Por: Luis Armando González. 10/05/2024
En estas líneas el foco de atención recae sobre esa interesante etapa histórica de Occidente denominada Renacimiento. Sin embargo, no se llega a este momento histórico como por arte de magia; en la historia previa, se gestan ideas que van a ser retomadas, redefinidas y cambiadas por los hombres y mujeres que dieron vida a la cultura renacentista en los siglos XIV y XV. ¿Qué es el Renacimiento? ¿Por qué se lo considera un “giro epocal”? ¿Qué es el neoplatonismo? ¿Cuáles son los aportes dados por San Agustín y Plotino a la cultura occidental? ¿Cuáles fueron los aportes de Marsilio Ficino y Pico della Mirándola al humanismo renacentista? ¿Cuáles son los rasgos de la sensibilidad en esa época? ¿Cómo se ven el cuerpo y la naturaleza? ¿Cómo se entiende el conocimiento? Estas las preguntas que guiarán las reflexiones y temas desarrollados a lo largo de estas notas.
1. Nociones introductorias sobre el neoplatonismo
Antes de exponer las ideas y planteamientos de San Agustín, es preciso anotar que este autor estuvo fuertemente influido por el pensamiento de Platón, lo cual no fue exclusivo de él. En efecto, en el marco de la crisis, una importante crisis, en el imperio romano —hacia los siglos II y III d. C.— se produce una vuelta a las tradiciones helénicas (griegas). Y, sobre todo, se recupera a Platón, pero con un fuerte énfasis en su teoría del conocimiento. Justamente, al movimiento que lleva a la actualización de la tradición platónica se le llama “neoplatonismo”, que puede ser visto como un puente entre el racionalismo griego y el racionalismo moderno. Lo anterior no quiere decir que antes de estos siglos las tradiciones griegas no fueran influyentes en Roma; por supuesto que sí: desde los primeros contactos de Roma con Grecia (siglo II a. C.), la cultura griega cautivó a los romanos. Sin embargo, en el contexto de la crisis de los siglos II y III d. C., que se agrava en los siglos siguientes (una crisis que además de componentes políticos administrativos tenía componentes morales) se agudiza la necesidad de mantener vivo el legado filosófico griego, pero en una dirección fuertemente platonizante.
El neoplatonismo tiene un representante por excelencia: Plotino (204-270 d. C). Este autor insistió en la teoría platónica de las ideas como lo más importante de la realidad. Enfatizó la “espiritualización” de la realidad y proclamó la “renuncia del cuerpo”. Esa “realidad espiritual” tiene una jerarquía, en cuya cima está lo bueno o el bien: lo “Uno-todo”. Ese “Uno-todo” se desborda hacia el mundo y lo ilumina, lo cual hace posible su cognoscibilidad. Las “almas individuales” tienen que elevarse, en sentido opuesto a la emanación de la luz, hacia la contemplación mística en la que consiste la unión con lo supremo. Los neoplatónicos, por último, rechazan a la materia por considerarla el Mal. De aquí que, como contrapartida, rechacen los sentidos (la sensualidad) como fuente de conocimiento: este se logra no de un modo racional, sino extáticamente, es decir, mediante el contacto del alma humana con el “Uno-todo”. Por supuesto que este “contacto” —esa unión mística— no era posible para todos: sólo los que renunciaran a la carne podían hacerlo. En fin, con ello, el tema de la subjetividad —el gran tema moderno— hace su aparición en la historia del pensamiento occidental.
El siglo siguiente a la muerte de Plotino nace San Agustín (354-430 d. C.), en cuyo pensamiento se hacen presentes los temas y problemas que desvelaron a su antecesor. La enorme capacidad de escritura y de racionalización de San Agustín le permitió poner en limpio, con claridad y argumentos lógicos, lo que en Plotino estaba impregnado de misticismo. De todos modos, lo relevante en este momento es retener la idea de que el neplatonismo fue un movimiento intelectual de los primeros siglos de la Era cristiana en el que se recuperan y ponen en circulación, en un contexto influido por el cristianismo, el pensamiento de Platón. En cierta manera, el cristianismo es interpretado en clave platónica y de ello se deriva un “cristianismo platonizado” que tendrá un enorme peso en los siglos posteriores. Plotino es el “neoplatónico” más conocido, pero hubo otros no menos influyentes, entre quienes cabe mencionar a Porfirio (232-304 d.C.), Amonio Saccas (175-242 d.C.), Jámblico (245-325 d.C.) e Hipatia (355 o 370-415-416 d. C.). San Agustín se inscribe, por mucho de su pensamiento, en la tradición neoplatónica. A continuación, se aborda la visión de la realidad y del ser humano en este pensador cristiano. Pero antes es oportuno destacar las razones por las cuales este autor merece una atención tan detenida.
Pues bien, San Agustín fue quizás el primer pensador que formuló no sólo una visión de la estructura y funcionamiento de Iglesia católica, sino que elaboró un planteamiento teológico que justificaba el poder eclesial en una época en la cual ese poder no tenía contornos claros. Esto sucedió en siglos posteriores, cuando se derrumba el Imperio Romano y se configura la Edad Media. San Agustín preparó a la Iglesia católica para los tiempos futuros; eso lo convierte en el primer gran ideólogo del catolicismo, cuya huella está presente en la Iglesia católica actual. Supo situarse en el contexto que le tocó vivir, entendiendo las dinámicas que recorrían a la Roma de su tiempo. Como José Juan García (2018), anota:
Agustín vivió en épocas convulsionadas, su corazón de pastor veía injusticias y torturas, maltratos y hasta saqueos. Intentó entonces con su palabra y acción introducir cambios estructurales o sistemáticos en instituciones políticas de una sociedad dominada por el Imperio Romano. Su tarea pastoral y política hay que entenderla como el logro de una serie de cambios estructurales dentro de los mecanismos políticos, instituciones y políticas de una sociedad, como los que se refieren a las leyes, impuestos, educación, ejército, seguridad pública, justicia criminal, ambiente, asistencia social y derechos humanos y civiles. Su mirada era promover justicia social tratando de cambiar estructuras políticas injustas. Cuando dicha acción político-social se vive como respuesta al Evangelio y en comunión con la Iglesia, se convierte en una actividad apostólica y pastoral, este es el caso de San Agustín. Su acción política-social fue una actividad eclesial y pastoral, una forma profunda de evangelización. Por lo que él nunca vio dicha acción política como una forma de comprometer su rol de obispo católico. (p. 131).
2. San Agustín y su obra
En opinión de Agostino Trapé, “San Agustín es el más grande de los Padres y uno de los genios más eminentes de la humanidad”. Juicio compartido también por R. Sierra Bravo cuando escribe: “es el más grande de los Padres de la Iglesia y uno de los pensadores más destacados de todos los tiempos”. Y en modo alguno exageran estos autores cuando hacen tales afirmaciones. La influencia de San Agustín (354-430 d. C,) en la cultura occidental puede ser comparada con facilidad con la ejercida por el mismo Aristóteles (Trapé, 1978; Sierra Bravo, 1967). Más aún, la cultura occidental –como síntesis de la tradición cultural grecorromana y la tradición cultural judeocristiana— comienza a adquirir sus perfiles más propios en las elaboraciones (teológicas, filosóficas, místicas, poéticas y doctrinales) de este gran pensador de Hipona. Su obra teológica es la que mejor refleja la densidad y amplitud de sus reflexiones. El impacto y trascendencia histórica de la misma no hace sino confirmar su hondura teológica.
La obra teológica de San Agustín es de las más vastas que haya podido producir una sola inteligencia. Entre libros, cartas y tratados su producción teológica sobrepasa los 400 escritos (Trapé, 1978). Asimismo, estos escritos –aparte de las diversas ediciones y traducciones de que han sido objeto— han despertado –y despiertan aún ahora— el interés de teólogos y filósofos, que siguen encontrando en ellos motivos de reflexión y de profundización en sus campos de saber respectivos. En lo que toca al impacto y transcendencia histórica de la obra de San Agustín, es más que reconocida su incidencia en la evolución del dogma y la eclesiología. Es así que ha merecido el respeto y la admiración de diferentes papas, desde Celestino 1, pasando por Bonifacio II y Juan II, hasta León XIII, Pío XI y Pablo VI. Asimismo, “los Concilios –el de Orange, sobre el pecado original y la gracia; el de Trento, sobre la justificación; el Vaticano I, sobre las relaciones entre razón y fe, y el Vaticano II, sobre el misterio de la Iglesia, la revelación y el misterio del hombre— han recurrido abundantemente, sobre todo el primero, a su doctrina, mostrando así que no era de Agustín sino de la Iglesia, la cual, en consecuencia, la reconocía como propia” (Trapé, 1978).
Todo lo anterior hace interesante introducirse en el pensamiento teológico del Obispo de Hipona. Lo cual ciertamente no es fácil, dada la diversidad de problemas tratados por este autor en el conjunto de su obra. Hay, sin embargo, algunos motivos que se pueden estimar como claves y significativos en su pensamiento. Estos motivos se pueden agrupar en tres tópicos:
a) Las controversias con los maniqueístas, los donatistas, y los pelagianos;
b) La temática de las virtudes teologales; y
c) La problemática eclesiológica.
Se abordará someramente cada uno de esos tópicos, a sabiendas de que se dejan de lado aspectos esenciales del pensamiento de San Agustín. Pero los temas elegidos son lo suficientemente importantes como para merecer atención. Más aún, el mero hecho de ser elementos presentes en el pensamiento de San Agustín garantiza el enriquecimiento mental de quien hace el esfuerzo por comprenderlos. En más de una ocasión Ignacio Ellacuría sostuvo que los grandes autores son grandes porque, ante todo, enseñan a pensar; incluso más, decía él, hay que acercarse a los grandes autores, estemos o no de acuerdo con los contenidos que proponen, para aprender a pensar. Esta es una buena razón para acercarse al pensamiento de San Agustín.
