Por: Rosa Tock. 12/05/2025
Me dijo mi amiga: el día en que por fin pude jubilarme, lo hice con orgullo. Mientras vencía el síndrome de impostora y me definía mejor con relación a las expectativas laborales en una sociedad que quisiera exprimir hasta la última gota de sudor del trabajador. Qué paz. Ese día sentí otro ángulo de lo que significa emanciparse.
Ese día me volví adulta en el sentido pleno de la palabra, me dijo. Por primera vez sentí esa sensación de desprenderme de todo: miedos, inseguridades, de la incertidumbre que acompaña el ser una persona responsable en un mundo cada vez más utilitario, incierto, donde la persona es desechable y las agendas individuales se imponen ante el esfuerzo colectivo.
Me emancipé de mí misma y de mis temores, definiéndome mejor frente a todo aquello que me autoimponía —siguió compartiendo mi amiga—, separando convenientemente lo útil, lo necesario, lo imprescindible, y desechando el resto. Controlando por fin mi tiempo y de qué manera lo distribuiría para seguir contribuyendo desde una visión más madura de mi experiencia de vida —concluyó ella con calidez—. Parafraseando a la poeta martiniquesa Suzanne Aimé: al igual que la muerte, la jubilación es el fin (del trabajo, en este caso), pero no el final.
En cualquier etapa en la que nos encontramos, sobre todo quienes nos identificamos como mujeres, emancipémonos primero para servir mejor. Autocuidémonos en sororidad.
Me gusta su perspectiva de una adulta que va entrando en lo que comúnmente se conoce como la tercera edad. Claro que no todas tenemos el lujo de tomar esas decisiones, y ciertamente es un lujo inaccesible para la clase trabajadora en economías precarias donde ni siquiera existen sistemas de retiro o de vejez mínimamente funcionales. Incluso en Estados Unidos, si por los especuladores y financistas fuera, la jubilación no debería ser un derecho adquirido de cualquier trabajador, sino un privilegio de pocos.
No hay que esperar a jubilarse para romper cadenas. De hecho, podría hacerse todos los días de nuestra vida joven adulta y adulta. Tomarse cinco a diez minutos cada día para revisar todo lo cumplido y sentirnos satisfechas. Sentarse a apreciar lo más sencillo en nuestro entorno; estar presente y encontrar significado incluso en el caos. Es un privilegio de pocos cuando sabemos que la mayoría trabaja arduamente y hasta dos o tres empleos para sobrevivir, no digamos para mantener prácticas de autocuidado.
Siempre pensé que lo del autocuidado era de personas económicamente solventes o adineradas, pero en realidad, con mayor educación y promoción, cualquiera puede aprender. El autocuidado es asumir responsabilidad por nuestra propia salud y estar conscientes de que tenemos el derecho a conservarla, para nuestro propio bienestar y el de los demás. Eso sí, implica esfuerzo individual.
A los que nos toca trabajos de responsabilidad para ocuparnos de otros, para los que no pueden acceder fácilmente a estas prácticas, precisa que nosotras también sepamos cuidarnos bien y al hacerlo descubrir nuestras limitaciones, pero también nuestros dones. Al respetarnos nosotros mismos podemos respetar y servir mejor a otros. Y descubrir que lo que nos corresponde hacer con compasión es más edificante para todos. Y esto no es cuestión de izquierdas o derechas, es una cuestión de humanidad. En cualquier etapa en la que nos encontramos, sobre todo quienes nos identificamos como mujeres, emancipémonos primero para servir mejor. Autocuidémonos en sororidad.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Plaza publica