Por: Raquel Robles. 22/01/2024
Cuando las cosas en un país están mal siempre se le atribuye el problema a los políticos que gestionaron un gobierno, a la corrupción o a la inoperancia. Nunca a un sistema que es voraz. “¿Por qué imaginar el fin del capitalismo es imposible?”, se pregunta Raquel Robles y propone una idea como una gota ínfima: elongar el músculo de la imaginación, que siempre es política, hasta visualizar un mundo no sólo menos cruel, sino un mundo que quede fuera del imperio del dinero, del patriarcado, de la burocracia. Habrá que buscar en la historia de los pueblos que han resistido.
Aquel que vive aún, no debe decir: ¡Jamás!
Lo que está asegurado no es seguro.
Las cosas no permanecen como están.
Cuando los que reinan como dueños hayan hablado,
Aquellos sobre los que reinan, hablarán.
¿Quién se atreve a decir: jamás?
Bertold Brecht
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.” Es bien conocida la expresión del marxista Frederick Jameson. Ya se sabe, la gran victoria de la caída del muro de Berlín, es haber dejado asociado los errores del bloque socialista al socialismo. Podríamos pensar en Stalin como una desviación fascista que poco tiene que ver con el ideario comunista, pero no. Cada una de las fallas de la burocracia soviética fue aplastando un sistema todo. Como vemos, no sucede lo mismo con el capitalismo. Cuando las cosas salen mal, siempre se le atribuye el problema a los políticos que gestionaron ese gobierno en particular, a la corrupción, o a la inoperancia. Las deficiencias del capitalismo se deben a errores humanos. Errores honestos o errores por conveniencia. Pero errores. Las deficiencias del socialismo son del sistema.
Así las cosas, lo que nos trajo hasta acá, según la voz crítica de muchos de los que votaron contra Milei, fue “el gobierno de Alberto”, que “fue malísimo”, que “no cumplió con lo que había prometido”. Por otra parte, el gobierno de Milei es terrible (a diez días de empezado ya es peor que en nuestras pesadillas más distópicas) porque es fascista. Stalin no es fascista, es el socialismo que fracasa. Milei es fascista, no es el capitalismo que no puede no ser voraz. Entonces: la única oposición posible sería, capitalismo blando o capitalismo salvaje. Capitalismo con “justicia social” o capitalismo porno.
Pareciera que Stalin no es fascista, es el socialismo que fracasa. Milei es fascista, no es el capitalismo que no puede no ser voraz.
Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es imposible imaginar el fin del capitalismo, diría yo. Es imposible en el sentido literal del término. La imaginación política más audaz llega a que todes tengan derecho a las cuatro comidas, un techo, trabajo en blanco y un sobrante para irse de vacaciones a la playa. Esa parece ser la utopía. Lo que queda de la izquierda en la Argentina (la que no se autofundió en el kirchnerisimo y/o se decidió por el progresismo de una sociedad con derechos políticos y una brecha cada vez más grande entre pobres y ricos), parece aspirar a tener cada vez más bancadas en el Congreso. La lucha es por las leyes, por la coherencia en el discurso (lo cual es siempre bienvenido) y por un acompañamiento firme en los conflictos sociales. Pero la palabra revolución ya no se cae de la boca de sus máximos dirigentes y no se ve ninguna construcción que nos muestre que el mundo con el que sueñan sea radicalmente distinto al mundo en el que vivimos.
El otro ejemplo de rebeldía que tenemos, también con un posicionamiento ético tan valorable como el de la izquierda institucional, nos plantea el sueño de “una Argentina más humana”. Desde los preceptos de la teología, no de la liberación pero sí del respetar y hacerse respetar, la idea es construir una sociedad solidaria, sin desprecio por los demás.
Milei acusa de comunista a la idea de Estado presente, y el comunismo ha quedado reducido a eso: un adjetivo peyorativo que usa el nuevo fascismo en el que en lugar de haber un Estado explícito que todo lo controla, hay un Estado garante de los negocios de los ricos.
Capitalismo y más capitalismo. Aún en los que se autodenominan marxistas, la invitación es a luchar por un mundo “mejor”. No por el mundo ideal, o el mundo en el que nos merecemos vivir. No porque haya alguien que se pueda arrogar el saber cómo sería exactamente ese mundo, pero lo cierto es que no se escuchan muchas voces que nos abran la posibilidad de poner en discusión cuál sería ese ideal.
Es cierto que varias corrientes de los feminismos han tirado algunos centros para cabecear ideas. ¿Cómo serían las relaciones entre las personas? ¿Está bien pedir trabajo para todo el mundo, o sería mejor poner en cuestión la idea de que lo que dignifica es el trabajo? ¿Cómo se expresaría el amor? ¿Les hijes se criarían en el interior de las casas, o habría una crianza colectiva? ¿Se puede pensar en una vida mejor sin pensar en cómo sanear el desastre ambiental? ¿Podemos proyectar un mundo sin jerarquías?
Sin embargo, esos feminismos no han logrado –al menos todavía- hacerse populares y han quedado reducidos a comunidades acotadas en las que no se piensa en un mundo de esas características, sino en un colectivo que pueda vivir según esos preceptos.
