Por: Manuel Fernández Labrada. 28/08/2022
Manuel Fernández Labrada reseña ‘Un pequeño mundo, un mundo perfecto’, un libro sobre jardines, espacio de ruptura y disidencia, lugar verdadero y de resistencia, que nos habla de la posibilidad de relacionarse de manera distinta, antidesarrollista, con el entorno.
Como sucede con otras tantas cosas, la importancia que puede tener el pasear por un jardín solo se nos revela en ocasiones excepcionales, cuando alguna circunstancia sobrevenida nos lo impide. Algunos pudimos comprobarlo durante la pasada pandemia, con las ciudades confinadas perimetralmente y muchos jardines y lugares de esparcimiento clausurados. Recuerdo que cada mañana rodeaba los muros de un parque cerrado en el que solía pasear a diario con la perra. Desde el asfalto y las aceras desiertas que lo rodeaban, sus umbrías avenidas y soleadas rosaledas se me representaban como un verdadero paraíso inaccesible. El día en el que, de manera inesperada, me encontré las puertas abiertas y pude penetrar en su interior, sentí que se me saltaban las lágrimas. De nuevo un suelo mullido y elástico bajo los pies, el húmedo aroma de la tierra, la sombra de los árboles… ¡Se me había privado de algo verdaderamente importante! Los jardines han sido, desde luego, un símbolo de bienestar y gozo en todas las culturas y épocas, y la literatura que los documenta, tan antigua y venerable como el propio libro del Génesis y su árbol prohibido. El jardín de Alcínoo, el del viejo de la montaña, el del anciano de Córico, o aquel otro que, por falta de tiempo, Virgilio no pudo desarrollar en sus Geórgicas constituyen tan solo algunos ejemplos de una larga tradición de libros-jardín (reales, inventados o incluso simbólicos) en la que se inserta, con todos los honores, el último trabajo de Marco Martella: Un pequeño mundo, un mundo perfecto. Un libro lleno de sabiduría y lirismo, que nos invita a recorrer algunos de los jardines más sugestivos y originales del mundo, así como a meditar sobre el significado que entrañan para el hombre contemporáneo estos espacios acotados, fruto de un trabajo cuidadoso que no conoce las prisas, acorde a los ritmos propios de la naturaleza. «Se entra en un jardín, a veces, como se abriría un libro».
Un pequeño mundo (Un petit monde, un monde parfait, 2018) se añade a otros títulos de Marco Martella, también publicados por la barcelonesa Elba, como El jardín perdido o Jardines en tiempos de guerra, firmados por sus heterónimos Jorn de Précy y Teodor Cerić. Un nuevo libro que, al igual que los anteriores, combina de manera ejemplar bellas descripciones y reflexión ética, y que tampoco exige, claro está, disponer de jardín alguno para disfrutarlo. Un pequeño mundo es también, de alguna manera, un estupendo libro de viajes, el mejor para este verano caluroso y desquiciado que padecemos, castigados por la guerra, el cambio climático y los incendios forestales. Martella ha sabido encontrar en el generalizado interés que despiertan hoy en día los jardines un significado que va mucho más allá del que corresponde a unos recintos de esparcimiento o evasión, trascendiéndolos a símbolos de resistencia frente a la despersonalización y urgencias del mundo actual. El jardín es la antítesis del no lugar: un reconfortante espacio en el que aún sobreviven restos de esa sacralidad ancestral ―genius loci― que impregnaba los bosques y parajes de la Antigüedad, morada de ninfas, musas y divinidades silvestres. Ilustran el libro de Martella un puñado de fotografías, en blanco y negro, de notable encanto; pero solo las justas, y en ocasiones, desvaídas, para que nuestra imaginación pueda volar mejor a ese territorio de la fantasía donde los jardines crecen de manera inmejorable. Una de las siete maravillas del mundo antiguo era un jardín.
