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Las contradicciones del pensamiento decolonial

por RedaccionA diciembre 25, 2022
diciembre 25, 2022
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Por: Carlos Granés. 25/12/2022

Con mucha frecuencia, el poscolonialismo solo ha servido para sustituir una caricatura por otra. El americano se convierte en el último reducto de la tradición romántica europea y lo atávico, disfrazado de guiño revolucionario, humanitario o exótico, funciona como coartada y reclamo de consumo.

Cuando el poscolonialismo tocó suelo latinoamericano y en las universidades se empezó a discutir la relación del continente con Europa, no pude más que alegrarme. Imaginé que esta nueva rama de estudios por fin combatiría todos los estereotipos que suelen caricaturizar a América Latina como la tierra prometida de la revolución, la resistencia, la autenticidad o la utopía, y que, por fin, gracias a los decolonialistas, dejaríamos de ser esa pantalla oportuna donde el primer mundo proyectaba sus fantasías más descabelladas o violentas.

El trabajo que tenían por delante, me dije, es enorme y apasionante, porque la mistificación del continente empezó con el mismísimo Colón. El testarudo navegante, como lo llamó Edmundo O’Gorman, tergiversó los datos de los sentidos para ver las quimeras que anidaban en su imaginación. Cuando no vio emerger Asia allí donde nacía América, estuvo seguro de haber deambulado por el paraíso terrenal. De ahí en adelante, todo fue alucinación y fantasía. América pareció ser el lugar donde algún mago caprichoso había escondido esos prodigios que asaltaban la mente europea: El Dorado, California, la Fuente de la Juventud, las siete ciudades de Cíbola, la Atlántida; y más adelante el cristianismo primitivo, la utopía comunista, la autenticidad premoderna o las revoluciones populares. Sobre este tema Mario Vargas Llosa escribió un ensayo, Sueño y realidad de América Latina, que por sí solo vale un Nobel. En sus páginas muestra esa paradoja: nadie ha querido ver la realidad americana, mucho menos analizar su complejidad, sus particularidades y sus contradicciones, porque prefieren proyectar en ella sus propios deseos de perfección humana, cuando no de desfogue violento y de aventura.

Ante esa sintomática pérdida de racionalidad que aqueja a los europeos y a los estadounidenses al acercarse a América Latina, qué mejor que un pensamiento decolonial que rasgara ese engañoso espejismo y echara por tierra tanto estereotipo nocivo. Ingenuamente pensé que de eso se trataba el asunto, de recoger esa petición de Martí, quitarnos los anteojos franceses y yanquis, dejar las odas y enfocarnos en el estudio de la realidad. Pero no, qué va. Basta con acercarse a cualquier paper decolonial o a cualquier indexed journal sobre el tema para llevarse el mayor de los chascos. Si José Vasconcelos reprendió a Diego Rivera por llegar de París con la cabeza llena de Picassos dizque a pintar murales mexicanos, lo mismo se podría decir de los decolonialistas. Tienen la cabeza llena de Foucaults, Derridas y teóricos yanquis. Lejos de sumarse a la respetabilísima tradición ensayística latinoamericana, maltratan el idioma con una jerga abominable y el abuso del neologismo inane. Y eso cuando escriben en español, porque el decolonialismo es un campo de estudio anglosajón en el que algunos latinoamericanos han sido bienvenidos, a condición de que cambien de idioma y participen en los debates gringos, con las normas de publicación gringas y las referencias bibliográficas gringas. Todo ello, claro, para descolonizar las mentes y redimir a América Latina de la pecaminosa modernidad capitalista occidental –o sistema-mundo, como les gusta decir– que padecen ellos viviendo en Carolina del Norte, California o Nueva York.