Pero si imaginar el fin del capitalismo es imposible, tal vez debamos preguntarnos dónde quedó nuestra capacidad de imaginar. Es sabido que imaginar es el comienzo de cualquier cambio y también que el arte es el lugar arquetípico de la imaginación. En los años sesenta y setenta (pero también en los cincuenta de la mano de Brecht y otres artistas), la pregunta por el lugar de les intelectuales en la lucha por la emancipación de los pueblos, era una discusión ineludible. ¿Qué debería hacer un intelectual comprometido? ¿Arte de vanguardia? ¿Un arte que refleje la situación de los desposeídos y que los desposeídos puedan fácilmente comprender? De un lado y del otro de la discusión se puso toda la creatividad al servicio de cada posición. Muchísimos artistas pagaron con su cuerpo mortal el compromiso con esas ideas. Hoy parece una discusión de ciencia ficción. Tan anacrónica como la idea de cambiar el mundo.
Sin suponer la soberbia de que les artistas puedan comenzar una revolución, me permito proponer una idea. Una idea como una gota ínfima. Pero, ya sabemos, es la gota la que horada la piedra. Además, en aquellos años noventa que tan mentados están en estos días, los intelectuales autonomistas –el querido Toni Negri entre ellos- nos enseñaron que, si el capitalismo está en todos lados, desde cualquier lado se lo puede combatir.
Pero si imaginar el fin del capitalismo es imposible, tal vez debamos preguntarnos dónde quedó nuestra capacidad de imaginar. Es sabido que imaginar es el comienzo de cualquier cambio y también que el arte es el lugar arquetípico de la imaginación.
La estética de la comodidad, el binarismo de la cultura de la motosierra versus la cultura nac and pop, la repetición de lo mismo como única posibilidad de no hundirse en la catástrofe, los trajes grises, los trajecitos sastre, la chomba con náuticos y el celeste y blanco como únicos colores posibles, nos han dejado la imaginación seca, dura, inflexible.
La narrativa de los Derechos Humanos basada en el NUNCA MÁS, sin especificar del todo nunca más qué, nos dejó una serie de íconos a los que llamamos “memoria”, perdiéndonos de incorporar a nuestra vida cotidiana las millones de historias de aquellas generaciones que sí llevaron la piedra de la imaginación más allá del horizonte.
Por qué no, entonces, empezar por preguntar por la tarea de les artistas en este momento de desolación. Qué tal si hacemos colisionar otra vez vanguardia artística con compromiso colectivo. Tal vez podamos elongar el músculo de la imaginación hasta visualizar en nuestras posibilidades un mundo no sólo menos cruel, sino un mundo que quede fuera del imperio del dinero. Un mundo sin patriarcado, sin capitalismo, sin burocracia, en el que la participación no se reduzca a votar cada tanto. Un mundo sin moralina, construido sobre los pilares de una ética de la solidaridad. Una imaginación que no sea sólo filosófica, sino de narrativas y de formas. Un mundo en el que la idea de Patria no quede reducida a un territorio, ni siquiera a unos héroes y unas efemérides en común, sino a un nosotres inclusivo que excluya todo fascismo. Una comunidad que sancione sin excluir, que no suponga como única solución al quiebre de las reglas de convivencia el calabozo, y el calabozo mugriento y cruel además. Un arte que no sea sólo un espejo de lo que vivimos, sino la proyección de lo que deseamos. Jacques Desuché en su libro La técnica teatral de Bertolt Brecht, nos dice: “La finalidad del escritor estriba no precisamente en cautivar (adormecer) al público con el prestigio del estilo o de la invención, sino precisamente en despertarle, en obligarle a hacerse las preguntas que él no se plantea: en provocarle.”
Démosle la mano a esas historias pequeñas de hombres, mujeres, niñes, que se animaron a vivir en acto ideas que parecían solo fantasías de gente bohemia, de esa que no sirve para los negocios.
Toda vanguardia se cobija en una tradición. Es desde el piso firme del pasado que se lanza al futuro en un vuelo directo, rosando apenas el presente. Busquemos en la historia de los pueblos que han resistido, que han inventado desde el dolor el arte que les salvó la vida y que los llevó a recorrer caminos que existieron antes en la palabra que en la tierra. Démosle la mano a esas historias pequeñas de hombres, mujeres, niñes, que se animaron a vivir en acto ideas que parecían solo fantasías de gente bohemia, de esa que no sirve para los negocios. Y, con esas manitas fantasmales sosteniéndonos, animémonos a imaginar. La opción no puede ser capitalismo blando o capitalismo vampiro. Hay más. Somos la humanidad que inventó la música, la penicilina, el avión, la literatura, la ronda, el cunnilingus, la amistad y el vodka. Tiene que haber más. La fe que mueve montañas no es en un Dios que nos salvará. La fe es en la imaginación –que siempre es política- que nos sacará de este pozo, y de todos los pozos en los que nos vayamos cayendo.
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Fotografía: Francesca Cantore, Sebastián Angresano