Por: Andrés Pabón Lara. 06/10/2023
El escenario político actual de Nuestra América evidencia el crecimiento de propuesta políticas partidarias y electorales que, cada vez con menos diplomacia, expresan en su programas y formulaciones discursivas visiones ultraconservadoras y reaccionarias, algunas de ellas de fácil asociación con lo que bien podría caber bajo la denominación de fascismo. Discursos autoritarios, de “mano dura”, de recortes de derechos, de desprestigio de las políticas públicas de bienestar, de ajuste económico, de defensa acérrima de la propiedad privada como valor supremo de la sociedad, entre muchos otros aspectos, ya no quedan reducidos como caracterización típica de los regímenes dictatoriales que asolaron el subcontinente en la segunda mitad del siglo pasado. Por el contrario, en este (ya no tan) nuevo siglo XXI vemos resurgir y exacerbarse tales posturas, con el diferencial más reciente de ser recibidas con beneplácito por sectores amplios y para nada insignificantes de la población. Los ejemplos sobran: Peña Nieto en México, Uribe (y sus títeres) en Colombia, Piñera en Chile, Macri en Argentina o Bolsonaro en Brasil. Pero no se crea que se trata de un pasado superado. Algunos autores plantean que, tras un ciclo progresista (o neodesarrollista), vuelven a asomar como opción electoral cada vez partidos de ultraderecha. No pocos de ellos parapetados en discursos populistas o antisistema: la victoria del Partido Republicano en la constituyente más reciente de Chile, la victoria de Javier Milei en las primarias de Argentina (seguido por otra derechista como Patricia Bullrich) y la mayoría obtenida por la sumatoria de votos logrados por todas las expresiones de la derecha ecuatoriana (que lograron del segundo al quinto escalafón en cantidad de votos y algo más del 60%), son recientes y preocupantes ejemplos.
Bien podría explicar parte de esta pervivencia o renacer derechista (según se quiera evaluar) el paupérrimo desempeño social y económico de los llamados progresismos, que poco han logrado en términos de modificación estructural del sistema de acumulación capitalista, y del consecuente empobrecimiento de las clases trabajadoras (empleadas o desocupadas). Pero, creemos también necesario relacionar ese derechismo que se expresa en las urnas con el eficaz crecimiento de los dispositivos ideológicos que los sectores dominantes replican y hacen cada vez más sofisticados. Así, proponemos pensar como factor común de tales dispositivos la exacerbación del individualismo y, como su mayor logro, el supuesto de entender tal individualismo como una (supuesta) conquista de la libertad (obviamente, individual). La libertad, así asumida, se convierte en promesa de las ideologías de derecha y se transforma en el espejismo o la alucinación perseguida por millones de empobrecidos ciudadanos que, en uno y otro rincón de nuestra región, legitiman con sus votos ese sinsentido cruel que consiste en hacer elegir al pueblo quien será su próximo opresor.
Las ideas de Marx
En este escenario contradictorio y complejo se hace entonces necesario retomar aquellas ideas que han sido construidas con la intención de ayudarnos a descifrar la complejidad del sistema contradictorio en el que vivimos. Por ejemplo, en su análisis sobre el sistema capitalista, Karl Marx propuso una perspectiva de abordaje no reducible ni limitada al plano económico, que terminara reduciendo su dinámica a una cuestión meramente mercantil. Por el contrario, se esforzó por analizarlo en su dimensión de totalidad social o, en otras palabras, invitó a ver al capitalismo como una modalidad de vida. Esa idea ha sido asumida de forma más o menos interesada por los y las defensoras del propio sistema (y sus andamiajes academicistas) quienes, para definir la estructuración actual del sistema capitalista en su dimensión de “modo de vida” hacen uso del rotulo más amable de modernidad. Hoy por hoy defender los ideales de la modernidad suele generar menos oposición que hacerlo frente a las promesas de bienestar del capitalismo; promesas que por todas partes vemos incumplidas. Y esto porque el devenir histórico ha llevado a creer (falsamente) que es posible asumir la modernidad o modernización como un proceso separado de las evidentes consecuencias de pauperización económica que para las mayorías poblacionales ha causado el sistema capitalista en sus varios siglos de desarrollo. No son pocos quienes asumen la modernización como una consecuencia benéfica del desarrollo de las sociedades humanas contemporáneas, olvidando que tal modernización (moderna) no es cosa separada o independiente del modelo capitalista de explotación del ser humano por el ser humano. Por ello, alejado de tal lectura funcional al sistema, asumo la modernidad como concepto que habilita la más amplia identificación del tipo de sociabilidad propia del despliegue del capitalismo a lo largo y ancho del planeta. Bien podemos afirmar que, ligadas al capitalismo se hallan formas novedosas y distintivas de asociación, e insertas en ellas, nuevas clases de subjetividad individual. Las mismas, desde luego, no son formas estáticas o ahistóricas, sino que devienen permanentemente de la mano de los profundos cambios que el capitalismo determina en función de su creciente capacidad de concentración de la riqueza y opresión de la vida. El actual capitalismo, amparado en su dual manifestación de dotador de sentidos para las prácticas de sociabilidad, por un lado, y de gendarme de control y destrucción de todas aquellas formas sociales que le desafíen, por el otro, estructura los andamiajes principales de la sociabilidad moderna, determinando los modos de vida aceptables y útiles para ser parte del sistema en cualquier territorio (central o periférico) y, al mismo tiempo, condicionando la reorganización de la esfera privada del ser individual; tal el sentido que entiendo como definitorio de la modernidad.
