Por: Lucía Rivera Ferreiro, Roberto González Villarreal, Marcelino Guerra Mendoza. Columna: CORTOCIRCUITOS. 27/07/2022
A Raquel y Juan Pablo
Dos hechos recientes nos han cimbrado a muchos. El primero es el ataque brutal que sufrió Juan Pablo, un adolescente indígena otomí, a manos de otros alumnos en una escuela secundaria en Querétaro. El pasado 6 de junio, le rociaron el mesabanco con alcohol y le prendieron fuego, provocándole quemaduras de segundo y tercer grado (Quemado vivo por ser indígena).
Luego ocurrió el asesinato de Raquel en Zapopan, Jalisco, hace unos días; tres hombres y una mujer, le hicieron lo mismo que a Juan Pablo; con total alevosía y ventaja, la esperaron cerca de su casa, al acercarse la rociaron con alcohol y le prendieron fuego, dejándola con quemaduras en 90% de su cuerpo. Falleció tres días después, dejando en la orfandad a un hijo con autismo (Lo que sabemos del feminicidio de Luz Raquel Padilla)
Ambos casos guardan similitudes importantes, y no nos referimos únicamente a la saña brutal con que actuaron los agresores. Juan Pablo y Raquel fueron víctimas de un sistema económico y político que se ceba en los más vulnerables por ser indígenas, mujeres, niñas, jóvenes, personas con discapacidad, migrantes, homosexuales o lesbianas.
Lo que estamos viviendo hoy día, muestra también que las políticas, leyes y programas sobre inclusión y respeto a los derechos humanos son discursos huecos, vacíos de significado para quienes tienen la obligación de velar por su cumplimiento. Son formas de violencia extrema que día con día se ejercen impunemente en las calles, los pueblos, las escuelas y demás instituciones, sobre personas cuyo único delito es ser diferente. Cada vez que ocurren actos criminales como los aquí comentados, en las instituciones creadas para proteger a las víctimas se repiten los mismos patrones de respuesta, las autoridades son deliberadamente omisas y no prestan auxilio oportuno. Estamos viviendo una situación tan alarmante como preocupante, más cuando el caso de Raquel ha dado pie a la difusión de casos similares ocurridos recientemente (Tendencia de odio: en tres días se viralizan casos de mujeres quemadas, abusadas y torturadas)
Ambas tragedias pudieron haberse evitado. No fueron acciones repentinas; en los dos casos había antecedentes de agresión recurrente, señales de alarma, pedidos de ayuda. En la escuela de Juan Pablo sabían que era objeto de burlas y agresiones constantes (Estudiante quemado en una telesecundaria de Querétaro sufría discriminación por ser otomí), nadie se ocupó de frenarlas a tiempo y cortarlas de tajo.
El mismo calvario atravesó Raquel; acudió a presentar denuncias presentando pruebas irrefutables, las mismas que vimos todos en los medios; solicitó varias veces protección a las autoridades correspondientes; en redes sociales publicó varios mensajes con imágenes, dando santo y seña de las agresiones cotidianas de que era objeto por parte de un vecino que no toleraba los gritos y golpes de su hijo, un niño que padece autismo.
Si nos detenemos a reflexionar un poco, podemos advertir que entre el comportamiento de las mafias que acostumbran colocar mantas y cartulinas amenazantes en puentes peatonales, y las acciones del agresor de Raquel, existen vasos comunicantes. Indudablemente, estos delitos están asociados a la terrible violencia que vivimos y en la que estamos sumidos: feminicidios, crecimiento exponencial de extorsiones, negocios construidos sobre la base de múltiples prácticas delictivas. Todo esto educa, ni duda cabe; a fuerza de repetirse en total impunidad, va instalando silenciosa pero eficazmente, una cultura de la violencia cada día más arraigada, un tipo de pensamiento mafioso cada día más naturalizado. El propio AMLO envía señales que refuerzan este flagelo, al afirmar que todo es culpa de la individualización neoliberal (AMLO culpa al neoliberalismo del feminicidio de Luz Raquel en Jalisco).
Así el panorama. Más vale que pongamos manos a la obra, pues por lo visto, no será desde arriba donde se comience a poner un alto a la discriminación, el odio y la violencia. Será desde abajo donde habremos de exigir al Estado que cumpla con una de sus responsabilidades principales, que es brindar seguridad a la población; también desde nuestro entorno inmediato, comenzar a pensar y actuar.