2.1. Las controversias de San Agustín
San Agustín elaboró buena parte de su obra teológica en confrontación con otras perspectivas teológicas y filosóficas de su tiempo. En concreto, se enfrentó con los maniqueos, los donatistas y los pelagianos. De estas controversias fueron surgiendo contenidos teológicos originales, que han constituido un aporte fundamental al desarrollo de la teología occidental.
A. Contra los maniqueos
Una obra clave para comprender esta controversia agustiniana lo constituye la obra: De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos (De moribus ecclesiae catholicae et de moribus manichaeorum), cuyo propósito es “quitar la máscara de virtud con que se cubrían los santos o elegidos maniqueos, para que aparezca en toda su desnudez la hipócrita austeridad, junto con la verdad de su increíble y universal corrupción”. Pero San Agustín avanza mucho más en su crítica a la “podredumbre” maniquea (Prieto, 1975). Este autor “opone a ella la verdadera santidad de las costumbres cristianas en su doctrina y en su práctica; pues así se ve mejor, a la luz de los resplandores y atractivos irresistibles de la heroica santidad de la Iglesia Católica, la fealdad y repugnancia de la tan decantada santidad de las costumbres maniqueas”. La polémica se dirige, pues, contra las costumbres maniqueas, a las que se oponen las costumbres cristianas. Es decir, se trata de una polémica fundamentalmente ético-moral. “Los maniqueos –dice San Agustín— usan principalmente dos artificios para seducir a los sencillos y pasar ante ellos como maestros: uno la censura de las Escrituras, que entienden o pretenden entender muy mal; y el otro, la ficción de una vida pura y de continencia admirable. Yo he resuelto, en consecuencia, tratar de la vida y costumbres de la Iglesia Católica; y comprenderá quien lo leyere qué fácil es simular la virtud y qué difícil poseerla con perfección”. Ahora bien, ¿quiénes son los maniqueos y cuál es su doctrina?0
Los maniqueos son los que defienden y propagan la doctrina de Mani (nacido en Babilonia el año 215 o 216) en tiempos de San Agustín. Los discípulos de Mani forman una secta caracterizada por la “austeridad moral”, la “luz” que prometen dar acerca de los “secretos de la vida y la naturaleza” y la “esplendidez de su culto”. Esta “vida moral” (y “sabia”) se alimenta de elementos budistas, cristianos zoroástricos y gnósticos, que han sido sistematizados, transformados y deformados. El principio de esta sistematización es un agnosticismo de tipo dualista (Prieto, 1975).
“En la elaboración que éste sufrió por obra de Mani queda como fundamento la antítesis entre los dos principios supremos transformados en luz y tinieblas; y no sólo el principio de la luz, sino también el de las tinieblas, se desarrollan en una serie de eones, y de su mezcla se ha originado el mundo. Existe una región de la luz y otra región de las tinieblas o de la materia; y en el hombre, lo mismo que en el universo y en cada uno de sus elementos, se da una mezcla de los dos, luz y tinieblas”.
Por consiguiente, hay que “dar libertad a las partículas de luz cautivas en la materia y tinieblas, con el fin de que retornen a su propio reino, que es el cielo, de donde salieron”. El camino de esa liberación de la materia es señalado por Jesús. Los “elegidos” tienen que regirse por la “regla de santidad, cuyo símbolo son tres sellos: el de la boca, el de la mano y el del seno”. Es en estos tres sellos que fundamenta la ética maniquea: “En virtud del sello de la boca está prohibido a los discípulos de Mani introducir en la boca nada impuro, así como tampoco salir de ella… El sello de la mano prohíbe en absoluto a los sectarios de Mani matar y hacer todo lo que tanga algo de semejante con esta acción… El sello del seno es más importante que los demás, porque trata de oponerse a la propagación del mal” (Prieto, 1975). Los maniqueos propugnaban por una moral radicalmente austera. Tan austera que “sólo obligaba con todo su rigor a los santos y a los elegidos, porque constituía un ideal de santidad que la masa no podía realizar”. Por tanto, sólo los santos y los elegidos estaban en camino –e incluso participaban ya— del reino de la luz. Con la muerte, éstos tendrían garantizada “la entrada inmediata en el reino de la luz o paraíso”. Es decir, con la muerte los santos y elegidos –los buenos— se alejarán definitivamente del mundo de los pecadores, cuya suerte es “el infierno, con sus torturas eternas y sin esperanza”. Este proceso apunta últimamente hacia “la separación definitiva de los buenos y los malos, o sea de la luz y las tinieblas”, que se “hará esperar un número incontable de siglos, para el retorno a su origen de los eones luminosos, cautivos en el universo de la materia” (Prieto, 1975).
Este será el momento final de la evolución del universo: se liberará totalmente el principio de la luz de las ataduras de las tinieblas. “Al fin de los tiempos… un incendio universal se cebará sobre la tierra para purificarla y juzgarla. Con este acto final, las últimas partículas de luz todavía prisioneras de la materia serán puestas en libertad y subirán al cielo, mientras que la materia quedará informe y sin movimiento. Sobre el universo purificado reinará únicamente el principio bueno, sin temer invasión alguna de su contrario por toda la eternidad”. Esta visión maniquea de la realidad encuentra en San Agustín una serie de críticas importantes. Ante todo, éste se esfuerza por determinar la índole propia de la ética cristiana. Si la ética maniquea es una ética gnóstico-dualista (y de secta), la ética cristiana –dice San Agustín— se fundamenta en Dios, expresión radical del sumo bien: “El sumo bien del hombre es el que a la vez lo es del cuerpo y lo es del alma”. Ahora bien, Dios –como sumo bien— se ha donado al hombre en cuerpo y alma. Sin embargo, el hombre responde a esta donación de Dios esencialmente desde el alma, “única capaz de la virtud” y capaz, asimismo, de elevar la dignidad y perfección del cuerpo.
Es justamente la virtud la que hace al alma más perfecta; una virtud que se adquiere “siguiendo a Dios”. Es este seguimiento el que, en definitiva, hace de la vida humana una “vida feliz”. La virtud es, para el Obispo de Hipona, “la perfección del alma”. Esta perfección se logra en el seguimiento radical de Dios: “Este es el fin de la dirección y referencia de todos nuestros pensamientos. Dios es para nosotros la suma de todos los bienes, es nuestro sumo bien. Ni debemos quedarnos más acá ni ir más allá: lo primero es peligroso, y lo segundo, la nada” (Agustín 1975). El Dios de San Agustín es un Dios absolutamente bueno. Se trata de un único Dios que se caracteriza por ser la expresión del sumo bien. Desde aquí haga una severa crítica a las concepciones maniqueas.
“Con vosotros –les dice— no se puede hablar de un Dios sin restricciones, porque distinguís dos, uno malo y otro bueno. Y cuando decís que adoráis y se debe adorar al Dios que hizo el mundo, pero no el que ensalza la autoridad del Viejo Testamento, os cegáis descaradamente en la mala interpretación de los pensamientos y palabras que hemos recibido tan llenos de verdad y salud”.
Al ser Dios –expresión del sumo bien— el creador absoluto de todo lo existente, lo es también del mal. Es decir, “el mal procede del bien”. “Sin el bien no podría existir el mal. El bien que carece de todo mal es un bien absoluto; por el contrario, aquel al que está adherido el mal es un bien corrupto o corruptible; y donde no existe el bien no es posible mal alguno”.
Más severa aún es la crítica que apunta San Agustín en el siguiente texto:
“No entendemos como vosotros –les dice a los maniqueos— la Ley y los Profetas. Abandonad el error: el Dios de nuestro culto no es un Dios penitente, ni envidioso, ni pobre, ni cruel, ni sanguinario, ni vicioso, ni que tiene su domino reducido a una pequeña parte de la tierra. Sólo contra estas niñerías son vuestras largas y aceradas críticas; no nos llegan; son pensamientos de viejas o de niños lo que combatís con estilo tanto más ridículo cuanto más enérgico y vehemente. Quienes, seducidos por vosotros, pasan a vuestras filas, no condenan nuestra doctrina, sino demuestran que la ignoran totalmente”.
En definitiva, el dualismo gnóstico de los maniqueos los lleva a una conceptualización también dualista de Dios. El Dios bueno se entregaría a los “puros” y “santos”, es decir, a los elegidos, mientras que el Dios malo se impondría entre los pecadores. Ese dualismo gnóstico no puede menos que desembocar una ética de la pureza de tipo sectaria, sólo reservada a una minoría de privilegiados. Estamos, pues, ante un racionalismo fácil –que pretende separar nítidamente el bien y el mal, lo puro y lo impuro— que será condenado radicalmente por San Agustín. El Dios experimentado –más que reflexionado— por el Obispo de Hipona es un Dios radicalmente bueno; es decir, un Dios que quiere la felicidad total del hombre, en cuerpo y alma. Un Dios que a través de Jesucristo y su Espíritu se une a los hombres: “La santidad nos une a Él. Totalmente penetrados del espíritu de la santidad, nos abrasamos en la plenitud y perfección de la caridad, que es la única que causa la unión y la semejanza con Dios” (Agustín, 1975).
Estamos, en consecuencia, ante un Dios que quiere la salvación total de la humanidad, y no la salvación de unos cuantos sectarios que se sienten elegidos. De un Dios que es esencialmente bueno –es decir, que es el sumo bien– no pueden esperarse divisiones tan tajantes y nítidas entre los buenos y los malos –entre los santos y los pecadores. Sí que hay una santidad que es bien vista por San Agustín; la santidad que nace del “perfecto amor a Dios”, es decir, “el amor que se conserva íntegro e incorruptible para sólo Dios”. Es de aquí que San Agustín deriva las virtudes propias de la vida cristiana: la templanza, la fortaleza, la justicia y la prudencia, virtudes todas que están llamados a poseer todos aquellos que asuman como “un sagrado deber el amar a Dios”. A esto están llamados todos los hombres de la tierra, incluso las “almas que vuelan a ras de tierra” y a las que se tiene que elevar de “lo humano a 1o divino”.