Marx, pues, no fue en esencia un economista del capitalismo, sino ante todo un expositor de la sociología del capitalismo; esto es, de las formas de asociación y subjetividad que él presupone y para cuya generalización se ofrece como el vehículo clave. Esta aclaración, anclada en la necesidad de superar la explicación economicista de los planteamientos teóricos de Marx, parte de la reinterpretación de lo que comúnmente hemos entendido por modo de producción, que debería llegar a ser entendido como una forma de expresar la propia vida, con lo cual, el capitalismo, más que simplemente una estructura económica social, comprende más ampliamente toda una revolución cultural, esto es, la configuración de nuevas formas de sociabilidad y por ende de subjetividad de los seres humanos. Valores, creencias y comportamientos específicos; con creciente tendencia a la abstracción y al individualismo.
Al recordar esta dimensión, es viable retomar la explicación dada por Marx de las formas precapitalistas de subjetividad, bajo las cuales operaba una coincidencia de los elementos que constituían la personalidad individual y la identidad social, esto es, que la construcción de la personalidad reconocía la posición que se ocupaba dentro de la comunidad. Y es precisamente en este punto en donde opera el cambio fundamental del capitalismo, que recrea un distanciamiento entre una dimensión externa y una interna del ser individual, para justificar así la creencia de un ser abstracto que constituye la esencia de cada ser humano, que se supone libre e igual a los demás, y que puede desarrollarse con independencia de las circunstancias materiales que le envuelven, las cuales, cuando le son adversas, no dejan de suponerse como meros accidentes que no socavan la individualidad; ya que tal individualidad se piensa como independiente a sus circunstancias de contexto, y estas últimas no serían más que contingencias volátiles.
El individuo moderno (o modernizado) se autopercibe en calidad de sujeto, con independencia de los contextos sociales, y es dotado de forma abstracta con los atributos (jurídico-políticos) que le permiten posicionarse dentro de una relación de transacción comercial en un plano de igualdad y libertad con otros. Podría decirse que el sujeto se afirma como parte de una relación de intercambio para la cual opera una especie de hipertrofia de la subjetividad (pero carente de toda objetividad) toda vez que lo que realmente fundamenta las relaciones de intercambio son las cosas y nos las personas. Desenvolverse con independencia a su contexto material de vida parece representar la libertad moderna o, en otras palabras, liberarse (en abstracto) de las ataduras de su contexto material. Esa ilusión de libertad es la del individualismo; como imaginación de una separación posible de todo lo que no es querido o se entiende como atadura. Libertad que puede llegar al extremo de separarme de mi mismo (en mis condiciones materiales y concretas de vida) para llegar a ser otro, e incluso, un otro que se exprese como la negación de lo que concretamente soy. Tal enajenación conduce a una negación de mí mismo y, por añadidura, una animadversión con lo que me identifica como parte de una clase que vive materialmente según las condiciones impuestas por el sistema. Si, tal como lo propone Marx, las condiciones de explotación transforman las condiciones de la inmensa mayoría de la población, creando una situación común de explotación y, por ende, unos intereses comunes, esto es, una clase en sí, cabría esperar, según el propio autor, que sea la lucha colectiva la posibilidad de movilización consciente necesaria para la formación de la clase para sí. No obstante, los dispositivos de la modernidad tienden a coartar las experiencias de colectivización, obturando la praxis de lucha necesaria para la conciencia de clase, dando paso más bien a múltiples dispositivos de individualización que concluyen en la negación de lo colectivo y, en últimas, el odio a los aspectos materiales que identifican a la clase trabajadora entre sí; el odio de clase dirigido contra la propia clase, en tanto y en cuento esta representa la atadura (material) que se necesita olvidar, en pro del ideal liberador del individualismo moderno. Todo esto supone, en otras palabras, el reemplazo del horizonte de liberación colectiva por la alucinación (inofensiva) de la libertad individual.