Entre los variados jardines que podremos visitar acompañados por Marco Martella destacan, de manera singular, los jardines literarios; es decir, aquellos que están asociados a la figura de un escritor. Espacios que unen a su interés natural el artístico, pues el poeta se sirvió de ellos como refugio o fuente de inspiración, convirtiéndolos en puntos de encuentro privilegiados para conectar con su obra. Es el caso del jardín italiano de Ninfa (Cisterna di Latina), que hiciera célebre en sus versos el poeta Philippe Jaccottet. O el de Chateaubriand, en la Vallée-aux-Loups, a pocos kilómetros de París, un jardín que es mucho más que el retiro de un escritor que desea alejarse del mundo para crear. El autor de Memorias de ultratumba lo plantó como un espejo de su vida y de su obra, como una «autobiografía orgánica»: un lugar «donde la vida, los libros y la jardinería se han mezclado para formar un todo indisociable». La analogía entre jardín y texto literario es muy evidente para Martella. Como las semillas, las ideas del escritor también necesitan sosiego y tiempo para germinar; y al igual que el jardín, el poema, una vez lanzado al mundo, escapa a la voluntad de su creador. Aunque a una escala diferente, ambas creaciones son igual de impredecibles, y más de un autor se sorprendería si pudiera conocer el destino que le tocará vivir a su obra. ¿Qué no habría dado Chateaubriand, se pregunta Martella, por llegar a ver el esplendor actual que exhibe el último gran cedro del Líbano que plantó en su jardín?
Dentro de los jardines literarios, creados y disfrutados por un poeta que los ha consagrado en sus versos, está también el de Vita Sackville-West, el famoso jardín de Sissinghurst (Kent), que inspiró su célebre poema The Garden, empezado en 1939. Vita, que podía ver cómo los bombarderos alemanes lo sobrevolaban en su ruta hacia Londres, se pregunta qué justificación puede tener el cultivo de un jardín como el suyo en tiempos de guerra. La respuesta la encontramos en uno de sus versos: «Los pequeños placeres deben corregir las grandes tragedias». Esta relación, en apariencia contradictoria, ha merecido una especial atención del autor, Marco Martella, que le dedicó su libro Jardines en tiempos de guerra. También en un contexto de guerra, aunque no tan acuciante ni cercano, puede situarse una parte de la obra de Hermann Hesse. Un enamorado de los jardines como Martella no podía permanecer indiferente a la figura del escritor alemán, tan amigo de la naturaleza y los paseos campestres; y más concretamente, al de su bellísimo idilio consagrado a la jardinería, Horas en el jardín (Stunden im Garten, 1935): diario en verso de sus alegrías de jardinero en la Casa Rossa de Montagnola (el lector español deberá acudir al volumen cuarto de sus Obras completas, en Aguilar, para poder disfrutarlo). En esta casa de campo con una huerta escalonada, cedida desinteresadamente por un amigo, el pintor Gunter Böhmer, en 1931, Hesse pasará el resto de su vida, autoexiliado de su Alemania natal, de cuya deriva nacionalista llevaba ya muchos años distanciado críticamente. En la figura literaria de Hesse, siempre abierto al compromiso y a la ayuda a los refugiados, Martella ve un reflejo de la actitud ética del jardinero ideal, que no se aleja del mundo para olvidarlo, y permanece siempre abierto al compromiso con las causas que considera justas.
Si los jardines son, de alguna manera, los lugares donde subsisten los restos de aquella religión antigua de los bosques, montes y pagos sagrados, no debe extrañarnos que también puedan ser el hogar de las hadas y restante «gente pequeña». Uno de los capítulos más simpáticos del libro de Martella está dedicado precisamente a las célebres hadas de Cottingley, que fueron fotografiadas por dos niñas inglesas, Elsie y Frances, entre 1917 y 1920. Un asunto que armó cierto revuelo, hasta el punto de merecer una monografía de Arthur Conan Doyle (The coming of the fairies, 1921), que por aquel entonces estaba muy interesado por el espiritismo, tras perder a su hijo durante la primera guerra mundial. Una curiosa historia que testifica, al menos, el carácter sobrenatural que atesoran los jardines en el imaginario popular. Esta impronta mágica la reencontramos, aunque con un carácter muy diferente, en la creación de un aristócrata italiano: Bomarzo, el bellísimo jardín renacentista (el Sacro Bosco) que inspirara la célebre novela de Mujica Lainez, obra del duque Vicino Orsini (c. 1560). Un jardín que conserva todo su misterioso encanto, a pesar de ser uno de los lugares más visitados de Italia, y que Martella, en un capítulo de gran interés («El jardín de los monstruos»), sitúa en el contexto de los bosques que lo circundan, poblados de enigmáticos restos arqueológicos, etruscos y romanos. Piranesi (La Antichità romane) nos enseñó lo bien que combinan las ruinas con la vegetación salvaje. Pero esa melancolía que inspiraba en el observador antiguo el espectáculo de ruinas desmoronándose en medio de una naturaleza floreciente (así parece recrearlo artificialmente el parque de Bomarzo) empieza ya a difuminarse. Para nosotros, habitantes de un planeta en destrucción, la visión de la naturaleza triunfando sobre la obra humana no puede constituir sino un motivo de alivio. Una escena tranquilizadora que nos libera de esa mala conciencia (al parecer, nos acompaña desde la prehistoria) de que estamos arruinando el mundo.