B. Contra los donatistas
Como señala Congar (1963) uno de los objetivos fundamentales de la teología de San Agustín es “responder a las cuestiones suscitadas por el donatismo”. Para acercarse a esta polémica hay un escrito importante de San Agustín: De la unidad de la Iglesia (Epístola a los católicos contra los donatistas) (De unitate eclesiae. Ad catholicos epistola contra donatistas). Pero ¿quiénes son los donatistas y cuál es su doctrina? Los donatistas son los seguidores de Donato, quien fue Obispo de Cartago desde el 13 hasta el 347. Con Donato –hace notar Congar— “nació una Iglesia paralela, la ‘Iglesia de los mártires’, la Iglesia de los puros, que contaba con comunidades casi por todas partes, sobre todo en Numidia interior. Pero ya no se extendió más allá de África”. En el fondo, los donatistas desembocan en un cristianismo sectario. San Agustín opondrá a este sectarismo la universalidad y comunitariedad propias de la donación de Dios a los hombres. Es decir, San Agustín reivindicará la catolicidad de la revelación de Dios.
“Agustín no cesa de mostrar que Dios ha querido una Iglesia ‘tato orbe diffusa’. Y en este sentido aporta una treintena de textos de la Escritura. Desarrolla una teología de la catolicidad concebida como universal, teología que ya había formulado anteriormente en su crítica al maniqueísmo. La Iglesia es esencialmente la Catholica; no se es cristiano sino en la comunión con una unidad tan vasta como el mundo: estar en comunión con el mundo entero” (Congar, 1963).
El motivo fundamental de la polémica es claro. Los donatistas sostienen que la Iglesia, “fundada por Cristo y fertilizada con su sangre, ha degenerado sustancialmente por las indignidades de algunos de sus miembros y ha desaparecido de sobre la faz de la tierra, quedando como único reducto la facción de Donato”, San Agustín no acepta esto. Y lo hace en nombre de la universalidad y unidad de la Iglesia, es decir, en nombre de la catolicidad:
“Se discute entre nosotros dónde está la Iglesia, entre nosotros o entre ellos. La cual ciertamente es una sola, denominada por nuestros antepasados con el nombre de católica, para demostrar con sólo el nombre que se halla diseminada por todo el mundo”. Afirmar lo contrario es ir contra las mismas Escrituras: “las Santas Escrituras nos demuestran… cómo empezó la Iglesia por Jerusalén, se propagó luego a Judea y Samaria y de allí a todo el mundo, donde continúa creciendo, hasta que, finalmente, conquiste todas las gentes, donde aún no existe. Quien evangelizase otra cosa sea anatema”. “Y evangeliza otra cosa todo el que afirma que ha perecido la Iglesia y que permanece sólo en el África con el partido de Donato. Por tanto, sea anatema. O demuéstremelo por las Santas Escrituras, y entonces no sea anatema” (Congar, 1963).
Dicho de otra forma, “no les es permitido a éstos sospechar o afirmar lo que dicen: que todos los buenos han desaparecido del mundo, de tal modo que sólo existen ya entre los donatistas; porque van contra la terminante afirmación del Señor: el campo es este mundo; dejad que crezcan ambos hasta la recolección; la recolección es el fin del mundo”. Los donatistas se piensan los escogidos. Es decir, se sienten los limpios y “puros”. San Agustín se enfrenta críticamente a esta pretensión donatista.
“No se cansa de citar y explicar los textos evangélicos que contienen la idea de una Iglesia mezclada, eclesial mixta (…). La separación de buenos y malos no es corporal aquí abajo: en este plano están todos mezclados”. En este sentido, la separación entre buenos y malos al interior de la Iglesia no es tan nítida como parecen creer los seguidores de Donato. En la iglesia verdadera existen malos mezclados con buenos (San Agustín). “Poseemos incontables testimonios sobre la mezcla de los malos con los buenos en la comunión de los mismos sacramentos (…), sobre el escaso número de los buenos comparados con los muchísimos malos, a la vez que de la gran multitud de buenos si se los considera aparte, (pero) ninguna mezcla con los malos puede aterrar a los buenos, de suerte que quisieran como romper las redes y separarse de la unidad, a fin de no tener que soportar en la comunión de los sacramentos a los que no pertenecen al reino de los cielos; puesto que les mantiene la esperanza de que cuando lleguen a la orilla, esto es, al fin de los siglos, se llevará a cabo la debida separación, no precisamente según el temerario criterio humano, sino según el justo juicio divino” (Congar, 1963)
En definitiva, la separación entre buenos y malos –entre limpios y pecadores— es algo que sólo a Dios compete. Asimismo, es algo que habrá que dilucidar –que habrá de dilucidar Dios— al final de los siglos; es decir, se trata de un acontecimiento escatológico (Congar, 1963).
“Es hasta el final de los tiempos que la ´Ecclesia quae futura est´ –para la que vale la “fórmula paulina sobre la Iglesia sin mancha ni arruga”— se separará definitivamente de la ´Ecclesia qualis nunc est´”. “Así sucederá en la terminación de los tiempos: vendrán los ángeles, y separando los malos de entre los justos, los arrojarán en un horno de fuego; allí será el llorar y el rechinar de dientes”.
C. Contra los pelagianos
Esta corriente constituye otro punto de confrontación en la obra de San Agustín. A la crítica y refutación de las tesis pelagianas dedica nuestro autor una buena cantidad de escritos, entre los que destaca: De la naturaleza y de la gracia (De natura et gratia) en el que responde al “De natura” de Pelagio (¿360-422?). En esta controversia lo que está en cuestión es el problema de las relaciones existentes entre gracia y naturaleza. ¿Cuál es la postura de los pelagianos al respecto y cuál es la postura de San Agustín? Los pelagianos quieren reivindicar la autosuficiencia de la naturaleza humana con miras a la salvación, acentuando menos la primacía de Dios. En este punto, los discípulos de Pelagio son herederos de San Antonio, quien “realza más la bondad de la naturaleza humana que sus miserias, la actividad humana que la inspiración divina, la libertad y la responsabilidad de nuestros actos que las deficiencias de nuestra voluntad. Lo mismo es para San Antonio vivir conforme a la naturaleza que ser perfecto cristiano”. Este humanismo de San Antonio se convierte en los pelagianos en un “humanismo naturalista, orgulloso y duro, que hubiera hecho imposible la creación de personalidad cristiana”.
Enfrentados al problema de las relaciones gracia-naturaleza, la opción de los pelagianos es clara: su opción es por la naturaleza. Y, como señala V. Capánaga, esta opción no es ajena a los elementos farisaicos presentes en el pensamiento de Pelagio. Justamente por estos elementos, “no admitía una gracia interna dada al hombre para remedio de su debilidad. El hombre es justo por los dones naturales y la ley, a la cual considera como fuente universal de salvación”. En lo que toca al problema de la justicia, la posición del fariseo es bien definida: “la justicia consiste en el minucioso cumplimiento de la ley con la esperanza de las recompensas temporales. El fariseo se gloría de sí mismo como artífice único de sus obras morales, y busca la alabanza humana en ellas con un orgullo repugnante, tantas veces fustigado por Cristo”.
Esta mentalidad fue asumida por Pelagio: “Pelagio, exagerando las fuerzas del libre albedrío y la suficiencia de la ley, forjó una espiritualidad de tipo farisaico”.
La consecuencia más grave de estas tesis pelagianas es –como indica V. Capánaga— que se “anula completamente el dogma de la revelación y de la gracia. Con Pelagio, el hombre vuelve a la paganía y al judaísmo, como si Jesucristo no hubiera venido al mundo para una mejora sustancial de relaciones con Dios y una nueva forma de existencia para la persona humana”. La reacción de San Agustín en defensa de los fueros de la gracia no se hace esperar. El Obispo de Hipona se rebela contra “tamaña deserción y desvarío”. San Agustín no acepta la negación de la gracia sostenida, en el fondo, por los pelagianos. El culto que éstos rinden al “libre albedrío” es inaceptable para aquél. Aceptar a Cristo –nos dice San Agustín— es aceptar el don de la gracia que El libremente nos ha entregado. Es asumir la “consciencia de la debilidad humana, la incapacidad del libre albedrío para salvarse por sí mismo”. Sólo quien acepta la intrínseca debilidad y finitud humana puede aceptar la gratuidad de Dios, expresada de modo pleno en Jesucristo. Porque el hombre no es autosuficiente es por lo que puede ser –y es— salvado y justificado gratuitamente de Dios, a través de su Hijo: Christus sanar, Christus mundat, Christus iustificat, homo non iustificat (Agustín, 1949).
“Cristo no es sólo un héroe moral y maestro incomparable, sino el nuevo Sacerdote que con su divina sangre operó la purificación de la Humanidad, santificándola y uniéndola a Dios. Cristo es el que sana, Cristo el que limpia de las culpas, Cristo el que justifica; no son los hombres justificadores de sí mismos”.
