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La ciudad como escaparate millonario de comida insana

por RedaccionA septiembre 25, 2021
septiembre 25, 2021
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Por: Laura Caorsi. 24/09/2021

No hace falta vivir en una zona de enfrentamiento armado para salir a la calle y recibir un impacto. Alcanza con estar en cualquier ciudad de tamaño medio para que te acribille la publicidad; para que recibas, sin darte cuenta, miles de impactos entre los ojos. Así se llama en la jerga publicitaria al momento en que una persona es alcanzada por un mensaje: impacto, una palabra de reminiscencia bélica que describe bastante bien hasta qué punto la ciudad puede funcionar a veces como un coto de caza. Las marquesinas y los kioscos, las vallas y las farolas, las lonas que cubren los edificios en obras, las paradas y los autobuses… Todos son puestos de tiro. Mientras esperas, conversas, paseas o conduces, vas encajando los disparos. Y en esa ráfaga de tentaciones, la bebida y la comida insana ocupan un lugar primordial. 

Los anuncios de comida influyen en tus preferencias alimentarias. Les ponen nombre a tus gustos. Los moldean. Muchos están incrustados en el paisaje urbano y te interpelan desde allí: “Come”. “Prueba”. “Disfruta”. “Es nuevo”. “Exquisito”. “Extragrande”. “Date prisa”. “Llévate dos”. “Refrescante”. “Sabroso”. “Más tierno”. “Mejor”. Las empresas de comida ultraprocesada  invierten millones de euros a diario para que recuerdes que existen, conozcas sus novedades y revivas tu deseo de probar lo que fabrican. Nada es nuevo, en realidad, ni sus productos ni tu deseo, pero la publicidad alimenta el espejismo.

El año pasado las cadenas de restauración y las empresas de alimentación se gastaron en España más de 792 millones de euros en publicidad

El año pasado, aunque la inversión publicitaria cayó un 18 % como consecuencia de la pandemia, las cadenas de restauración y las empresas de alimentación se gastaron en España más de 792 millones de euros en anunciar sus productos en todos los soportes posibles. ¿Mucho? ¿Poco? Lo suficiente para que el sector de la distribución y la restauración, el de la alimentación y el de las bebidas se colocaran entre los diez que más invirtieron en publicidad en 2020. Esto incluye la llamada publicidad exterior; es decir, los anuncios que te encuentras por la calle. 

Puestos de tiro y perchas de oro

Las ciudades son enormes espacios publicitarios. Todo lo que hay en ellas puede utilizarse como percha para colgar un reclamo. Todo: desde los edificios y el mobiliario urbano hasta los taxis y las personas. Eso de pegar carteles en los semáforos o las farolas, que hacen instintivamente quienes buscan piso o trabajo, lo hacen también las empresas, pero de manera profesional. “Dadme un punto de apoyo y colgaré un anuncio”, podría decir un Arquímedes contemporáneo con alma de publicista, y triunfaría, porque la inversión en anuncios en la vía pública es cada vez más importante. 

Publicidad callejera. Vamos con una cifra de la antigua normalidad: en 2019, solo en España, las empresas destinaron 423,3 millones de euros en estar ahí, donde tú transitas, y en hacer que sus productos sean parte del paisaje cotidiano. Dicho de otra manera: gastaron más de un millón de euros al día para mantener ese decorado de apariencia efímera y estructura persistente, que además de coches, ropa, viajes o bancos, también enseña las mejores imágenes de los peores alimentos.

Quizás nunca te hayas puesto a contar la cantidad de anuncios de productos ultraprocesados que hay a tu alrededor. Tal vez no les prestas atención o crees que son insignificantes –a estas alturas, ya son parte de la ciudad; un horizonte al que te has acostumbrado–, pero ahí están, significando. Permeando como lluvia fina. Reforzando con su presencia el contorno de tus opciones. Alcanzándote a ti y al 80 % de la población que, como tú, recibe a diario este tipo de mensajes. 

El 80 %. Según datos de la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC), esa es la tasa de penetración de la publicidad exterior de los dos últimos años. Solo la superan internet y la televisión. A su vez, cuanto mayores son las ciudades, más impactos recibe la gente. Un ejemplo: mientras que en las poblaciones con menos de 5.000 habitantes la tasa de penetración no llega al 65 %, en una ciudad como Madrid se dispara al 86,4 % y en Barcelona capital, al 91,8 %.

Las cifras refrendan una obviedad que a veces pasa desapercibida: en las ciudades estamos rodeados de estímulos alimenticios y propuestas de comida. Y estos estímulos no solo abarcan las posibilidades reales de compra (que son muchas, a casi todas horas y en espacios donde te conviertes en un comensal cautivo), sino también los anuncios de productos comestibles. Cuando no tienes delante un alimento, tienes la representación de ese alimento. Donde no hay objeto hay signo. Y ese signo, salvo honrosas excepciones, no suele contener sugerencias que sean buenas para tu salud. 

