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La evaluación de desempeño no es punitiva, es peor.

por La Redacción agosto 14, 2017
agosto 14, 2017

Por: Roberto González Villarreal, Lucía Rivera Ferreiro y Marcelino Guerra Mendoza. Universidad Pedagógica Nacional, Sede Ajusco. 

Entre el 1 de septiembre y el 31 de octubre, se llevará a cabo la tercera evaluación de desempeño docente, como para desmentir a quienes hace apenas unas semanas habían declarado fallida, muerta y enterrada a la reforma educativa. Pues no: no estaba muerta, estaba en reparaciones.

Y viene con más fuerza. En una sola ocasión se pretende evaluar a 150 mil profesores. Más o menos los mismos que en las dos ocasiones anteriores. Y además, para 938 profesores será la segunda oportunidad, mientras que para otros 1780 será la tercera y última. De no pasar el examen, serán reubicados en tareas no docentes.

¿Qué significa esto? Sencillo: para algunos cientos de maestros, la evaluación de desempeño seguirá su curso inexorable. Ellos son los primeros en advertir, en vivir en carne propia, que la evaluación no es un examen, ni una prueba fallida, sino un proceso del que no se sale nunca.  Ya se encuentran en la gran máquina evaluadora, de ahí no hay salida. Aún si superan la segunda o la tercera oportunidad, tendrán que evaluarse de nuevo. Una y otra vez, hasta el fin de su trayectoria laboral, o de su propia existencia.

Esos dos mil profesores que ya se encuentran en la segunda o tercera oportunidad, se encuentran en una situación que apenas vislumbran unos pocos. Los cientos de miles que faltan, todavía no sufren en carne propia la experiencia de la evaluación infinita. Los idóneos creen haberse salvado, están obnubilados por la ilusión del tiempo ganado. Ya tendrán que volver, más temprano que tarde. Y así, per saecula saeculorum. Esto es lo que no parecen advertir quienes denuncian a la evaluación como punitiva, un lugar común muy desafortunado, un error, un garlito al que llevaron y en el que cayeron los maestros.

No es cierto. Punitivo, dicen los diccionarios, es todo lo relativo al castigo. Y castigo es “la pena que se impone al que ha cometido delito o falta”. Por tanto, una evaluación punitiva es la evaluación que castiga a quien cometa una falta. Esto significa que se infringió una norma y se hace acreedor a la pena correspondiente. Un delito, un castigo; es decir, una sola vez. No se castiga dos veces el mismo delito.

En la evaluación de desempeño no es así.  La única vez que la evaluación es punitiva es la última, ahí si se castiga al docente retirándolo de sus actividades académicas. Las anteriores no, no se castiga a nadie; sin embargo, la situación es peor:  se somete a los profesores a un estado permanente de incertidumbre. 

Sean idóneos o no idóneos, una vez que los maestros entran a la máquina evaluadora, se vuelven trabajadores inseguros. Su contratación es temporal, siempre será por tiempo determinado. Y peor: dependerá de ellos mismos superar las evaluaciones durante toda su vida, de nadie más. Sólo de ellos depende pasar o no, según los indicadores, criterios y parámetros, impuestos desde lugares tan oscuros como cambiantes e impenetrables.

Repetimos: la evaluación de desempeño no castiga sino hasta el último momento, cuando se falla en la tercera ocasión. Este es el momento límite, al que por cierto llegan muy pocos, basta estudiar las estadísticas para verlo; así que esto no es lo sustantivo de la evaluación de desempeño, sino la producción inmanente de riesgos de desafiliación, la generación de un clima eterno de inseguridad docente. En una palabra: la producción de incertidumbre. ¡Y no se trata de una cuestión laboral, sino de una condición pedagógica de aprender a lidiar con la incertidumbre, trabajar en la incertidumbre y transmitir la incertidumbre en las tareas educativas! Como lo requiere el mercado, como se requiere en la producción de la subjetividad en el capitalismo cognitivo.