Preguntitas para pensar (y después actuar)
¿Con qué cara podemos hablar de educación inclusiva si en la vida cotidiana ignoramos, despreciamos, señalamos y agredimos a los distintos y por lo mismo, más vulnerables? ¿De qué derechos de las infancias hablamos cuando en las aulas nadie atiende ni presta atención a las señales de alarma? ¿Cómo se atreven los funcionarios del sistema educativo, o a cargo de instituciones responsables de la protección a las infancias y las adolescencias hablar de los derechos de las niñas y niños cuando prefieren ocultar los abusos a menores de edad, guardar silencio o voltear hacia otro lado para no meterse en problemas o evitar que se sepa?
¿Será que esta acelerada época moderna, donde reinan el consumo, las mercancías y ganancias nos hemos vuelto insensibles a tal punto de no sentir dolor y compasión por los nadies? ¿Será que somos incapaces de sentir rabia e indignación ante los abusos y agresiones a las mujeres, los niños, niñas, adultos mayores, homosexuales, discapacitados, indígenas y migrantes? ¿O más bien el miedo como instrumento de gobierno, combinado con las múltiples pobrezas, ha logrado cercenar por completo nuestra capacidad de reaccionar ante las injusticias pequeñas, medianas y grandes? ¿Nos tiene que ocurrir a nosotros, será hasta que asesinen o desaparezcan a un familiar, un amigo, una hermana para que comencemos a hacer algo?
Estas preguntas se refieren nada más a nosotros y nuestro modo de relación con otros, los que nos decimos seres humanos. Faltan muchas más preguntas, todas las que corresponden a nuestra relación con otras formas de vida, con otras especies de esta casa común que habitamos todos. Estamos padeciendo una largamente anunciada crisis del agua, la guerra por el vital líquido no es cosa de ciencia ficción, novelas o cuentos fantásticos. Es una triste realidad, ya llegó, ya está aquí, el futuro nos alcanzó; lo mismo ocurre con el llamado cambio climático con los incendios y elevadas temperaturas que le acompañan, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación del suelo y su agotamiento…. Así que estamos en problemas, ¡y muy serios por cierto! Vivimos en un mundo y una sociedad cada vez más rota…
La educación ¿no debería ocuparse de todos estos problemas?
El gobierno de la 4T, en especial la Secretaría de Salud y la SEP, tuvieron en sus manos la oportunidad de aprovechar el acontecimiento llamado pandemia para probar otros caminos, transitar otras vías y aventurarse a otras posibilidades educativas. Por ejemplo, promover una educación para la salud y el cuidado de la vida a la altura de las circunstancias, convocando a una cruzada para enfrentar lo que la pandemia nos puso enfrente sin afeite alguno: un sistema de salud en ruinas, una sociedad incrédula ante un virus que exhibió nuestras miserias humanas y nuestra vulnerabilidad constitutiva. Nos necesitamos mutuamente, somos interdependientes; los enfermos graves, ahora sobrevivientes al COVID lo saben y agradecen. Sin alguien cerca, acompañando, escuchando, atendiendo, y consolando, hoy simplemente ya no lo estarían contando.
Pero como dijimos en varios Cortos hace ya un año (Nuestras vidas importan), en lugar de eso, el gobierno de la 4T prefirió pagar a las televisoras privadas por transmitir Aprende en Casa, un programa completamente inútil para muchas maestras y maestros; ahí está el extenso informe del CONEVAL que lo documenta (EVALUACIÓN INICIAL DE LA ESTRATEGIA APRENDE EN CASA 2021). De igual manera, la SEP mantuvo a rajatabla la normalidad prepandemia, disociando la escolarización de la vida, la pandemia y las clases, el virus y sus secuelas y lo que ocurre en las aulas. Todo esto para nosotros es y ha sido parte del problema (¡El problema es el problema!).
Han transcurrido más de dos años de una pandemia interminable; los daños a la salud física y mental siguen acumulándose. Lo mismo pasa con la educación; pese a que la SEP y el propio AMLO ordenaron el regreso a clases presenciales en agosto de 2021, la situación no se ha regularizado, por más que la SEP pretende hacernos creer que la normalidad prepandemia está de regreso, una normalidad que es justo lo que NO necesitamos, a lo que no debiéramos regresar.
Seguramente más de uno pensará que exageramos; la SEP ya está actuando. En enero de este año, anunció el Nuevo Marco Curricular 2022 y organizó asambleas a lo largo y ancho del país para discutirlo con asistentes seleccionados a modo.