La supuesta libertad que soporta al individuo moderno, que ya no estaría supeditado a dependencias de otras personas, realmente lo limita más en la medida en que lo hace dependiente de las relaciones de intercambio en si mismas, esto es, de las cosas. Y tal circunstancia se posibilita y aumenta gracias a la división social del trabajo que requiere las nuevas formas de mercado. Así, la libertad del individuo es progresivamente menor toda vez el poder de decisión de los individuos con relación a sus condiciones de vida descansa en la órbita que regula el mercado y la división social del trabajo, formas que hacen que el individuo sea más interdependiente de las relaciones sociales que enmarcan estrechamente su desarrollo, relaciones que, como ya dijimos, aparentan ser más independientes en la medida que no se representan en las personas sino en las mercancías. Así, el estrecho marco de relaciones y proyecciones de vida que tienen los individuos los convierten, como figura social, en la forma de “ciudadano/a” que es, como se dijo, un sujeto abstracto, potencialmente portador de derechos y prerrogativas idealizadas (como elegir qué consumir o a quien votar “libremente”), pero materialmente limitado a un contexto de relaciones que demarcan su identidad particular concreta.
En suma, las relaciones entre los individuos se presentan bajo el viso falsificador que esconden las relaciones de intercambio y, por consiguiente, la modernidad capitalista constituye a los individuos como sujetos, no a través de la sociabilidad concreta que los define y diferencia, sino en oposición a esta, es decir, aumentando la interdependencia despersonalizada de los individuos frente a su posicionamiento dentro de la división social del trabajo, mientras que se siguen alimentando los mitos sobre su valía interna independiente de las circunstancias externas, que induce al extremo de querer ser otro u odiar al que es igual a uno. Se trata de la creación de un abismo de distanciamiento entre las circunstancias concretas de vida y su representación abstracta. Para ello, se requiere que el individuo ignore u olvide su posición y sus relaciones dentro de la sociedad y que configure su identidad individual sobre la base abstracta de su libertad igualitaria dentro de la comunidad.
Este orden de cosas es sustentado por la configuración de una forma de Estado, como el Estado burgués que, con relación al sujeto, recrea la abstracción de su igualdad genérica, bajo supuestos como el imperio de la ley y la democracia, configurando una “comunidad ideal” que niega la diferencia a la par que regula las relaciones materiales que la aumentan. El sujeto libremente moderno se recrea dentro de la abstracción en que se formulan sus formas de sociabilidad y subjetividad. Las diferencias cualitativas particulares que hacen concretamente de los individuos lo que son parecen superfluas, en tanto que la igualdad genérica que parece caracterizar su subjetividad es abstracta, formal e ilusoria. La especificidad del capitalismo no está fundada exclusivamente en las relaciones de clase que genera y recrea (y en su antagonismo objetivo, que es fundamental), sino, complementariamente, en la sofisticada estructuración de una forma de sociabilidad y de subjetividad basada en la abstracción, en una alienación, en la que el ser humano está sujeto a unas condiciones de realidad específicas, pero a la vez amarrado a un ideal de sí mismo: el sujeto moderno, cada vez menos libre.
La batalla de ideas del presente
Las derechas político-ideológicas de Nuestra América parecen haber entendido muy bien algunos de los conceptos de Marx. No dejan a la suerte la profundización permanente y cotidiana de dispositivos de individualización que permean cada vez más a mayores sectores de la población. Esto resulta especialmente preocupante si se piensa en el detallado énfasis puesto en la publicidad para los consumos de las generaciones más jóvenes. Por añadidura, las mismas generaciones que se encuentran cada vez más vulnerables ante las prácticas de desinformación mediadas por el uso excesivo e irreflexivo de los dispositivos tecnológicos de comunicación (que ahora además cuentan con el impulso del sistema educativo), y que abonan a la transformación de las prácticas de comunidad por nuevas relaciones virtualizadas que se venden como posibilidad de ampliar el espectro de sociabilidad, cuando en realidad corrompen su sentido y aíslan a cada vez más jóvenes. Mismas juventudes (y personas no tan jóvenes también) que han sido profundamente golpeadas por la experiencia nefasta del aislamiento pandémico, que ha alterado la salud mental de la gran mayoría de la población que la padeció, significando tal experiencia una avanzada inigualable para la construcción del individualismo y el aislamiento social como alucinación del bienestar. Así, el panorama no parece alentador. Desde luego, las alternativas de cambio no van a llegar de la mano benefactora de ningún gobierno, ni podrán ser la obra mesiánica de ningún líder. Si las urnas se vuelcan cada vez más a la derecha el llamado urgente es a que las ideas de izquierda se vuelquen (otra vez) a las calles, que inunden los espacios de comunicación, formación y debate, rompiendo las barreras físicas y mentales del individualismo. La batalla de ideas en estos tiempos que tenemos que afrontar debe apuntar a desmitificar la ilusión individualista y construir sin pausa prácticas colectivas que borren ese velo fantasmal que nos divide. Si la derecha pretende apropiarse de la idea de la libertad, desde la izquierda debemos responder insistiendo en la lucha por la liberación, que solo es posible como creación colectiva.
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Fotografía: Contra hegemonía web