La tesis fundamental que San Agustín opone a los pelagianos en este punto dice lo siguiente: “de ningún modo pudo o puede haber justos sin la gracia justificante de Dios por Jesucristo, nuestro Señor, y este crucificado. La misma fe salvó a los justos antiguos y nos salva a nosotros, conviene a saber, la del Mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Jesucristo; la fe en su sangre, la fe en su cruz, la fe en su muerte y resurrección. Luego teniendo nosotros el mismo espíritu de fe, también creemos, y por esto igualmente hablamos”. Hay que decir, para finalizar con este apartado, que San Agustín no niega la naturaleza. El humanismo cristiano que orienta su quehacer vital –teológico y doctrinal— le lleva a reivindicar la realidad humana en su dimensión de “reverbero de maravillas y gloria de Dios” (V. Capánaga). Sin embargo, no se le oculta que la humanidad no es por naturaleza “enteramente sana y perfecta, sino enferma y débil. Y necesitada de un socorro celestial”. No se hace justicia ni a Dios ni al hombre cuando éste es magnificado en su naturaleza, sino cuando se confiesa al Creador y Salvador y cuando se afirma la necesidad humana de salvación. Afirmar la grandeza de Dios no significa disminuir la naturaleza humana, sino poner de relieve el infinito amor que Dios siente por el hombre y que se manifiesta en “su misericordia y el misterio humildad, así como las mayores profundidades y riquezas de Cristo (que) se revelan no en su doctrina, sino en su redención”.
2.2. Las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad
Se han reseñado los aspectos más sobresalientes de las controversias sostenidas entre San Agustín y las corrientes maniqueas, donatistas y pelagianas. En las mismas, el Obispo de Hipona va dejando plasmadas intuiciones teológicas que serán parte esencial de su pensamiento y que constituirán una parte importante de su herencia para la teología posterior. Estas intuiciones se expresan en las llamadas virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que vienen constituir los ejes en torno a los cuales San Agustín organiza su reflexión teológica, Una obra clave para acercarse a la problemática de las virtudes teologales –y en general al pensamiento teológico de San Agustín— es el Enquiridión o manual de la fe, de la esperanza y de la caridad (Enchiridion sive de fide, spe et caritate), obra que quiere responder a la siguiente pregunta, formulada al Obispo de Hipona por Lorenzo (Laurentio): ¿cómo debe ser adorado Dios? La respuesta de San Agustín es directa: “Dios debe ser adorado por la fe, por la esperanza y la caridad”.
Ahora bien, como él mismo reconoce, dicha respuesta merece una ulterior explicación. Es decir, en el fondo se tiene que responder “qué es lo que principalmente debemos profesar, y qué, a causa de las herejías, especialmente evitar; hasta dónde puede llegar la razón en defensa de la religión, y en qué asuntos, que superan la razón, hemos de guiarnos sólo por la fe; cuál es el principio y complemento de la vida cristiana y cuál es la síntesis de toda su perfección, y cuál es el fundamento evidente y característico de la fe católica”. Pero para responder a estas interrogantes hay que remitirse inexorablemente a las virtudes teologales. Como punto de partida, hay que saber con precisión “qué se debe creer, esperar y amar. He aquí las cosas que principalmente, o por mejor decir, las únicas que en la religión se han de abrazar. Quien las contradice o es en absoluto ajeno a Cristo o es un hereje”.
a) La fe del creyente no se apoya en sí misma, sino que se sustenta en Cristo. O, dicho de otra forma, “el fundamento evidente y característico de la fe católica es Cristo, como escribió San Pablo a los Corintios: nadie puede poner otro fundamento sino el que está puesto, que es Jesucristo”. Cuando el creyente se deja penetrar por esta fe en Cristo, es cuando “halla la inefable belleza, cuya plena visión constituye la plena felicidad”. Pero no basta sólo con aceptar que Cristo es el fundamento la fe personal. Tener fe es tener confianza plena en Dios y en su absoluta bondad. Es decir, supone aceptar “que la causa de todas las cosas creadas, celestes y terrenas, visibles e invisibles, no es otra que la bondad del Creador, Dios único y verdadero; y que no existe sustancia alguna que no sea Él mismo o creada por Él, y que es también trino: el Padre, el Hijo, engendrado por el Padre, y el Espíritu Santo, que procede de los dos, pero único y el mismo Espíritu del Padre y del Hijo”.
La fe, en este sentido, es una virtud teologal fundamental. La tradición teológica posterior a San Agustín hizo de la fe el núcleo central de la teología, que vino a convertirse en un intellectus fidei, es decir, en una aprehensión intelectual de la fe. Ciertamente que la teología es intellectus fidei. Pero, como ha sido defendido por la teología moderna, especialmente por J. Moltmann –inspirado por el Principio esperanza de E. Bloch—, la teología es también intellectus spei; es decir, aprehensión intelectual de la esperanza.
Ya en San Agustín se encuentra que la fe no es independiente de la esperanza y, por consiguiente, con que la esperanza –al igual que la fe— es una virtud teologal fundamental. Es decir, desde San Agustín es legítimo pensar la teología no sólo como una intelección de la fe, sino también como una intelección de la esperanza.
b) La esperanza (Moltman, 1972) “no versa sino sobre cosas buenas y futuras y que se refieren a aquel de quien se afirma que posee la esperanza de ellas”. “Acerca de la esperanza dice también el Apóstol: la esperanza que se ve ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos. Luego cuando alguno cree que ha de poseer bienes futuros, no hace otra cosa que esperarlos”. En este sentido, la espera confiada de lo futuro –como algo bueno— es una virtud teologal fundamental. Sin asumirla vitalmente, no se puede vivir una auténtica vida cristiana. Y la esperanza, así entendida, está estrechamente vinculada a la fe. Poseen una coincidencia fundamental: “la fe y la esperanza coinciden en que tanto el objeto de la una como el de la otra es invisible”. Pero hay un vínculo más profundo: no se puede esperar confiadamente el futuro sin una honda fe en el señor del universo. Es decir, no se puede tener una esperanza auténtica –la esperanza contra toda esperanza— sin fe. Y, a la inversa: sin esperanza no puede haber una auténtica fe. Fe y esperanza se alimentan recíprocamente. El intellectus fidei y el intellectus spei nos acercan intelectualmente a la realidad de Dios. Pero no basta con esto. Como se dice en la Teología de la Liberación, al Dios de Jesús no se accede sólo y privilegiadamente por la fe y la esperanza. Para acceder al misterio del Padre hay que tener, ante todo, una actitud misericordiosa ante los condenados de la tierra, es decir, ante los pobres y oprimidos. Esta actitud de misericordia –que conlleva de suyo a una praxis de justicia— es strictu sensu caridad. Porque, en esta visión, la caridad acerca al ser humano a Dios, y, como dice San Agustín, es una forma de adoración que a Él sí le complace; de aquí que sea, al igual que la fe y la esperanza, en una virtud teologal fundamental. En cuanto tal, se convierte (puede y tiene que convertirse) en un momento de la teología.
Y cuando la teología hace de la caridad el término formal de su quehacer teórico se convierte en intellectus caritate, en intellectus amoris (Sobrino, s. f.)). Al igual que desde San Agustín es legítimo pensar la teología como intellectus fidei y como intellectus spei, también es legítimo pensarla desde él como una intelección de la caridad (intellectus caritate).
c) La caridad consiste fundamentalmente en el compromiso radical por la felicidad del otro. Este compromiso tiene, en San Agustín, una dimensión de justicia bien concreta. Hace suyo el planteamiento de San Juan cuando dice: “Quién tuviere riquezas en este mundo y viere a su hermano padecer hambre y le cerrare sus entrañas, ¿cómo podrá habitar la caridad de Dios en él?”. E inmediatamente comenta San Agustín: “He aquí dónde comienza la caridad. Si aún no eres capaz de dar la vida por el hermano, sé, por lo menos, capaz de darle tus bienes. Penetre ya la caridad en tu corazón, de modo que no hagas el bien por jactancia, sino por la enjundia íntima de la misericordia, y te intereses por el que se encuentra necesitado”.
Poseer la virtud de la caridad es, pues, estar dispuestos a dar la vida por los hermanos, “como Él da la vida por nosotros”. “Esta es la perfección de la caridad y la mayor perfección que puede en absoluto encontrarse” (Agustín, 1967).
Entre fe, esperanza y caridad existe una íntima conexión. “La esperanza no puede existir sin el amor; pues como dice el apóstol Santiago, también los demonios creen y tiemblan, y, no obstante, ni esperan ni aman, sino más bien, lo que nosotros por la fe esperamos y amamos, ellos temen que se realice”. Es decir, la caridad (el amor) –al igual que la esperanza– es algo que da autenticidad a la fe cristiana. Sin caridad no puede haber auténtica fe: “el Apóstol aprueba y recomienda la fe que obra por la caridad”. Y la caridad “no puede existir sin la esperanza”. Como resumen San Agustín dice: “ni el amor existe sin la esperanza, ni la esperanza sin el amor, y ninguna de las dos sin la fe”. En definitiva, adorar a Dios para el cristiano es asumir vitalmente la fe, la esperanza y la caridad. (Agustín, 1967). Es decir, asumir al Dios trinitario como señor absoluto del universo, que es radicalmente bueno y amoroso, en quien hay que confiar esperanzadamente. Tener fe es tener esperanza y obrar el amor (la caridad). El auténtico amor y la auténtica esperanza sólo brotan de una fe también auténtica. El fundamento de ellas es el Dios trinitario, en quien hay que creer, a quien hay que esperar y a quien se tiene que amar: “Dios debe ser adorado por la fe, la esperanza y la caridad”
2.3. La eclesiología de San Agustín
San Agustín ha incidido profundamente en el desarrollo y configuración de la eclesiología occidental. Su influjo –debido en buena parte a su obra La Ciudad de Dios (De civitas Dei)— no se agota, por lo demás, en la tradición católica, sino que llega hasta la génesis de la tradición protestante, que en la eclesiología de Martín Lutero asume –y radicaliza— algunas de las tesis más importantes de San Agustín. Esto hace del Obispo de Hipona un autor interesante y clave para entender muchos de los problemas de la eclesiología occidental.
