Por: Reinaldo Spitaletta. La Pluma. 16/12/2017
No se preocupe, doña Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, que el remedio para que no haya tanto viejo en el mundo, que podrían hacer peligrar las finanzas de corporaciones y estados, es matarlos. Y listo. Y si no, pues se podría pensar en nuevos campos de concentración en los cuales internar la “vejedumbre” universal y no será tan costosa la solución.
La señora de marras, de sesenta y un años, está muy asustada, porque, según ha dicho, “los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global”. Y ha propuesto que se aumente la edad de jubilación y se rebaje el monto de las pensiones. El capitalismo que, de acuerdo con el filósofo del trabajo, nació chorreando sangre por todos sus poros, ahora ve como una talanquera que la llamada, con cierto aire eufemístico, “tercera edad” sea una amenaza para las finanzas públicas y privadas.
Ante los costos de la vejez, el Fondo propone el recorte de las pensiones, el aumento de las cotizaciones y la posibilidad de que “los Estados contraten con aseguradoras privadas la cobertura de ese riesgo de que la gente viva más de lo esperado”.
También, por qué no, habría una solución muy inteligente, más que aquella, deliciosa y de fino gourmet, propuesta hace años, en Irlanda, por el gran Jonathan Swift de comerse los niños de un año, como un modo de acabar con las hambrunas. Y es que, sensu contrario, se promuevan las hambrunas, las pestes, enfermedades varias, para rebajar las expectativas de vida y que los hombres no lleguen a los sesenta años. Que mueran jóvenes, para que los dioses los disfruten.
Por ejemplo, podría incrementarse el consumo de “comidas chatarra” y bebidas azucaradas para que más pronto llegue la “solución final”. Así que doña Christine y su séquito de economistas neoliberales tienen, a mano, la salida, sin que tengan que reventarse los sesos y encanecer para que el capitalismo no “sufra” tanto.
Les propongo, sin modestia, a la doña y a los dones lo que, en 1969, ya planteó Adolfo Bioy Casares en su novela Diario de la guerra del cerdo, que transcurre en una Buenos Aires fantasmal, llena de conventillos y con rumores de tango: hay que crear pandillas juveniles para asesinar a los viejos. Entre los muchachos (o pibes), el viejo es un cerdo, y no un búho (símbolo de la sabiduría), y entonces hay que proceder a acuchillarlo.
La vejez no es bella (así lo planteaba doña Simone de Beauvoir). Es pura fealdad, mi querida doña Christine. Y para que tenga otras palabras, le recuerdo las de Norberto Bobbio que, a los ochenta años, advertía que hoy los viejos viven una “vejez ofendida, abandonada, marginada por una sociedad más preocupada por la innovación y el consumo que por la memoria”.
Nada de nervios, madame Lagarde. Que el FMI para eso le paga. Ya los viejos no son historia, ni patrimonio, ni sabiduría. Son estorbo, fealdad, decadencia, que si quiere vuelva y lea (o, más fácil, vea) La naranja mecánica. O, como le digo, métase en la novela de Bioy, que no es distopía, ni mucho menos utopía, y dese cuenta de lo que dice Isidoro: “En la vejez todo es triste y ridículo: hasta el miedo de morir”.
La vía entonces es llevar al matadero a los viejos, gente inútil, que hace si no gastarse el erario y los caudales de las financieras privadas. No hay que dejarlos vivir mucho (aunque, como se sabe, la vejez dura poco). Hay que ahorrarse las pensiones y la seguridad social. Y, viéndolo bien, el tal matadero puede ser una gran fuente de ganancias. La plusvalía es infinita, mi querida.
En mi novela Balada de un viejo adolescente, un personaje en un asilo, dice: “Mirá, querido, que ser viejo es como estar en la última escala social, en la más baja, sobre todo, cuando ya no le aportás nada a la familia, o, mejor dicho, cuando la familia cree que ya estorbás, que sobrás en la casa, porque así me lo han contado algunos de los internos de acá, qué pesar. El viejo hiede”.
Hilo de Plata Editores. 2017
Ah, sí, señora de las finanzas: no solo el viejo hiede, sino que se convierte en una erogación superflua o, si se quiere, suntuaria. Qué cuentos de prolongarle la existencia. Qué vaina que un viejo viva tanto. Hay que ahorrarse esos gastos. No habrá necesidad de subir la edad de jubilación. Toda esa parafernalia es evitable.
Así que, póngase en situación. Hay que exterminarlos. Y si en esas usted también cae, qué importa. Habrá hecho un aporte invaluable a la humanidad. El gran capital se lo agradecerá por siempre, apreciada doña Christine.
Susana y los viejos , Guido Reni (llamado Le Guide), óleo sobre lienzo. 277 X 195 cm, 1620.
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Fotografía: La Pluma