Por: Nadie hablara de nosotras / Lara Gil. 27/03/2025
Las ensaladas parecen inofensivas, pero esconden significados profundos sobre lo que somos y lo que debemos ser.
Quinoa, garbanzos cocidos, pepino, cebolla roja, queso feta, pistacho, aceite y zumo de limón. Así es la ensalada que Jennifer Aniston comía cada día durante los diez años de rodaje de Friends. La actriz lo ha contado orgullosa varias veces. De hecho, si buscas “Jennifer Aniston ensalada” en Google, te aparecen decenas de páginas con la receta mágica que la acompañó durante una década.
Y no solo a ella, sus compañeras de reparto también se sumaron y las tres actrices se pasaron toda la serie alimentándose de una ensalada milagrosa que las ayudaba a mantener su peso y no engordar. Me las imagino juntas en el camerino comiendo sus tuppers de ensalada, hablando de Brad Pitt y compartiendo trucos para no engordar.
Durante ese tiempo, ni Rachel, ni Phoebe, ni Mónica subieron de peso, las tres mantuvieron los estándares corporales propios de la época: eran delgadas, jóvenes y blancas. No como sus compañeros de rodaje, a quienes vimos cambiar de peso en cada temporada sin que eso tuviera consecuencias para ninguno de ellos. En una entrevista Jennifer Aniston reconoció que su agente le obligó a perder 13 kilos para conseguir el papel de Rachel y que había hecho tantas dietas a lo largo de su vida que podía considerarse a sí misma una nutricionista.
Mi cuerpo no demuestra que sé comer, ni que lo haga bien
A mí me pasa lo mismo, he pasado por tantas especialistas y he leído tanto sobre alimentación que me tendrían que convalidar el título del grado en Nutrición y Dietética. La diferencia entre Jennifer Aniston y yo, entre muchas otras cosas, es que mi cuerpo no demuestra que sé comer, ni que lo haga bien. Más bien al contrario, nadie imagina que un cuerpo gordo como el mío come ensaladas.
Pero, aunque no lo parezca, sé mucho de ensaladas. He pasado por tantos trabajos precarios con turnos infinitos que he tenido acceso a tuppers de un montón de mujeres, y si algo se repetía en ellos eran las ensaladas. He visto ensaladas de todo tipo: ensaladas exóticas con mango y aguacate; ensaladas austeras de tomate y pepino; combinaciones vintage con pasas, orejones y canónigos; ensaladas en recipientes de plástico con la guarnición perfectamente clasificada en compartimentos por solo 2,99 euros. He participado en muchas conversaciones en las que diferentes mujeres hablábamos de los beneficios de la ensalada, y nos entusiasmábamos ante nuevas posibilidades de combinar la rúcula con los garbanzos, o el arroz con las espinacas.
También sé mucho de ensaladas porque, en todos los intentos que hice desde pequeña por conseguir adelgazar, la ensalada era siempre mi fiel compañera. No podía comer casi ningún tipo de alimento, pero si tenía hambre siempre podía comer ensalada. Esto me decían las enfermeras y nutricionistas con una gran sonrisa: “No te preocupes, si tienes hambre puedes comer más ensalada”. La ensalada era la única forma de alimentarme y adelgazar. Amo y odio la ensalada a partes iguales: me encanta su sabor y a la vez me recuerda a todos los fracasos que sufrí en mi búsqueda de la delgadez.
La ensalada alberga dos grandes preocupaciones: alimentarnos y no engordar
Aunque la ensalada es la receta más fácil que existe, esconde significados complejos, ya que alberga dentro de sí dos grandes preocupaciones de nuestra época: alimentarnos y no engordar. Comer engorda, pero no podemos ser gordas, pero tenemos que comer, demasiado complicado para tener algún sentido. Hay un meme en internet en el que se ve a varias mujeres, todas blancas y jóvenes (cómo las amigas de Central Park), riendo forzadamente junto a un bol de ensalada, debajo de la imagen se lee la frase: “Cuando tu ensalada te cuenta un chiste”. La gracia del meme está en que comer ensalada no es algo especialmente divertido, pero por sus sonrisas parece que comer ensalada es mejor que una fiesta. Nos tiene que gustar la ensalada y el meme se ríe de eso.
Gracias al aliño y a la posibilidad de combinar diferentes ingredientes, la ensalada consigue quedarse a medio camino entre comer vegetales aburridos e insípidos o comer platos sabrosos y llenos de calorías. Comer ensalada es una solución para comer sano y rico. O, lo que es lo mismo, comer sin engordar.