No digo que sea imposible o que no se deba pensar a Latinoamérica desde Foucault, Derrida o cualquier otro teórico extranjero. Claro que se puede, ni más faltaba, lo que señalo es que hay cierta contradicción en querer purgar las mentes latinoamericanas de prejuicios modernos y coloniales con un laxante foucaultiano. El resultado no son mentes auténticas y liberadas, sino una verborrea que desagua en los pozos del posestructuralismo francés y de los cultural studies gringos. Y es justamente esto lo que decepciona tanto del decolonialismo, que no combate los prejuicios y estereotipos primermundistas sobre América Latina, sino que los compra todos, absolutamente todos, en algunos casos por ingenuidad y en otros por simple oportunismo.

Esto no pretende negar un hecho evidente y vergonzoso. América Latina es un continente lleno de desigualdades, en donde el color de piel, el género y la orientación sexual juegan en contra de los indígenas, los negros, los cholos, las mujeres y la población LGBTIQ+. El racismo y el machismo han sido constantes nocivas a lo largo de los siglos, como ha denunciado su literatura, y también es cierto que la colonia le otorgó a la población blanca el poder económico e intelectual de las naciones. Todo esto es bastante obvio y por eso mismo ha recibido amplia atención de los intelectuales latinoamericanos. La diferencia entre los enfoques previos y los del decolonialismo radica en las premisas que orientan sus indagaciones y también, como es lógico, en las conclusiones a las que llegan. Basta como ejemplo el caso de Sebastián Salazar Bondy y de la implacable crítica al legado colonial que dejó en Lima la horrible, un ensayo de 1964. Él, como toda la generación del cincuenta, detestó los vicios heredados de la colonia, pero a diferencia de los decolonialistas no sintió ninguna nostalgia por el pasado incaico. Al contrario. La solución a los prejuicios no era el indigenismo sino la razón, más universalidad, más modernidad; lo que en ese entonces se entendía por progresismo, y fue tal su empeño que acabó fundando una plataforma política, el Movimiento Social Progresista, cuyo propósito fue combatir el vicio colonial y premoderno con estudios detallados y conocimientos técnicos.

Esto es justamente lo que diferencia a los progresistas del pasado de la camada posmoderna y decolonialista de hoy en día. Para ellos –Walter Mignolo, por ejemplo–, la modernidad no puede resolver los problemas legados por la colonia porque la modernidad es el problema. Si Salazar Bondy veía en la razón y en la técnica el camino para modernizar a Perú y vencer el subdesarrollo moral, Mignolo niega esa posibilidad. Según él, la modernidad está umbilicalmente ligada a la colonialidad, y por eso el entusiasmo con respecto a las pretensiones racionales, universales y emancipadoras del proyecto moderno debe moderarse. Los decolonialistas están convencidos –es su credo– de que la modernidad tiene un pecado de origen. Ubicó al hombre blanco occidental a la cabeza de una pirámide racial, y desde ahí, escudado en la superioridad epistémica de la ciencia y la razón, se dedicó a marginar otras epistemologías y otros saberes. Su crítica, como la de todos los posmodernos, dirá que bajo la pretensión universalista no hay más que el eurocentrismo y el pretexto para civilizar-colonizar los pueblos de la periferia; que la ciencia occidental y su tabla de valores no son más que herramientas de conquista que doblegan cuerpos y contaminan almas; y que el modernizado latinoamericano no es un hombre o una mujer universal, con conocimientos o valores válidos más allá de su contexto cultural, sino un aculturado o un colonizado o un oprimido o un mentecato con el alma podrida de ideales importados.

La vía de acción parecería entonces clara. Aquel diagnóstico –o “ejercicio crítico”– que desvela la raíz torcida de la ciencia, del universalismo de los derechos humanos o de los ideales ilustrados recomienda despojarse de todo aquello. Habría que renunciar al pensamiento moderno y a la racionalidad moderna y buscar refugio en sistemas simbólicos ajenos a Occidente; habría que hacer lo opuesto que pretendía Salazar Bondy, en lugar de ir hacia el futuro, desandar los pasos y mirar a los pueblos ancestrales que permanecieron al margen del proceso moderno. En América Latina habría “epistemologías otras”, saberes ancestrales y sentipensamientos telúricos que ofrecen cosmovisiones distintas a las occidentales y con las cuales, por fin, podríamos liberarnos del colonialismo europeo. El contacto con estas poblaciones no modernas, los indios y los negros, haría las veces de exorcismo. Limpiaría el pecado colonial, sacaría al demonio europeo y purgaría el racismo, la vocación destructora, capitalista e individualista del alma latinoamericana. Como si fuera poco, haría estallar el proyecto moderno universalista demostrando el provincialismo de la ciencia, de la razón, de los derechos humanos, de la democracia, pues se haría patente la superioridad del saber pachamámico o del “buen vivir” indígena. Pureza y autenticidad: eso es lo que prometen los decolonialistas, al menos los más radicales, sin advertir en ningún momento que no hay fantasía más occidental, más moderna y más europea –también yanqui– que hallar un paraíso no contaminado por Occidente.