- Iglesia visible e Iglesia invisible
La eclesiología de San Agustín está centrada en el problema de las relaciones entre Iglesia visible e Iglesia invisible. Ciertamente, no se trata de dos Iglesias, sino de una sola Iglesia articulada por dos dimensiones fundamentales: la dimensión terrena y la dimensión divina. Pero ambas dimensiones forman una sola realidad, es decir, una única Iglesia. Esto es así porque la Iglesia es expresión del “Cristo total”:
“Cristo y la Iglesia no son más que una sola cosa, un sólo hombre, una sola persona, un sólo Cristo, el Cristo total, cabeza y miembros”. Más aún, el Cuerpo de Cristo es la Iglesia, no sólo la “que está aquí, sino la que está aquí y la extendida por toda la tierra. Y no sólo la Iglesia que vive ahora, sino desde Abel a los que nacerán hasta el fin del mundo y que creerán en Cristo, todo el Pueblo de santos que no forma más que una ciudad. Esta ciudad es el Cuerpo de Cristo… Y Cristo es esto: el Cristo total y universal, unido a la Iglesia” (Velasco, 1976).
En este sentido, para San Agustín el Cristo total es el fundamento de la Iglesia: es el “sujeto de la actividad eclesial”, así como “de toda la santidad de la Iglesia”. Más aún, el Cristo total es el fundamento de la “unidad eclesial”: “una unidad que consiste primariamente en vivir en comunión de caridad con todos los hombres, con el Cuerpo de Cristo extendido por toda la tierra”. Cristo es, en la visión de San Agustín, lo determinante en la Iglesia: “ni la unidad de la jerarquía, ni la unidad externa de la Iglesia importan por sí mismas, sino en orden a que en la Iglesia no haya más que Cristo, ni haya menos que Cristo: Cristo actualizándose en forma de totalidad” (Velasco, 1976). Aquí ya se nos está anunciando el motivo central de la eclesiología agustiniana. En efecto, si Cristo constituye la dimensión más esencial de la Iglesia –es decir, su realidad más profunda y última– la Iglesia no puede sino pertenecer, en lo que de más suyo es, a un orden distinto del terreno: la Iglesia no puede pertenecer sino al ”’mundo inteligible’, al mundo de las realidades esenciales” (Velasco, 1976). La Iglesia, así entendida, no es más que la Civitas Dei, es decir, la Ciudad de Dios. En esencia, la Iglesia es una comunidad de santos, una communio sanctorum.
Esta comunidad de santos constituye la dimensión invisible de la Iglesia; es ella la que hace de la Iglesia una Ciudad de Dios ya presente aquí en la tierra. “Está constituida por quienes han optado amar a Dios hasta el desprecio de sí. Pero esta opción no es primariamente obra de la criatura, sino acción de Dios en ella, obra del Espíritu Santo que, en virtud de su ‘caridad’ difundida, realiza ese misterio de ‘unidad’ que es la ‘communio societasquae sanctorum‘: Esta ‘sociedad de los santos’ es la Ciudad de Dios, constituida por esa comunión de ángeles y hombres creada por el Espíritu, y que es la Jerusalén celeste, la Iglesia en su realidad definitiva” (Agustín, 1967). Si la Iglesia invisible –la Ciudad de Dios— está constituida por quienes han optado amar hasta las últimas consecuencias a Dios, la Iglesia visible –la Ciudad terrena— está constituida por quienes se aman a sí mismos hasta despreciar a Dios. “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría de sí misma; la segunda en Dios. Aquélla busca su gloria en los hombres, y ésta tiene su mayor gloria en Dios, testigo de la conciencia” (Agustín, 1967). Sin embargo, ambas ciudades no están desconectadas: la Ciudad terrena es la exterioridad de la Ciudad de Dios. Es decir, la Civitas Dei no se identifica con la Iglesia (terrena) pero tampoco existe sin referencia a ella.
Pero, por otra parte, como Ciudad de Dios la Iglesia es una realidad no realizada a plenitud. Realizarse como Ciudad de Dios es la meta escatológica de la Iglesia. Para alcanzar esa meta futura tiene que liberarse de las ataduras “terrenas” y “sensibles” a las que se halla ligada en el momento presente. Estas ataduras terrenas no son otras que las que impone la realidad concreta e histórica. Ahora bien, la Ciudad de Dios no está fuera de la Iglesia terrena, sino que está en ella, dinamizándola y haciendo presente la fuerza del Espíritu que empuja hacia el futuro. Este camino del presente al futuro -de la Iglesia terrena a la Ciudad de Dios- se realiza en un “peregrinar”. La Iglesia terrena es el conjunto de peregrinos de la Ciudad de Dios sobre la tierra.
- El ‘peregrinar’ de la Iglesia
Ya lo señalamos, para San Agustín, Iglesia, como comunidad de santos no es, en el aquí y ahora, una realidad plenamente realizada. La Ciudad de Dios es algo ya presente, pero es algo sólo alcanzable definitivamente al final de los tiempos. La Iglesia vive la tensión del “ya, pero todavía no” paulina. Este “ya, pero todavía no” le exige hacer un recorrido: el camino que habrá de recorrer la comunidad de creyentes va de la Iglesia terrestre hacia la Iglesia celeste. La Iglesia celeste –la Ciudad de Dios plenamente realizada— constituye el origen y meta de la Iglesia terrestre. “Por eso la Iglesia terrestre es esencialmente ‘peregrina’, y su sentido concreto sólo es cognoscible a la luz de la Iglesia celeste”. Esta Iglesia celeste es el término último al que apunta la salvación colectiva de la humanidad. Alcanzar esa meta (ya dada desde el principio), recorrer el camino que conduce hasta ella: he aquí el desafío escatológico que el cristianismo plantea a los seres humanos. Por ser una realidad escatológica, la Iglesia celeste es una realidad que sólo podrá ser alcanzada al final de los tiempos. “Sólo cuando el Cristo total llegue a su entero cumplimiento, llegará también cada miembro de su Cuerpo a su total explosión en Él”. Sólo en este momento cobrará plena realidad la “societas sanctorum“, la “Ciudad santa”, la “Jerusalén de arriba”, la “patria de los santos”, “donde será para todos y para siempre ‘Deus vita communis” (Agustín, 1967).
Ahora bien, los miembros de la Iglesia terrena, es decir, de la Iglesia peregrinante, ya participan de la Iglesia celeste. Más aún, “no son ciudadanos de otra Ciudad que la celeste, como sí la Iglesia de aquí abajo pudiera tener consistencia y definirse por sí misma, al margen de la Jerusalén de arriba. No hay en realidad más Iglesia que la de arriba, y la Iglesia terrestre lo es en cuanto ‘peregrina’, es decir, en cuanto que su verdadera ciudadanía está en los cielos” (Agustín, 1967). En otras palabras, la Iglesia terrena tiene que peregrinar para acceder a su propia identidad. Es la medida en que es peregrina, se acerca más a su verdadera ciudadanía. Pero esa ciudadanía celestial no está fuera de ella, sino que está en ella dinamizándola y conduciéndola hacia su meta.
Dicho de otra forma, el peregrinar de la Iglesia terrena es el peregrinar de la Iglesia celeste –en definitiva, es ésta la que peregrina—, despojándose de las ataduras terrenales y- liberando su realidad celestial más profunda.
“Esto es lo propio de la Iglesia peregrinante: no ser la Iglesia en su realidad verdadera, sino la Iglesia en marcha hacia su realidad verdadera. Una marcha en que la opción del hombre de amar a Dios hasta el desprecio de sí pasa por las más diversas vicisitudes. No sólo esto, sino que, instalado en el amor de sí hasta el desprecio de Dios, ha sido necesaria la acción de Dios en Cristo para cambiar de signo su opción fundamental” (Agustín, 1967). Una vez que el ser humano, instalado en el amor a Dios por el sacrificio de Cristo, se pone en camino (viviendo en una comunidad eclesial) hacia la salvación definitiva, el horizonte de ese peregrinaje no puede ser otro que el de la realidad celestial. Alcanzar esta realidad celestial es la meta del peregrinaje, pero se trata de una meta ya presente en el origen. El recorrido lo realiza la misma Iglesia celestial. Por consiguiente, su naturaleza es esencialmente divina, no humana. “Porque la Ciudad de los santos trae su origen de arriba, aunque engendra aquí ciudadanos, en los que peregrina hasta que llegue el tiempo de su reinado”. “En la medida en que realmente los miembros de la Iglesia peregrinante son ‘ciudadanos’ de la Ciudad celeste, la Iglesia en su estadio terreno es también una communio sanctorum, la comunidad de los santos” (Agustín, 1967).
2.4. Reflexiones finales
No cabe ninguna duda que desde hace bastante tiempo el pensamiento teológico de San Agustín ha sido superado críticamente –es decir, en la forma hegeliana de superación/conservación– por teologías que han asumido supuestos antropológicos y filosóficos cualitativamente distintos a los asumidos por el Obispo de Hipona. En esto no se puede ser anacrónico, pensando que con San Agustín se puede dar respuesta a los ingentes problemas que tiene planteados la humanidad actual. Es más que evidente que el dualismo antropológico de tipo neoplatónico (del que San Agustín nunca logró escapar) es insuficiente para dar cuenta de lo que es la realidad humana en tanto que realidad estructural. Este dualismo se hace presente en la concepción que San Agustín tiene de la voluntad salvífica de Dios respecto del hombre. Aunque sostiene que la salvación compete al hombre total —en cuerpo y alma–, el acento está puesto en lo que es propiamente humano: el alma, que es la que permite al ser humano alcanzar la “plenitud y perfección de la caridad, que es la única que causa la unión y la semejanza con Dios” (San Agustín).
Asimismo, la eclesiología agustiniana está montada sobre esquemas dualistas. Aunque defienda la tesis de una Iglesia mixta (Ecclesia mixta), la unidad entre Iglesia terrena e Iglesia celeste es una unidad que no logra articular suficientemente ambas realidades. Lo terreno sigue siendo –y seguirá siendo— lo no real, es decir, lo degradado, lo negativo, lo que encarcela a la verdadera realidad, que es la realidad celestial. Estamos ante un esquema platónico con todas sus consecuencias y limitaciones. Para los cristianos católicos, asumir sin reparos –o en bloque— el pensamiento de San Agustín implicaría asumir estas limitaciones. Con todo, la huella de San Agustín en la Iglesia católica actual es imborrable.