Por eso decíamos antes, la evaluación de desempeño no es punitiva: es peor. No castiga, en todos los momentos, sino que genera un estado permanente de inseguridad e inestabilidad, y eso no queda ahí. A partir de la incertidumbre que esto provoca, se generan efectos múltiples: en la subjetivación docente, en la práctica educativa, en las relaciones magisteriales, en la identidad profesional, en la formación de los maestros, entre muchas otras cosas que debemos empezar a reconocer, registrar y estudiar.

En esta perspectiva, la cuestión fundamental no es discutir si la reforma es laboral o no, si es integral o parcial, si los reactivos están bien o mal hechos, si las fases son excesivas y la evaluación  obesa, si las notificaciones fueron o no bien hechas,  si la selección de profesores a evaluar tiene intención política o no,  si los lugares de los exámenes son cómodos o terribles, si falla o no el equipo de cómputo, si es difícil entrar a la red o no, si las maestras han  sido coaccionadas o no, ese es el ropaje de la implementación de las políticas públicas, el favorito de críticos y autoridades, que en este caso se parecen tanto que ya no sabe uno nada.

La SEP y el INEE han sido muy claros: están siempre dispuestos a aceptar las críticas que mejoren los procedimientos evaluativos. Y algunos, muy diligentes, se dieron a la tarea de proponer algunas cosas. ¡Muchas gracias!, dicen Backhoff y demás funcionarios del INEE. ¡Gracias!, diría Nuño. ¡Eso es lo que queremos, mejorar la evaluación!, afirma Schmelkes.

¡Y eso fue precisamente lo que hicieron, mientras los críticos nos distraían con que la reforma estaba muerta! Y resulta que no, estaba en reparaciones, en perfeccionamiento.

Desde Nochixtlán, los técnicos del INEE y los políticos de la SEP, o al revés, se tomaron mucho tiempo para confundirnos diciendo que las evaluaciones serían voluntarias, cuando todos sabemos que la Constitución dice claramente que son obligatorias. Sobre todo, utilizaron el tiempo post-protestas y post-negociaciones, para modificar mecanismos, procesos, instrumentos, agentes, lugares y hasta fases de la evaluación, ¡pero no el régimen de la evaluación que caracteriza a la reforma! Ése se mantiene, y así seguirá hasta que no se echen abajo las leyes.

Por eso, ante esta reforma pensamos que la crítica debe ser radical, no limitarse a cuestionar lo adyacente, sino lo sustantivo. Criticar sin distraerse o desviarse en lo que algunos críticos quisieran que la reforma fuera, sino develando lo que la reforma es, lo que se propone; no sólo en su retórica, sino más aún, en la operación inmediata de sus estrategias, de sus mecanismos, es decir, en las técnicas y tácticas de sujeción que diseña y se propone, en sus objetivos soterrados.

Ya lo hemos dicho en nuestro libro Anatomía Política de la reforma educativa, el régimen de evaluación que se propuso no tiene nada que ver con la cuestión de la calidad; ese es un artilugio retórico muy fácilmente desmontable. La cuestión central es analizar lo que se propone efectivamente, lo que produce y no lo que abandona.

Por eso decimos que el objetivo soterrado de la reforma, el que está envuelto en los problemas de implementación y la retórica de la calidad, es la producción de incertidumbre y los efectos que ésta trae consigo, tanto para la identidad, como la formación, la práctica, el perfil, las relaciones de los maestros, en la escuela, consigo mismos, con sus alumnos y la comunidad.

No ayuda gran cosa hacer parrafadas abstractas sobre evaluación y calidad, más útil es visibilizar el régimen de evaluación que la reforma ha diseñado. Y con esto no pretendemos negar la necesidad cuasimetafísica de la evaluación educativa, menos aún justificar corruptelas, malos maestros o prácticas dañinas, sino advertir y denunciar lo que este modelo propone: la inseguridad como pivote de reconfiguración docente. Por eso hay que negarse a ESTE régimen evaluatorio; este, el que está en la Constitución.  Significa desde nuestra perspectiva, que hay que seguir luchando CONTRA la reforma educativa. Tal como están, ni la evaluación ni la reforma son mejorables, porque en su ADN se encuentra la producción de incertidumbre y la conformación de docentes inseguros, precarios y sometidos. 

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