Tanto la utopía de la pureza y de la autenticidad como el relativismo que cuestiona la universalidad de la razón y el desencanto con la artificialidad y decadencia del capitalismo, de la industrialización, del anonimato e individualismo de la vida moderna están lejos de ser “epistemologías otras”. Todo esto nació en el corazón de Europa. Si el pensamiento ilustrado privilegió la razón y su poder para establecer ecuaciones, imperativos y teorías de alcance universal, su reacción, el pensamiento romántico, privilegió desde el siglo XVIII lo contrario: la rareza, la desviación, la irracionalidad, el caso etnográfico. Hasta Montesquieu sembró la duda relativista cuando reconoció que, si bien la religión cristiana era buena para Europa, la azteca era mejor para los súbditos de Moctezuma.

Y, por el contrario, la detestada universalidad tiene raíces robustísimas en América Latina. No hubo culturas más conscientes de la forma abstracta y universal que las prehispánicas. Se dio cuenta de ello Joaquín Torres García, un artista uruguayo que desde muy joven estuvo obsesionado con la forma ideal y con las ideas platónicas, y que después de deambular por los museos etnológicos de Nueva York y París tuvo una revelación: la verdadera universalidad no estaba en la Grecia clásica sino en América; estaba encarnada en las formas geométricas que habían usado los artistas prehispánicos para decorar sus tejidos y moldear sus cerámicas y sus obras de orfebrería. Ahí, en esa habilidad para representar la realidad con sus elementos fundamentales, el cubo, el triángulo, la esfera, sí que había universalidad. Torres García lo dijo: el hombre americano es un hombre universal; tiene una mente abstracta capaz de inferir principios eternos.

Torres García no fue el único creador que defendió el pensamiento abstracto y universal como un patrimonio americano. En los años cuarenta, el poeta Aimé Césaire criticó a los europeos no por sus pretensiones universales, sino por lo contrario, por su relativismo. Decían aborrecer lo que estaba haciendo Hitler en Francia, pero les parecía normal lo que había hecho Francia en el Caribe. Aceptar para los otros lo que no se quería para uno era relativismo, les aclaró Césaire, y les correspondía a los negros del Caribe, que padecían un sistema colonial, darles esa lección de pensamiento racional y de moral universal a los europeos.