Pero, en todo caso, no sería un problema de San Agustín, sino de los que asumen acríticamente su pensamiento. Estos serían insensibles a la nueva realidad histórica y cultural del cristianismo actual. Además, tendrían opciones culturales (filosóficas y científicas) que el Obispo de Hipona no tuvo y no podía tener. Y San Agustín les daría una enseñanza fundamental: les enseñaría que el cristianismo tiene que dialogar con la cultura de su época. En este punto, el Obispo de Hipona fue un teólogo que estuvo a la altura de su tiempo. Entró en confrontación con las corrientes culturales y religiosas más importantes de su momento e introdujo en la teología cristiana nociones y categorías del pensamiento filosófico más elaborado de la época. Por otra parte, hay aportes del pensamiento de San Agustín que en cierto modo se pueden estimar permanentes y actuales. Entre otros, se pueden apuntar los siguientes:
a) Su concepción de la Iglesia como una realidad peregrina. Esta concepción –asumida en su momento por el Concilio Vaticano II— se convierte en una instancia crítica de la misma Iglesia, sobre todo de aquellas autocomprensiones de la misma que la ven como una realidad ya plenamente realizada, es decir, como el Reino de Dios aquí en la tierra; y
b) Su idea de la caridad como virtud teologal fundamental. Sin ella –dice San Agustín— no puede haber una auténtica fe en el Dios de Jesucristo.
San Agustín –si no se estudia dogmáticamente su pensamiento y si ese estudio no se hace con fines puramente apologéticos— puede decir mucho al pensamiento teológico y a la cultura de nuestro tiempo. No cabe duda de que fue un pensador de gran vitalidad y creatividad, que se tomó en serio el desafío que representa el misterio de Dios para la inteligencia humana. Este desafío es para el presente. Debe ser enfrentado enfrentarlo con vitalidad y creatividad, sin dejar de atender a los desafíos que plantea la realidad actual.
3. El “giro epocal” de los inicios de la modernidad
Por diversas vías, y desde distintos autores, ha cobrado aceptación la tesis de que en los inicios de la modernidad –esa época que con sus peculiares características económicas, políticas y culturales se inicia en el Renacimiento’— se generó lo que E. Bloch llamó un “giro epocal” (Bloch, 1984; Hale, 1979). ¿Qué fue lo propio de ese giro epocal? En lo fundamental, la orfandad del individuo ante un universo abierto e infinito que se abría ante sus ojos y al que tenía que arrancarle sus secretos. El “mundo cerrado” que caracterizó a la Edad Media, con sus certezas, comenzaba a ser socavado por preguntas y actitudes que precisamente iban a contracorriente de esas certezas. Al paso que las certezas vigentes eran cuestionadas, se iniciaba un proceso de búsqueda de otras que reemplazaran a las que se derrumbaban. Comenzaba a construirse uno de los pilares de la modernidad: la búsqueda de un referente que sirviera de punto de apoyo seguro a ese individuo que se las tenía que ver, sin más fuerzas que las suyas, con un “universo abierto”.
Lo que comenzó a operarse en los albores de la modernidad –y que sacudió en sus cimientos a la conciencia europea– fue el paso del “mundo cerrado al universo infinito” (Koyré, 1986; Koyré, 1976)). Este proceso –que alcanza en los siglos XVII y XVIII una de sus mejores expresiones tanto en la ciencia como en la filosofía— adquiere su impulso inicial en la mentalidad –la cultura– que se gesta en el Renacimiento.
“Si se quisiera resumir en una frase la mentalidad del renacimiento –dice Koyré— yo propondría la fórmula: todo es posible. El único problema es saber si ´todo es posible´ en virtud de intervenciones de fuerzas sobrenaturales… o si se rechaza la intervención de fuerzas sobrenaturales para decir que todo es natural o que incluso los hechos milagrosos se explican por una acción de la naturaleza; es en esta naturalización mágica de lo maravilloso en lo que consiste la que se ha llamado “el naturalismo” del Renacimiento”.
Una de las caras de este “todo es posible” es, como señala Koyré, “la curiosidad sin límites, la agudeza de visión y el espíritu de aventura”. La otra cara es la ausencia de seguridades últimas acerca de la realización de ese que se cree posible. Y justamente es esa ausencia de seguridades lo que se va a convertir en el acicate para su búsqueda. De lo que se trata en la modernidad que se inicia es de buscar certezas, ante todo para la acción sobre el mundo. Este es camino que comienza a recorrerse en Europa a partir del giro epocal que se opera con el Renacimiento. La ciencia del siglo XVII marca un hito decisivo en la configuración de la nueva época. Los cambios operados durante ese siglo se pueden reducir –según Koyré— a dos acciones fundamentales: la destrucción del cosmos y la geometrización del espacio. Para este autor, “la sustitución de la concepción del mundo como un todo finito y bien ordenado… por el de un universo infinito que ya no estaba unido por subordinación natural, sino que se articulaba tan sólo mediante la unificación de sus leyes y componentes últimos y básicos. La segunda sustitución es la de la concepción aristotélica del espacio (…) por el de la geometría euclídea (…) que, a partir de entonces, pasa a considerarse idéntica al espacio real del mundo”. En esta dinámica cultural, el pensamiento hegeliano –y más en general, el pensamiento idealista alemán— constituye uno de los momentos cimeros del proceso de reflexión filosófica que se inició en los albores mismos de la modernidad.
Pues bien, esta afirmación obliga a detenerse en la palabra modernidad, cuya ambigüedad es de sobra conocida. ¿A qué se refiere la palabra modernidad? Ante todo –y dicho brevemente—, designa una época histórica –la dominada por el capitalismo— que se inicia aproximadamente hacia el siglo XVI, cuando los grandes comerciantes europeos comienzan a invertir en actividades manufactureras y que llega hasta la época actual, cuando el capitalismo se erige todopoderoso sobre el conjunto del planeta.
Es por ello que George Santayana pudo decir que “el hombre moderno romántico es un aventurero: le interesa menos lo que pueda encontrar que el señuelo de la búsqueda y sus esperanzas, conjeturas y experiencias al realizar la búsqueda” (Santayana, 1959).
La palabra designa también, en segundo lugar, una tradición cultural caracterizada por la crítica apasionada de sí misma, que se inicia en el siglo XV con el Renacimiento y que para muchos casi está tocando fondo en el momento actual, con la llamada crisis de la modernidad. Es esta segunda acepción de la palabra “modernidad” la que se destaca en este texto, pues es en la modernidad como “tradición cultural” que se inscriben y adquieren sentido como fenómeno cultural las creaciones filosóficas que, con Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirándola, se abrieron paso con el ”giro epocal” que marcó el inicio de la época moderna. Por tanto, la pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿cuáles son los problemas filosóficos que se ventilan en los inicios de la modernidad? Esta pregunta supone recuperar a Ficino y a Pico della Mirándola, dos figuras claves del Renacimiento y dos figuras que anuncian lúcidamente los problemas culturales de la nueva época en la cual lentamente se fue abriendo paso la idea de que “una floreciente economía de mercado constituiría la base de un orden político en el que quedarían asegurados los derechos y libertades humanas”.
3.1. Recuperación del legado griego
En palabras de Koyré, el cambio que se operó desde el mundo cerrado hacia el universo infinito no surgió de la nada. Hubo una etapa de “preparación” del camino cultural con el que se inauguró la modernidad. Uno de los ejes de esta etapa preparatoria lo constituye la recuperación del neoplatonismo y su relectura en una nueva situación histórica. Pues bien, conviene recordar que en el marco de una severa crisis en el imperio romano –hacia los siglos III y IV d. C.— se produce una vuelta a las tradiciones helénicas (griegas). En aquellos siglos, sobre todo, se recupera a Platón, pero con un fuerte énfasis en la teoría del conocimiento. Justamente, al movimiento que lleva a la actualización de la tradición platónica recibe el nombre de “neoplatonismo”, el cual puede ser visto como un puente entre el racionalismo griego y el racionalismo moderno. Como se vio antes, los neoplatónicos tienen en Plotino a su figura más notable. Este autor asumió, siguiendo la teoría platónica, que las ideas como lo más importante de la realidad. Vale recordar que además hizo énfasis en la “espiritualización” de la realidad y proclamó la “renuncia del cuerpo”. Y que, de la mano de Plotino, los neoplatónicos rechazan a la materia por considerarla el Mal. De aquí que, como contrapartida, rechazaron los sentidos (la sensualidad) como fuente de conocimiento. Como dice Plotino:
“los objetos que nosotros amamos aquí son realmente mortales y nocivos, algo así como fantasmas cambiantes, que no podemos amar verdaderamente porque no constituyen el bien que nosotros amamos. El verdadero objeto de nuestro amor se encuentra en el otro mundo; podremos unirnos a Él, participar de Él y poseerlo, si no salimos a condescender con los placeres de la carne. Para quien lo ha visto es claro lo que digo: sabe que el alma tiene otra vida cuando se acerca al Uno y participa de Él, y que toma conciencia de que está junto a ella el dador de la verdadera vida” (Plotino, 1975).
Lo importante aquí es que, con el neoplatonismo, el lema de la subjetividad activa –el gran tema moderno— hace su aparición en la historia del pensamiento occidental. En palabras de E. Bloch,
“Plotino fue, en efecto, la primera aparición de un movimiento en contra de la contemplación pasiva, fue la aparición de la actividad del alcance de lo supremo, de lo cual el hombre se puede considerar digno, o sea, del espíritu divino. Esto es lo que alcanza, hasta que está completamente lleno el secreto. Por consiguiente, se atrae el espíritu hacia uno mismo, penetrando primero en él; uno se reviste de él y se convierte en un nuevo nacido, que está lleno de una energía distinta de la de la criatura”(Bloch, 1984).