Pero el jardín también tiene unos límites que no deben sobrepasarse. En el estupendo capítulo dedicado a Versalles («En el mundo sin medida»), Martella se ocupa de un jardín que le inspira sentimientos encontrados de «admiración y malestar»: los que provoca un espacio natural que ha pretendido, en su desmesura, superar a la propia naturaleza. Un jardín cuya magnificencia nos mantiene alejados de sus árboles y plantas, que nos «remite a nuestra soledad, a nuestra condición de seres separados». Todos los visitantes de los jardines de Versalles deberían llevar en su mochila una copia de este sugerente capítulo. En el polo opuesto a Versalles, y a modo de contraste, Martella sitúa el selvático y algo cochambroso huerto normando de un anarquista portugués («Semillas»). Retirado ya de la política, incluso de la ecología militante, Miguel Cordeiro vive entregado en cuerpo y alma a la conservación y propagación de antiguas variedades de huerta, que cultiva en una ruinosa casa de campo con jardines que perteneció a un vizconde. Un capítulo bastante curioso y pintoresco, que es también un canto al placer del diletante, así como un ejemplo del olvido y el amable descanso que concede la jardinería. Nada demasiado nuevo, por otra parte. En De senectute, Cicerón también recomendaba, como inmejorable retiro, el cultivo del campo.
Llegado el momento de hacer balance del libro, de su docena larga de densos y variados capítulos («Epílogo. Hacia una poética del jardín»), Martella se pregunta el significado que puede tener en la actualidad el tan extendido interés por los jardines. ¿Acaso no oculta un fenómeno contrario? ¿No es una muestra más de esa esquizofrenia colectiva que sitúa en el centro de nuestras preocupaciones a la ecología, mientras que una insaciable ansia de consumismo nos obliga a caminar por un sendero opuesto, de difícil retorno? Para Martella, en el contexto crucial en el que vivimos, el jardín nos recuerda que es posible relacionarse de manera diferente con el entorno, asumiendo una serie de valores ajenos al desarrollismo en el que nos hemos embarcado. Cumple así el jardín las funciones de un aviso. Ahora más que nunca, el jardín se nos revela como un espacio de ruptura y disidencia, un lugar verdadero y de resistencia.
Extracto del libro
«Quizás hoy la función principal del jardín sea recordarnos que es como poeta, parafraseando un célebre verso de Friedrich Hölderlin, que el hombre habitó en otro tiempo esta tierra. La relación con lo real ―con el tiempo, con lo vivo, con el lugar― que él propone contradice los principios sobre los que se ha edificado la cultura occidental. Sus valores ―la paciencia, la necesidad para el hombre-jardinero de conocer íntimamente la tierra, de explorarla cada día con pasión, de ser consciente de los lazos que lo unen a las cosas y a los seres vivos con los que comparte el destino― constituyen hoy un espacio de supervivencia. A veces, por muy manida que sea esta palabra, de resistencia».
(Traducción de Ernesto Hernández Busto)

Marco Martella
Elba, 2020
136 páginas
20 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: Elrefugio (2014), La mano de nieve (2015), Ciervos en África (Trea, 2018) y Al brillar un relámpago escribimos (Trea, 2022). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).
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Fotografía: El cuaderno digital