Lo anterior no significa que en América Latina no existieran enemigos radicales de la universalidad y del influjo europeo. Claro que los hubo, y a manos llenas. Los decolonialistas contemporáneos no son los primeros que reivindican al indio o al negro como talismanes purificadores. Antes que ellos surgieron poetas, como el brasileño Plínio Salgado, que quisieron purgar del alma nativa las ideas y los valores europeos. En los años veinte Salgado pedía que se nacionalizaran la vida mental y las costumbres de los brasileños e inventaba vanguardias artísticas destinadas a restablecer la comunión con el tupí originario que deambuló por las riberas del Amazonas. Pero con el cambio de década Salgado dejó la poesía por la política y fundó la Acción Integralista Brasileña, un partido que buscaba lo mismo, purgar todo elemento luso o colonial y reivindicar al habitante de la provincia que no tenía el diablo urbano y cosmopolita dentro. Todos estos anhelos de pureza y limpieza, sin embargo, no condujeron al “buen vivir” sino al fascismo. Y no debe extrañar. Ese deseo de rescatar al personaje originario, el mito ancestral, la pureza que brota de las grietas telúricas ha sido siempre el adn del pensamiento reaccionario y fascista. En Italia se mitificó al gladiador romano; en Argentina, al gaucho y su tacuara que repelieron al español; en Brasil, al tupí que tuvo un contacto prístino con el suelo ancestral de la patria; en Perú, al incario que inculcó en la vida nacional el legado de un gobierno autocrático. El decolonialismo ha rescatado las añejas categorías raciales que la izquierda latinoamericana de los años veinte desterró del debate público, por absurdas y peligrosas, y ha vuelto a sembrar nostalgias por pasados remotos y mitificados. También ha vuelto a rechazar el cosmopolitismo y el mestizaje, los antídotos al nacionalismo, y ha vuelto a usar metáforas sangrantes como “herida colonial”, que recuerdan a la “victoria mutilada” del poeta D’Annunzio. Para colmo, está replicando la fantasía reaccionaria por excelencia, la de ir en busca de un pasado religioso, tradicional, místico y espiritual que la modernidad se llevó por delante. Están a quince minutos de verse en el espejo y no reconocerse.

Porque cuando se observen de cuerpo entero no van a ver al americano liberado de sus prejuicios occidentales, sino al penúltimo eslabón de la tradición romántica europea. Mucho antes que ellos, Gauguin, Blaise Cendrars, Antonin Artaud, William Burroughs o el Living Theatre salieron en busca de lo auténtico y lo puro en la periferia. E incluso antes que ellos, los surrealistas invocaron el poder purificador de los bárbaros orientales, Sartre celebró el asesinato de los europeos porque suponía matar dos pájaros de un tiro: suprimir a un opresor y liberar a un oprimido; y hasta Foucault, convertido en intelectual público, apoyó la rebelión ultraconservadora y ultrarreaccionaria del ayatolá Jomeini, convencido de que era “la primera gran insurrección en contra del sistema planetario” (sistema-mundo, habría dicho hoy en día). Desde el siglo XIX no ha habido nada más occidental que odiar a Occidente, y no ha habido nada más europeo que aspirar a la purificación que ofrece el salvaje, el exótico, el personaje telúrico no contaminado por la vida burguesa y la ciudad capitalista. Nada más eurocéntrico que idealizar modos de vida ancestrales, espirituales y premodernos, y más aún cuando se vive en sociedades ultramodernas y se cuenta con los recursos materiales, culturales y sanitarios de la Universidad de Duke, Berkeley o Binghamton.

Y es por eso que el decolonialismo tiene tan buena acogida en las instituciones culturales y académicas del primer mundo, porque no hay un producto de consumo que mejor sirva como símbolo de distinción o guiño revolucionario o humanitario que el atavismo latinoamericano. La víctima profesional, la que no deja de sufrir por la herida colonial, la que les echa en cara a los europeos lo mucho que ha sufrido por culpa del colonialismo y el racismo y el eurocentrismo, entra en un plisplás a los museos (el Reina Sofía tiene obras increíblemente demagógicas del colectivo Ayllu y de Daniela Ortiz) o se convierte en tema de reivindicación académica. Y eso tal vez sí sea muy latinoamericano. José Clemente Orozco lo detectó al ver la deriva que estaba tomando el muralismo mexicano en los años treinta. Hemos ganado maestría engañando al gringo con lo que más le gusta, autenticidad, folclor, revoluciones populares y víctimas a las cuales redimir con premios y exhibiciones en museos. El poscolonialismo, cuya misión debió ser enfrentarse a todos estos estereotipos manidos y a toda esa retórica kitsch y lastimera que impide que América Latina sea tenida en cuenta por lo que en realidad es: una fuente inagotable de talento, ingenio y capacidad profesional, no ha hecho más que reproducir el engaño de Colón y la mirada exotista del extranjero. La otra tarea, la de mostrar la Latinoamérica real, todavía está pendiente. ~

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Fotografía: Letras libres

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