Los detractores del NMC 2022 han cuestionado el escaso valor concedido a las disciplinas y la excesiva importancia a los saberes locales. Valdría la pena que se preguntaran a sí mismos: ¿de qué sirven las disciplinas si no somos capaces de contener las violentas agresiones que nos atraviesan, no somos capaces de sentir vergüenza ajena, mucho menos estar cerca de los débiles?
Por su parte, los creadores e impulsores del NMC utilizan el concepto de lo común y colocan la comunidad al centro de la escolarización, como si por el solo hecho de nombrarla brotara mágicamente esa entidad nebulosa, con todas las formas de relaciones tersas que hemos idealizado, presentes en todos los territorios y contextos.
¿De qué sirve un Nuevo Marco Curricular que exalta el valor de la comunidad si casos como el de Raquel y Juan Pablo no logran con-movernos y la barbarie sigue escalando? ¿A qué comunidad se apela cuando nadie acogió, protegió ni exigió a las autoridades educativas y judiciales una intervención tan pronta como oportuna para evitar semejantes desgracias?
Hacia una pedagogía del cuidado mutuo
Estamos, somos y vivimos en una sociedad de descuidados. El sistema educativo, ese enorme aparato creado para regular y controlar la educación en este país, se ha encargado en buena medida de que así sea, al disociar el cuidado de la educación, judicializando las relaciones entre maestros, padres y alumnos.
Frente a la barbarie, urge repensar el cuidado como un problema político, concebirlo como un proceso social complejo en el que las prácticas de cuidado tendrían que ocupan una centralidad vital.
La idea de cuidado a la que nos referimos aquí trasciende la muy extendida concepción que lo circunscribe a una relación diádica entre quien proporciona el cuidado y quien lo recibe, entre quienes son dependientes y quienes los asisten. En primer lugar, tendríamos que entender de una vez por todas, que la vulnerabilidad es constitutiva de nuestra especie y por lo tanto, común a todxs; por esa misma razón, absolutamente todas las personas tenemos la necesidad de recibir cuidados, en distinto grado e intensidad si se quiere, dependiendo de nuestras circunstancias particulares y el momento de nuestro ciclo vital en el que nos encontramos.
¿Acaso habríamos podido sobrevivir si alguien no se hubiese ocupado de alimentarnos, cobijarnos, acompañarnos, atendernos en la enfermedad, escucharnos en la tristeza, asegurarnos un techo, animarnos o aconsejarnos? Somos seres interdependientes, no hongos que crecieron de la nada, y suponiendo que así fuese, hasta los hongos necesitan de la tierra y la humedad para existir. De modo que si aprendimos, nos desarrollamos, adquirimos saberes que no poseíamos al nacer, fue gracias al tiempo, esfuerzo y ayuda que nos brindaron otros.
El problema es que se nos ha impuesto y hemos comprado una narrativa del éxito, propia del capitalismo en su fase neoliberal, aún vigente, presente incluso en el artículo 3° constitucional; y esa narrativa nos está matando. Nos encontramos demasiado ocupados en demostrar que no necesitamos de los demás y podemos superar cualquier escollo que se nos ponga enfrente, así, solos y nuestra alma. Y si no lo logramos, es nuestra entera responsabilidad. Vivir así, guiados bajo estas ideas, es una fuente de sufrimiento eterno, pues nada de lo que hagamos será suficiente; detrás del aprender a aprender y la formación continua se esconde la exigencia de seguir y seguir esforzándonos, exigiéndonos cada día más. Paradójicamente, nunca nada de lo que hagamos será suficiente y eso es agotador; por eso la depresión y ansiedad generalizada, consecuencia lógica de este frenesí, ambos son los males de nuestro tiempo.
El cuidar es un valor, también una disposición afectiva, reflexión valorativa y aplicación práctica. Es al mismo tiempo el espacio en el que convergen el reconocimiento del otro en su dignidad, la autonomía, la reciprocidad y la gratitud. Esto es completamente distinto a esos llamados al cuidado en primera persona, con los que nos han bombardeado desde el inicio de la pandemia: “Te cuidas tú, nos cuidamos todos” rezan los carteles colocados afuera de todas las dependencias y edificios públicos.
Cuidar no es cosa de familias, tampoco de mujeres que cargan sobre sus hombros el peso de todas las actividades de reproducción de la vida que hacen posible la producción de bienes, mercancías y servicios. Con el cuento de que nacieron dotadas de una sensibilidad natural, cuidan por amor, nacieron para eso, nadie se los reconoce. Cuidar es responsabilidad de todos, ¿qué podemos hacer para comenzar a desplazar el odio y la violencia sistémica desde abajo, en nuestros entornos inmediatos y nuestros círculos de influencia?