¿Cómo se articula la tradición platónica y neoplatónica con el pensamiento moderno? Gracias a la obra de Marsilio Ficino, quien tradujo por primera vez a Platón y a Plotino al latín y al italiano, y a la de su continuador Pico della Mirándola. Además, Ficino y Pico della Mirándola son hombres del Renacimiento: recuperan a Platón a través del neoplatonismo, pero en su interpretación tienen la mirada puesta en la nueva época, a la cual contribuyen a edificar, con ideas que se alejan radicalmente de las tesis neoplatónicas. Ofrecen una nueva lectura de la naturaleza y del conocimiento. O sea, en el Renacimiento se vuelve a Platón, pero a través de Plotino, quien, en su momento, también había recuperado las ideas platónicas. Sólo que esta nueva relectura de la filosofía de Platón –la que se hace en el Renacimiento— se hace en el marco de una apropiación más amplia de la cultura griega, en la cual destacan las tradiciones paganas. El contexto renacentista es un contexto de transición; atrás va quedando el orden medieval y hacia adelante sigue el futuro que se anuncia como una nueva época: por eso de habla de un “giro epocal”. Algo llamativo es que cuando Plotino recupera a Platón, el siglo II d. C., la sociedad de su tiempo está viviendo un proceso de cambio que, siglos después, dará lugar a la llegada de la Edad Media. Por su parte, cuando, en el Renacimiento, se recupera de nuevo a Platón, también se vive un proceso de cambio que dará lugar a la época moderna. Así como Plotino es un neoplatónico, se puede decir lo mismo de Pico della Mirándola y de Marsilio Ficino: fueron también unos neoplatónicos.
3.2. La naturaleza iluminada, Cervantes y lo que vino después
Marsilio Ficino retoma las ideas neoplatónicas del “Uno-Todo” situado en la cúspide de las ideas verdaderas. (Sebastián, 2012). Asume que ese Uno-Todo ilumina aquello que jerárquicamente se le subordina hasta llegar las cosas terrenas (materiales). Ahora bien, según Ficino, es necesario centrarse en las “cosas iluminadas” más que en la fuente de iluminación. Las cosas iluminadas son el mundo, lo terrenal. Así, con este autor, se está en los inicios de una “separación” entre lo terrenal (el mundo de las cosas) y lo divino (el Uno-Todo o Dios) que se va a profundizar a medida que los nuevos tiempos –los tiempos modernos– vayan superando a los tiempos del antiguo régimen. A su vez, en esta separación comienzan a cobrar relevancia las cosas iluminadas, que pasan a convertirse en objeto de preocupación, mientras que lo divino (el Uno-Todo) se comienza a poner entre paréntesis, a medida que se aleja de lo que sucede en el mundo de lo terreno. Y, en tercer lugar, con Ficino se reivindica la “autonomía” de la realidad terrenal. Pudo haber sido creada o iluminada por Él (Uno-Todo), pero, una vez que eso sucede, es necesario prestarle atención a lo creado o iluminado, con independencia de su creador o iluminador.
El otro autor clave en este periodo es Giovanni Pico della Mirándola, quien se centra en una cosa que es iluminada: el hombre, u “homo faber”. Más aún, los papeles se invierten: el hombre se halla en el centro del mundo, que es su casa, en donde habita, se mueve, hace su voluntad. Es decir, Pico de la Mirándola –en la línea de Ficino– acepta un mundo “autónomo” al que hay que prestar atención, pero se pregunta por la naturaleza del “habitante” de ese mundo, el ser vivo más dichoso, el más digno por ello de “admiración”, gracias a la suprema generosidad de Dios que le ha concedido “tener lo que elija, ser lo que quiera” (Pico della Mirándola, 1972).
Para él, no cabe duda de que ese habitante por excelencia es el ser humano, no los animales o las plantas. El ser humano habita en el mundo haciendo cosas, adecuándolo para su comodidad. Vive en ese mundo como en su casa. El hombre es un homo faber; un ser que produce cosas, que interviene con instrumentos en el mundo.
Della Mirándola, pues, da un paso delante de Ficino: más que fijarse en el mundo, hay que fijarse en el ser que habita ese mundo: el ser humano, que interviene en el mundo y lo cambia para su comodidad. Y lo asombroso de este ser, para Pico della Mirándola, es que se “mantiene abierto e indeterminado en un universo donde todo tiene su puesto y debe responder sin excentricidades a lo que marca su naturaleza. Dios ha creado todo lo que existe, pero al hombre le ha dejado, por así decirlo, a medio crear: le ha concedido la posibilidad de concluir en sí mismo la obra divina, autocreándose”. Se trata, con Ficino y Pico della Mirándola, de una visión renacentista, que va a ser el origen de planteamientos filosóficos y científicos que se desarrollarán después. Además, se trata de una visión optimista de la realidad y del ser humano: éste puede hacer del mundo su hogar; el mundo está ahí para su conquista por el hombre.
Ese optimismo de Ficino y della Mirándola se verá cuestionado pronto por un personaje literario que introduce temas claves para entender la época moderna. Este personaje es Don Quijote de la Mancha (1605), a partir de cuyas peripecias sale a luz el carácter ambiguo del mundo. Las tribulaciones de Don Quijote tienen que ver con las incertidumbres que le provoca una realidad que no es como se presenta a sus ojos, que parece real, pero es ficción. El héroe de Miguel de Cervantes no es el de Pico della Mirándola –seguro de sí mismo—, sino alguien que duda de sí mismo y de la realidad que lo rodea. Don Quijote sospecha de la realidad, sospecha de su irrealidad, y esa sospecha tiene una raíz: la ausencia de certezas; es un individuo sin certezas, lanzado a la conquista de un mundo ambiguo, claroscuro, real e irreal, del cual, por tanto, no sabe qué es lo que le va a deparar. Don Quijote no se desespera ni lo asume con tragedia. Se refugia en la ironía y el humor, dos actitudes típicas de la modernidad. En resumen: con Ficino, Pico della Mirándola y Cervantes se inicia la problemática cultural moderna. Sus elementos básicos son los siguientes:
a) Dios (o la divinidad) puede y debe ser puesto entre paréntesis, para prestar atención al más acá, al mundo;
b) Este mundo está habitado por el hombre, quien ejerce sus habilidades sobre aquél; y
c) El individuo puesto en el mundo –un espacio abierto para sus habilidades— no tiene certezas absolutas ni sobre sí mismo ni sobre la realidad.
Así las cosas, de lo que se trata es de buscar algún tipo de certeza, algún tipo de seguridad, sobre lo que es el hombre y sobre lo que es el mundo. Esla búsqueda tiene que hacerse en el más acá, concretamente la vida real de los individuos. Esta va a ser la tarea del pensamiento filosófico y científico moderno hasta la época actual. En el marco de la discusión abierta por Ficino, Pico della Mirándola y Cervantes cuatro vías se abren para buscar algún tipo de certeza en el sentido que se ha apuntado. Una va a ser la “vía de la razón”, en la cual se van a empeñar racionalistas como Descartes y Spinoza. (González, 2001). Otra vía va a ser la de los “sentidos”, en la cual se van a situar empiristas como F. Bacon, J. Locke y D. Hume. Una tercera vía va a ser la de la “moderación”, esbozada por autores como Miguel de Montaigne. Y la cuarta, la de la “locura”, uno de cuyos más claros exponentes va a ser el Marqués de Sade, el representante más completo de “esa corriente subterránea pero apenas clandestina [que] es la otra cara del Siglo de las Luces”. Es en torno a estas cuatro “vías” que la modernidad emprende su búsqueda interminable de certezas.
En síntesis, en el Renacimiento comienza a leer de una manera distinta –respecto de la heredada de la Edad Media— a la Naturaleza, así como el conocimiento que se puede tener de la misma. Para conocerla, no bastan las Escrituras ni las que se la tiene explorar, observar y manipular.
En fin, la naturaleza ya no vista como lo degradado, lo caído, la sede del pecado, sino una creación de Dios que merece reverencia, cuido y conocimiento. Y en la Naturaleza existe un ser que tiene el mandato de explorar sus secretos: el ser humano. O sea, conocer los secretos de la naturaleza es uno de los principales mandatos dados por Dios al ser humano. Otro mandato es hacer intervenir en la Naturaleza para hacerla el verdadero hogar del ser humano. Y así como en el Renacimiento se recupera a Platón, a través del neoplatonismo, también se recuperan otras tradiciones culturales de la Grecia Antigua, que dieron al Renacimiento una vitalidad que fue más allá de los aportes dados por Marsilio Ficino y Pico della Mirándola.
3.3. El descubrimiento del cuerpo y la sensibilidad
Las tradiciones culturales que se recuperan serán cruciales para explorar los secretos de la Naturaleza y del Ser humano (lo iluminado por la luz que irradia del Uno-Todo), y abrirán caminos para el futuro que, aún ahora, se siguen recorriendo. Una de las tradiciones que se recupera es la filosofía presocrática es su exigencia de buscar causas naturales a los fenómenos naturales. No se aceptan las respuestas dadas en su tiempo por los presocráticos a la pregunta acerca de cuál es el principio (Arché) del cambio o permanencia de la realidad natural, pero sí su llamado a “investigar” hasta encontrar, en las cosas naturales, indicios de las causas que hacen que cambien o permanezcan. Se asume, también, que la Naturaleza tiene un “orden” y “armonía”, y que el mismo se expresa en las matemáticas, tal como lo sostuvo Pitágoras de Samos. Asimismo, la Naturaleza es vista como algo “vivo”, orgánico, cuyas partes se entrelazan entre sí.
