Por: Hilda Sotelo. 02/02/2025
Al perpetuar un sistema donde el dolor se convierte en entretenimiento y las narrativas críticas se vacían de su fuerza transformadora, Emilia Pérez no solo evade cuestionar las estructuras que permiten la violencia, sino que las refuerza. Este es el verdadero rostro del extractivismo emocional y del espectáculo colonizador que, en lugar de sanar heridas, las convierte en mercancía
La película Emilia Pérez ejemplifica un patrón recurrente en la industria cinematográfica global: la apropiación de narrativas ajenas, particularmente aquellas marcadas por la violencia, la opresión y el sufrimiento, para convertirlas en productos de consumo estético. Este fenómeno, que denomino extractivismo emocional, siguiendo el concepto acuñado por la filósofa y feminista argentina Verónica Gago, se perpetúa al transformar tragedias contemporáneas —como las desapariciones y asesinatos en México— en espectáculos que trivializan y descontextualizan el dolor de las comunidades afectadas.
En este caso, la película y su enfoque narrativo presentan una “mueca mordaz” sobre el sufrimiento mexicano. Con un reparto mayoritariamente extranjero y europeo, la obra desconoce y silencia a las protagonistas reales de estas tragedias, mientras reproduce una mirada colonizadora que refuerza la jerarquía simbólica entre los hemisferios. Este tipo de producción artística convierte el cine en una herramienta de poder, donde el dolor ajeno es estetizado y comercializado sin el consentimiento ni la representación legítima de quienes lo viven.
Dentro de estas dinámicas colonizadoras, encontramos a los productores hombriles de nuestra sociedad —figuras que perpetúan no solo el patriarcado, sino también una preocupante desalfabetización emocional al tomar decisiones creativas. Al igual que las políticas de Donald Trump, cuya agenda sistemática lanza guiños de rechazo a la comunidad transgénero, las decisiones en Hollywood siguen reproduciendo estas lógicas de exclusión bajo el disfraz de progresismo. La nominación al Oscar del actor principal de Emilia Pérez —quien transita de hombre a mujer dentro de un contexto europeo privilegiado— refuerza esta misma estrategia: otorgar reconocimientos simbólicos que, aunque aparentan inclusión, carecen de una conexión genuina con las luchas reales de las personas transgénero en el Sur.
Dentro de las miradas turísticas necrófilas que representa esta película, la narrativa otorga a Emilia Pérez un rayo de luz a través del apego “amoroso” hacia sus hijos y, particularmente, del acto de enamorarse de una mujer. Este detalle se presenta como un gesto narrativo que, más allá de su intención romántica, refuerza una lógica patriarcal en la que las relaciones afectivas son instrumentalizadas para redimir a los personajes en medio de tragedias desproporcionadas. Este recurso busca humanizar al personaje y ofrecerle una redención individualista, desconectada de las luchas sociales y comunitarias que enmarcan la historia. Al romantizar este aspecto, la película simplifica el impacto de la violencia estructural y desvía la atención de los conflictos más profundos hacia un plano personal, como si el amor pudiera ser un bálsamo suficiente para enfrentar el horror.
Asimismo, la presencia de Selena Gómez, cuyo español transmite la impresión de un maniquí manipulado por su propio papel, refuerza la sensación de artificialidad y desconexión. En lugar de ser un puente entre las culturas, su interpretación subraya la superficialidad de la película al tratar de abarcar una temática profundamente arraigada en contextos ajenos a la experiencia del elenco principal. Esta elección refuerza las dinámicas colonizadoras y turísticas de la obra, donde los elementos culturales se convierten en un telón de fondo decorativo más que en componentes vivos y auténticos.
Resulta especialmente irónico que México, un país que vive y sufre cotidianamente las problemáticas que inspiran esta narrativa, haya sido el último lugar en el que se estrenó la película. Esta decisión no solo es un ejemplo de desconsideración hacia la audiencia local, sino también un reflejo de las jerarquías colonizadoras que determinan para quién se producen y priorizan estas historias. La exclusión simbólica de México en la distribución inicial resalta cómo el cine europeo sigue posicionando a las comunidades del sur como “fuentes” de contenido, pero nunca como destinatarias centrales de su propia representación.
Por otro lado, la decisión de convertir Emilia Pérez en un musical parece una consecuencia de lo que podría describirse como una “enfermedad mental” creativa en ciertos productores. ¿En qué estaba pensando el productor al musicalizar una narrativa profundamente arraigada en tragedias reales y contemporáneas? Este giro creativo no solo desconecta a la película de las realidades que intenta abordar, sino que también refuerza la deshumanización al convertir el sufrimiento en un espectáculo ligero, casi lúdico.
La nominación al Oscar de la protagonista, no puede desligarse de las estrategias políticas de Hollywood, se reducen a gestos huecos de inclusión. Resulta revelador contrastar este gesto con la realidad de las mujeres transgénero en América Latina, quienes enfrentan pobreza extrema, rechazo sistemático y violencia estructural que limitan profundamente sus posibilidades de vida y representación. Algunas mujeres transgénero mexicanas, lo expresan con contundencia al señalar que “esto es solo show” y que estas representaciones carecen de conexión con las crudas realidades cotidianas de la comunidad trans en México.
Porque no es lo mismo ser parte de la comunidad LGBTQ+ en Europa que en México. Además, como cada cabeza es un mundo, así cada persona de esta comunidad piensa distinto, a pesar de la sistematización del rechazo. Wendy Guevara ha expresado que al igual que la actriz principal de Emilia Pérez, ella también se representa a sí misma, porque al momento de tomar una bandera de alguna causa corre el riesgo de ser sacrificada. Aquí la prueba de los egoísmos y las risas patológicas extremas en los que estamos casi obligados a vivir en la actualidad.
La narrativa de la película limita la transformación a un plano corporal e individual, ignorando los andamiajes estructurales que sostienen el horror cotidiano en México. La violencia de las desapariciones y las masacres no se sitúa en un contexto crítico que deba enfrentarse, sino como un telón de fondo que refuerza la trama personal del personaje principal. De esta manera, el cine no solo falla en su responsabilidad simbólica de representar con ética y justicia estas realidades, sino que las trivializa al despojarlas de su dimensión política y comunitaria.
La pregunta que surge, entonces, no es solo por qué México fue excluido simbólicamente del estreno inicial de la película, sino cómo podemos resistir estas dinámicas de extractivismo emocional y apropiación narrativa que perpetúan la colonialidad en la esfera cultural global. ¿Es posible recuperar las historias desde la raíz, devolviéndolas a sus comunidades para que sean narradas, representadas y resignificadas desde su propia dignidad?
Este fenómeno se relaciona también con lo que denomino ‘turismo necrófilo,’ una dinámica en la que las tragedias humanas, como las desapariciones y asesinatos, son utilizadas como decorados para satisfacer un consumo estético superficial. En el caso de Emilia Pérez, esta lógica se manifiesta al transformar el sufrimiento colectivo en un espectáculo que trivializa las experiencias reales y las reduce a imágenes manipulables para audiencias escapistas de la realidad de las desapariciones en México.
En conclusión, aunque los creadores y actores no sean responsables directos de las violencias que narran, tienen una responsabilidad simbólica que no pueden eludir. Al perpetuar un sistema donde el dolor se convierte en entretenimiento y las narrativas críticas se vacían de su fuerza transformadora, Emilia Pérez no solo evade cuestionar las estructuras que permiten la violencia, sino que las refuerza. Este es el verdadero rostro del extractivismo emocional y del espectáculo colonizador que, en lugar de sanar heridas, las convierte en mercancía.
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Fotografía: La verdad Juárez