Experimento informal para pensar en estas cosas: ¿cuántos anuncios de fruta has visto en las paradas de autobús? ¿Cuántas marquesinas con publicidad de agua? ¿Cuántos carteles iluminados con menús saludables o restaurantes que no sean franquicias de fast-food? Seguramente, ninguno o muy pocos. Estos puntos, estratégicamente repartidos por la ciudad, no están ahí para cualquier anunciante: son perchas caras. Colgar un anuncio en 350 marquesinas de Sevilla durante una semana cuesta casi 60.000 euros. Colgarlo en 800 marquesinas de Madrid cuesta unos 160.000.

Son anuncios, ¿y qué?

La saturación de publicidad en la vía pública –sobre todo, en los entornos urbanos– ha llevado a algunos investigadores a definirla como contaminación visual. Es el caso, por ejemplo, de María Granda Sánchez, de la Universidad Católica del Ecuador, que analiza el impacto de estos mensajes en la salud de la población.

La contaminación visual, dice Granda, es el cambio o desequilibrio en el paisaje, ya sea natural o artificial, que afecta las condiciones de vida y las funciones vitales de los seres que lo habitan. Y detalla que el uso exagerado y casi ubicuo de la publicidad exterior provoca episodios de estrés, dolor de cabeza y distracciones peligrosas en la población, sobre todo, en quienes conducen. 

Si te has quedado sin ingresos, si trabajas y aún así eres pobre, tienes muchas más probabilidades de comer productos de mala calidad nutricional

Este factor de contaminación visual y estrés se aplica a todos los productos anunciados, desde coches hasta detergentes, aunque hay un tipo de producto que supone un problema añadido para la salud cuando se anuncia: la comida basura y sus engendros ultraperpetrados. Estos mensajes también son ubicuos, pero hay lugares donde son especialmente incisivos. Según el Informe de la Nutrición Mundial, publicado en 2020, la publicidad de productos ultraprocesados está mucho más presente en los barrios de bajo nivel socioeconómico. En otras palabras: se ceba con la gente más pobre.

“La información proporcionada sobre los alimentos y la forma en que se promocionan y anuncian influyen en las preferencias de los consumidores, el comportamiento de compra y los patrones de consumo, de forma tanto negativa como positiva”, expone el documento. Y afirma que “la promoción de los alimentos tiene una influencia directa en las preferencias de los niños, los adolescentes y los adultos y en sus conocimientos nutricionales, su alimentación y salud. Los anuncios de alimentos ultraprocesados presentan una mayor prevalencia en los barrios de ingreso bajo, y la publicidad está aumentando en estas comunidades”.

No solo aumenta esta publicidad; también lo hace la obesidad, cuyas cifras casi se han triplicado en los últimos 40 años. Y sí: la incidencia de esta patología es especialmente acusada en la población que tiene menos recursos. No es una casualidad. Si te has quedado sin ingresos, si trabajas y aún así eres pobre, si no tienes casi tiempo libre o ciertas opciones de ocio saludable están fuera de tu alcance (económico o geográfico), tienes muchas más probabilidades de comer productos de mala calidad nutricional. Esto tiene que ver con el dinero, con la ausencia de buenas perspectivas y, más profundamente, con la precariedad estructural. 

Hablamos de productos que son baratos, prácticos, muy fáciles de conseguir y almacenar, cuyo sabor revoluciona tus receptores sensoriales, y cuya publicidad, persistente y ubicua, se encarga de ponerle subtítulos positivos a la experiencia. Los anuncios, además de mencionar la novedad y la conveniencia, insisten en que la felicidad está ahí, en un refresco. Que la vida tiene textura de helado industrial. Que el doble menú extra con queso es tu gran momento y que te lo mereces porque te lo has ganado. En suma, que tu vida puede ser horrible, pero que estas cosas tan apetecibles y asequibles están ahí para mejorarla. 

El mecanismo es perverso. Como explica la socióloga Priya Fielding-Singh, el poder adquisitivo condiciona la relación de las personas con la comida, pero ese condicionamiento va mucho más allá de tener acceso (o no) a alimentos saludables; incide en algo más profundo: el significado que se le asigna a los productos que comemos. Hoy, la comida basura es el lujo posible, el premio asequible para quienes menos posibilidades tienen. La dinámica es lesiva y la publicidad que tapiza las ciudades la mantiene en movimiento. Si no fuese efectiva, las empresas de ultraprocesados no gastarían en anunciarse ni un euro.

LEER EL ARTICULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: CTXT

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