Vivimos tensionadas entre la búsqueda del placer y la necesidad de ejercer autocontrol
Vivimos tensionadas entre la búsqueda constante del placer y la necesidad de ejercer un gran autocontrol sobre nosotras mismas. En el oleaje cotidiano surfeamos dos imposiciones que se contradicen: llevar una vida saludable y equilibrada, y disfrutar y alcanzar el máximo placer en cada momento. Esta tensión hace que tengamos que forzar el placer. Hay que recorrer un largo y tedioso camino lleno de disciplina hasta acostumbrarnos a que nos guste lo que no nos gusta: la depilación, la dieta, el gimnasio o el té matcha son solo algunos ejemplos. Otro ejemplo, pero en el lado contrario, es el azúcar, no debería gustarnos pero está muy rico. Tenemos que forzarnos a que no nos guste lo que nos gusta. Tenemos que forzar el control y el placer a partes iguales.
Cada bocado de lechuga aliñada es un paso más hacia lo que se conoce como “la salvación moral a través del cuerpo”. Un concepto que describe cómo en las últimas décadas en Occidente demostramos nuestro estatus social y cualidades morales a través del control, la disciplina y la transformación del cuerpo. Y dicho de una forma más simple: quiere decir que demostramos que somos mejores o peores personas a través de nuestro cuerpo. No solo nos obsesiona cuidarnos, si no que necesitamos demostrar que lo hacemos. Por eso hay personas que miran por encima del hombro a otras si no comen como “es debido” o evalúan los platos de las otras buscando el fallo moral de no haberle puesto nada verde a la comida.
Las personas blancas usamos la dieta para perpetuar la idea de que la vida de Occidente es la civilizada
Pero esto va más allá; hay gente, y aquí incluyo gente de izquierdas y feministas, que usan la alimentación para menospreciar y ridiculizar otras culturas. Varias veces he escuchado a compañeras hablar con desdén de la forma de alimentarse de la “gente latina” o criticar a mujeres gitanas por “alimentar mal a sus hijes”. La dieta y la forma de alimentarse es un elemento cultural que las personas blancas utilizamos para seguir perpetuando la idea de que la forma de vida de Occidente es la civilizada, en contraste con las otras formas de vida menos desarrolladas. La blanquitud también está impregnada de superioridad moral y es nuestra obligación sacudírnosla y dejar de mirar por encima del hombro a todas aquellas personas que viven y se relacionan desde un lugar diferente al nuestro. La dieta mediterránea no es mejor que cualquier otra dieta, y en España no comemos mejor que en ningún otro sitio. Y aunque así fuera, este no puede ser un argumento para despreciar otras formas de vivir y alimentarse.
Desde pequeña he escuchado la frase “somos lo que comemos”. Pero, de verdad, ¿somos lo que comemos? ¿Por qué somos lo que comemos en lugar de lo que escuchamos? ¿Lo que leemos? ¿Lo que soñamos? De todas las cosas que hacemos en un día, de todas las decisiones que tomamos, hemos decidido definirnos a través de la comida porque lo que comemos y el cuerpo que tenemos se ha convertido en un medidor social.
Es un mito que nuestro cuerpo sea fruto de las decisiones que tomamos
En muy poco tiempo, el cuerpo ha pasado de ser continente a contenido. Lo que pesamos, lo que vestimos, la salud que tenemos, todo dice algo de nosotras. Estar sanas o no, comer “bien” o no, han pasado a considerarse virtudes morales, aunque escapen de nuestra voluntad. Esto último es muy importante porque lo moral tiene que ver con una actitud ante la vida, con la toma de decisiones correctas y asociar una moralidad al cuerpo supone entender el cuerpo como una decisión. Es un mito que nuestro cuerpo sea fruto de las decisiones que tomamos. Si así lo fuera, las personas gordas no cumpliríamos con esta máxima ya que la mayoría hemos intentado hacer todo lo posible por adelgazar y no lo hemos conseguido.
Creemos falsamente que engordamos por comer mal, por eso dedicamos tiempo y esfuerzo en comer “bien”, para estar delgadas. Porque el cuerpo bueno es el delgado y el cuerpo malo ya sabemos cuál es. El argumento para violentarnos y castigarnos es siempre el mismo: no sabemos comer, no sabemos cuidarnos, no estamos sanas. Como si saber comer, cuidarse o estar sanas fuera una obligación moral.
Hemos llegado al punto en que la salud se ha impuesto como un deber. Alardeamos de estar sanas como si fuera una virtud. Y cuando enfermamos, nos culpamos. Como si lo hubiéramos provocado. Como si nos lo mereciéramos. Como si morirse o enfermar fuera un fallo, algo evitable. Como si tuviéramos que estar permanentemente luchando contra la vulnerabilidad. Ni las personas delgadas son mejores que las gordas, ni las personas sanas lo son que las enfermas. Lo que comemos no nos define y aunque parece algo obvio, a muchas se nos está olvidando.
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Fotografía: Pikara magazine. Denis Novikov / iStock.