Por: Adolfo del Ángel Rodríguez. Supervisor Escolar de Escuelas Primarias Estatales. 25/07/2023
Al inicio de mi carrera profesional como docente, mi debut fue con un grupo de primer grado, que por cierto fue asignado de acuerdo a rituales que se practicaban en esa escuela cuando alguien de nuevo ingreso llegaba bajo el criterio que “viene fresco de la normal”, novatada que deja absorto al novel maestro, quien se resigna a la dura prueba que significa el inicio de su larga trayectoria. Esa fue mi suerte. Ya con el reto en mis manos, me dispuse a atender a los pequeños y fue una grata experiencia, ya que fue el primer grupo y, de eso, creo todos quienes nos dedicamos al acto educativo, lo llevamos en el alma y en el corazón.
La localidad en donde se ubicaba la escuela está en la región montañosa de Veracruz, cerca de la capital, por lo que los días frescos predominan la mayor parte del año y, en ese sentido, los niños debían llegar bien abrigados a la hora de entrada a clases, sobre todo en lo que iba de septiembre a marzo. Aún así, era común ver llegar a los niños agripados o con tos.
En al aula, había una niña muy tímida, Elisa, que era de las más pequeñas en estatura y muy tierna. Su mamá siempre llegaba con ella a la puerta del salón y la despedía con un beso. La niña se quedaba tranquila, atenta a la clase y esperando la hora del receso en que su madre acudía a dejarle el almuerzo y a estar con ella un rato en lo que duraba el tiempo fuera del salón de clases.
Mi llegada a esa escuela fue a mediados de noviembre, así que estuve con ellos casi al finalizar el ciclo escolar, ya que me enfrenté a otro de los rituales que enfrenta el docente a inicio de su carrera: cambio de adscripción para beneficiar a docentes de más antigüedad en el sistema educativo, así que de antes de terminar el ciclo escolar tuve que emigrar a una nueva escuela, con menos alumnos y en donde solo laborábamos tres compañeros.
A mi despedida, Elisa lloró y su tristeza me contagió, pues me había encariñado con ella y con el grupo en general, con quienes había compartido momentos muy bonitos que comenzaban a construir mi experiencia docente. Resignado, partí del lugar y acepté mi destino de docente novel.
Tiempo después, como mi pago estaba asignado al municipio de la comunidad en la que comencé mi servicio, había que desplazarme cada quincena para cobrar mi sueldo hasta la oficina de Hacienda del Estado de ese lugar, en donde saludaba a ex compañeros con quienes había coincidido en reuniones, en viajes rumbo a la escuela o simplemente en paseos al centro del municipio e incluso a padres de familia, quienes acudían al pueblo a realizar trámites y compras.
Fue ahí en donde encontré a la mamá de Elisa. Seguramente acababa de salir de la iglesia y se encontraba descansando en el atrio. Era un día soleado, con aire frío, como suele ser en el municipio en donde radica y en ese momento le hacía bien un poco de sol después de haber estado dentro del frío recinto en donde seguramente había hecho alguna oración.
En cuanto la reconocí me acerqué para saludarle, esperando que me devolviera el saludo alegre, pero comenzó a sollozar; y el sollozo se convirtió en llanto cuando pregunté por Elisa. Su llanto trajo un silencio incómodo y no acerté a decir ninguna palabra, hasta que ella poco a poco fue articulando y me contó la triste historia de la pequeña Elisa. Ya calmada, me dijo que a la niña había padecido pulmonía y que estuvo en tratamiento, pero que un día tuvo una fuerte crisis y debido al trayecto que hay que recorrer de la comunidad a la cabecera municipal, no le dio tiempo de recibir atención.
Estaba conmocionado con la noticia. Las lágrimas escurrían poco a poco de mis ojos y apenas comenzaba a procesar lo sucedido cuando su mamá remata diciéndome que, en sus últimos momentos, susurraba “quiero ver a mi maestro”; quería que su maestro estuviera ahí con ella. En ese momento me derrumbé y lloré dando rienda suelta a mi tristeza.
Elisa no pudo ya cursar el segundo grado.
Fotografía: elsoldecórdoba