Poco a poco, cobró fuerza la idea de que la Naturaleza está escrita en caracteres matemáticos y que es tarea del intelecto humano descubrir esos caracteres. O sea, la Naturaleza es vista como un Gran Libro, cuyas páginas hay que se saber leer. Y ese “saber leer” consiste en explorarla, manipularla, experimentar con ella… y así sus secretos (su orden, sus armonías, sus relaciones) podrán ir siendo establecidas. El optimismo no tiene límites, y es que la cultura renacentista fue, en general, sumamente optimista y vital. No es que no hubiera señales en contra –conflictos de poder, por ejemplo— pero la mirada estaba puesta en las nuevas conquistas que se vislumbraban. Y la Naturaleza era un territorio, en muchos sentidos inexplorado en profundidad, por el conocimiento humano. La Edad Media había poblado a la Naturaleza de un halo de peligro y de misterio, con fuerzas ocultas y demoníacas que regían los ciclos naturales y que estaban al acecho en bosques y montañas, que mirarla como un Libro abierto, accesible a la razón y a los sentidos humanos, fue algo gratificante para quienes se empaparon del espíritu de la época.
La recuperación de herencia presocrática fue un soplo de frescura intelectual en una época con gente ansiosa por explorar ámbitos de la realidad que constituían desafíos ineludibles para conocer la “obra de Dios”. Esa exploración de la Naturaleza no acaba aún. Y, continuando la tarea de explorar el mundo, que animó a los conquistadores del siglo XVI –eran hombres renacentistas— ahora se exploran los planetas vecinos de la tierra y más allá. En resumen, según Villoro (1993):
“La idea del mundo como un organismo puede parecemos arcaica, es empero la primera expresión del condicionamiento recíproco de todas las partes del universo y de la autarquía de las reglas naturales. La idea de que la naturaleza está animada por un “alma del mundo” proviene del neoplatonismo; en el Renacimiento se considera la mejor manera de explicar cómo todas las partes del universo, por alejadas que se encuentren, están vinculadas entre sí; cómo entre todas ellas existe una “simpatía universal… Esta concepción lleva a la idea de la autarquía de las leyes naturales. Igual que los procesos de un organismo pueden explicarse por sus propias disposiciones, cualquier movimiento del cosmos está condicionado por reglas inherentes a la naturaleza de la misma, no por interferencias externas a ella”.
Pero en el Renacimiento también se dirige la mirada a ese ser natural que, según Pico della Mirándola, es el centro de la creación: el ser humano. Y éste, como ser natural, tiene un cuerpo que debe ser también explorado, conocido, entendido en sus componentes: órganos internos, circulación de la sangre, respiración, huesos… A estos empeños se dedicaron los primeros anatomistas en aquellos tiempos en los que mucho de lo que se encontraba en el cuerpo humano era nuevo. El cuerpo humano también estaba gobernado por el orden y la armonía: ambas cosas fueron la preocupación de escultores y pintores que dejaron constancia de la perfección que, según ellos, caracteriza al cuerpo humano. Los secretos internos del cuerpo eran develados, pero esos secretos eran parte de un todo que externamente, en sus armonías y simetrías, revelaba su magnificencia como obra de Dios.
El cuerpo, pues, también es un libro abierto para quienes lo quieran leer. Pero no se trata sólo de una “lectura” intelectual (cognoscitiva), sino también científica, artística, escultórica, pictórica. El cuerpo humano tiene ritmos y armonías que deben ser destacadas con exquisitez y esmero. Cuando los pintores y los escultores, lo mismo que los rapsodas (poetas) y dramaturgos, se abocaron a resaltar la perfección del cuerpo humano sentaron las bases de una nueva sensibilidad estética y ética.
Según esta sensibilidad, el cuerpo humano no es motivo de vergüenza; al contrario, debe ser cuidado y mostrado en sus atributos físicos. En esta sensibilidad se hace presente la sensibilidad Greco-Romana, en la cual se incubaron ideales de belleza, armonía y orden corporales que fueron anulados en la Edad Media.
Por último, así como el cuerpo es un todo armónico y ordenado, la dimensión espiritual de ese cuerpo también es armónica y ordenada, y reclama orden y armonía. El conocimiento expresa, precisamente, esa exigencia, pero también la expresan la música, la poesía, la escultura y la pintura. El filósofo, el anatomista, el poeta, el pintor, el escultor, en el fondo, de lo que hablan, esculpen, pintan o cantan es de la armonía y orden del cuerpo y del espíritu humano.
“No hay que olvidarse que, junto al trabajo de los anatomistas italianos —y del resto de europeos—, los mejores artistas de la época, a través del naciente naturalismo del siglo XV, dedicaron mucho tiempo al estudio de la anatomía, incluso por medio de disecciones. Es el caso de Miguel Ángel (1475‑1564) o Alberto Durero (1471-1528), quienes, no satisfechos con aprender las leyes de la anatomía a partir del estudio de la escultura antigua o de los modelos de la figura humana, investigaron por su cuenta para comprender mejor el cuerpo humano… El origen de los trabajos anatómicos de Da Vinci radica en sus intereses artísticos, ya que la exploración del cuerpo humano y su funcionamiento tenían como objetivo perfeccionar la representación de la figura humana. Abarcó diferentes campos y se interesó por descifrar diversos aspectos del comportamiento interno del cuerpo humano” (García Guerrero, 2012)
3.4. Conclusión: el aporte de Ficino y della Mirándola
Se recogen a continuación, como síntesis final de esta unidad, los aportes más importantes de Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirádola, con quienes se hicieron patentes las primeras bases del conocimiento científico natural y humano. Como se ha visto, ambos autores son dos figuras claves el cambio de época que se inicia en el Renacimiento. Resumiendo, Ficino retoma las ideas neoplatónicas del “Uno-Todo” situado en la cúspide de las ideas verdaderas. En su visión, el “Uno-Todo” propuesto por Plotino ilumina todo lo que jerárquicamente se le subordina hasta llegar las cosas terrenas, sensibles y materiales. Él insiste en que es necesario centrar la atención en las “cosas iluminadas” y no tanto en la fuente que las ilumina, es decir, Dios. Y en este acercarse a las cosas iluminadas por esa luz que Dios –que con su luz las hace bellas— consiste la sabiduría:
“El sabio es, entonces y ante todo, «el que conoce y reconoce» la presencia articuladora de la Belleza. Es aquél que inicia un proceso epistemológico que, iniciándose en el puro goce estético del objeto, desemboca en la noesis de la revelación del acuerdo ontológico del objeto con su idea. Es, en definitiva, aquél que se arroba al intuir y resituar el origen del resplandor de la belleza corporal como proveniente de la misma faz de Dios, descubriendo en ese mismo resplandor la luz de la regla que las conforma y adecúa óntica y ontológicamente” (Pradier, 2012).
Una vez que se pone el acento en la “belleza corporal como proveniente de la misma faz de Dios”, se desencadena un cambio en la manera de ver la realidad humana y divina del cual se pueden señalar los siguientes rasgos:
Se inicia la “separación” entre lo terrenal (el mundo de las cosas) y lo divino (el Uno-Todo o Dios) que se va a profundizar a medida que los nuevos tiempos vayan superando a los tiempos medievales.
En esta separación comienzan a cobrar relevancia las cosas iluminadas, que pasan a convertirse en objeto de preocupación intelectual, mientras que lo divino (el Uno- Todo) se comienza a poner entre paréntesis, a medida que se aleja de lo que sucede en el mundo. Este proceso lleva el nombre de “secularización”, que se refiere a la separación de lo humano y lo divino.
Con Ficino se reivindica la “autonomía” de la realidad terrenal (secular). Pudo haber sido creada o iluminada por el (Uno-Todo), pero una vez que eso sucede es necesario prestarle atención a lo creado o iluminado, con independencia de su creador o iluminador.
Pico della Mirándola –discípulo de Ficino— acepta la existencia de un mundo “autónomo” al que hay que prestar atención, pero se pregunta por la naturaleza del “habitante” de ese mundo. Ese habitante, creado por Dios, tiene por más propio la dignidad y la libertad:
“La dignidad del hombre no la entiende ya en un sentido ontológico (el defendido por Tomás de Aquino), dado que hay seres superiores, como los ángeles, sino el sentido dinámico y existencial para el cual la dignidad descansa en la noción de libertad: en efecto, el hombre es la más digna criatura porque es libre. Dicho de otro modo, el hombre es el único ser existente en la naturaleza que es indefinido, incompleto, informe, desnudo, abierto a múltiples posibilidades y versátil, pero no determinado de antemano. Precisamente porque puede ser cualquier cosa, ya que no es en sí mismo nada definido, puede escoger su modo de vida, y esta capacidad de elegir consiste en la libertad. Pico dice del hombre que es una creación sin una imagen precisa; más bien, la imagen de Dios en él es una cuestión de finalidad, pero no de origen” (Arias, 2008).
Y la libertad es la que lanza al ser humano a la conquista de sí mismo y de la realidad que le rodea (la naturaleza), pues con ello conquista su dignidad:
“El hombre es la más digna criatura porque es libre. Dicho de otro modo, el hombre es el único ser existente en la naturaleza que es indefinido, incompleto, informe, desnudo, abierto a múltiples posibilidades y versátil, pero no determinado de antemano. Precisamente porque puede ser cualquier cosa, ya que no es en sí mismo nada definido, puede escoger su modo de vida, y esta capacidad de elegir consiste en la libertad” (Arias, 2008).
El ser humano puede ser cualquier cosa; abierto a múltiples posibilidades, puede transformar la realidad que le rodea y puede transformarse a sí mismo. Como un “homo faber” puede intervenir en el mundo para convertirlo en su hogar. Así, della Mirándola da un paso delante de Ficino: más que fijarnos en la luz que lo ilumina todo o en la naturaleza, tenemos que fijarnos en el ser que habita en la naturaleza: el ser humano que interviene en el mundo, lo conoce y lo cambia para su comodidad: lo convierte en su hogar.
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