construirán la transición de la misma manera, lo cual sería un absurdo en el que caen quienes se olvidan de la enormidad y variedad del mundo. Al mismo tiempo, esa posición de los zapatistas ni es antipartido ni busca fundar un partido. Los zapatistas no se proponen fundar un partido que encabece a un bloque para la toma del poder del Estado, ni quieren luchar en las elecciones como un nuevo partido del Estado. Buscan recorrer el nuevo camino de construcción de comunidades y redes de comunidades autónomas.
No conocemos el desenlace que tendrá la iniciativa del Congreso Nacional Indígena. Ni siquiera conocemos aún algunos detalles fundamentales: no se sabe, por dar el ejemplo más evidente, si se lograrán reunir bajo las normas impuestas por el Instituto Nacional Electoral las firmas necesarias para registrar de forma oficial a Marichuy como candidata a la presidencia. No obstante, es cierto que suceda lo que suceda los pueblos originarios, con su rebeldía y dignidad, han logrado sacudir al país entero una vez más. Tenía razón Silvia Rivera Cusicanqui cuando dijo que una candidatura indígena
puede alborotar el sueño de los poderosos y, por otro lado, alimentar qué es nuestro proyecto y cómo se lo decimos a la masa de despistados que está cargada con sus celulares, envilecidos por el consumo. Creo que estas iniciativas pueden seducir y sanar almas, cuerpos, generar creatividad epistémica en chicos jóvenes de universidades, porque hay potencial para moverle el piso al poder.
El Congreso Nacional Indígena nos vuelve a recordar que quien aspire a un cambio verdadero debe mirar más allá del capitalismo. Que, retomando la terminología del pasado, el reformismo no alcanza. Su lucha, han insistido, proviene de abajo y a la izquierda, que es anticapitalista —un concepto que, al parecer, los miembros de las izquierdas institucionales mexicanas ni siquiera conocen—. Éste es, no hay duda alguna, el rasgo fundamental de su lucha.
En estos tiempos donde la hidra capitalista avanza y avoraza todo lo que está a su alcance, hemos decidido que ha llegado el tiempo de los pueblos, de hacer vibrar este país con el latir del corazón de nuestra madre tierra. Porque el cuidado de la vida y de la dignidad es nuestra obligación, a la que sólo podemos responder de forma colectiva.
La espera ya es prácticamente imposible. La lucha de los pueblos originarios de México, al igual que lo hizo Walter Benjamin, reafirma que el Mesías no debe ser aguardado más tiempo. O, más bien, utilizando las palabras de Michael Löwy, reafirma que “no hay Mesías enviado del Cielo: nosotros mismos somos el Mesías; cada generación posee una pequeña porción de poder mesiánico, que debe luchar por ejercer”.
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Fotografía: revistadelauniversidad